Revolución Mexicana en Guerrero, La

Antecedentes nacionales.

En 1876 el general oaxaqueño Porfirio Díaz Mori ocasionó en México un golpe de Estado, apoyado por los grupos conservadores del México de ese entonces, con quienes se comprometió a nulificar la Constitución de 1857, que incomodaba a sus intereses, y a prevenir el estallido de un movimiento popular latente por la injusticia agraria que prevalecía en el país. Díaz Mori instaló un gobierno oligárquico dictatorial que duró más de 30 años, conformado en sus inicios por la élite militar del país que desplazó a la burocracia juarista–lerdista.

Posteriormente, en 1880, se inició el ascenso de una nueva generación de políticos, conocida como “los científicos”, que pronto se enriquecieron en la función pública actuando como financieros e intermediarios del capital extranjero. Esta minoría selecta y cortesana del porfirismo se formó en el seno de una cultura elitista, extranjerizante y profundamente avergonzada de todo lo relacionado con la cultura indígena y que intentaba una pretendida modernidad para el país, excluyendo a la mayor parte de los mexicanos.

Era un sector social que vivía en la opulencia y en el exceso, mientras la inmensa mayoría de la población se hallaba en la miseria; sus miembros tenían múltiples propiedades, palacetes de lujo y prósperos negocios no sólo en México, sino en varios países, donde se sentían mejor que en el propio, y procuraban enviar a sus descendientes a estudiar en los mejores colegios o universidades del extranjero. Lo integraba un grupo cupular minoritario que ignoraba, o no le importaba, la realidad social de su país.

El nuevo presidente –si bien tuvo el mérito de conciliar o someter mediante la dádiva o la represión (pan o garrote) a los grupos políticos y militares que por más de medio siglo ensangrentaron al país con luchas inútiles que no lograron la creación de un verdadero sistema político nacional (los ideólogos porfiristas llamaron a esta etapa “el periodo de la anarquía”)– implantó un régimen totalitario, una dictadura personal de corte militarista que reprimió terriblemente a la población.

Con el fin de lograr un control político absoluto en el país, entre 1891 y 1894 el gobierno realizó una serie de reformas a las constituciones de los estados, que redujeron el poder de éstos en los asuntos políticos locales y ampliaron los del Presidente de la República. Como consecuencia, el cargo de presidente municipal perdió su carácter electivo y se convirtió en un funcionario nombrado por el gobernador del estado o por el primer mandatario del país –a través del gobernador–, dependiendo de la importancia del municipio.

Por otro lado, también con fines de control, la estructura política porfirista contaba con un personaje llamado Prefecto Político, designado, en muchos casos a través del gobernante estatal, por el Presidente de la República; éste era un funcionario intermedio entre el gobernador y los municipios del distrito al que se le destinaba; sin embargo, en numerosas ocasiones, el poder de dicho personaje superaba al del mismo gobernador, pues era verdadero cacique de “horca y cuchillo”, que recaudaba impuestos federales y tenía fuerzas rurales bajo su mando.

Durante la dictadura, don Porfirio permitió que el capital extranjero –$100 000 000.00 en 1880, por $3400 000 000.00 en 1910– tomara el control casi absoluto de la economía nacional, interviniendo mayoritariamente en la instalación y ampliación de la planta industrial y en la organización del sistema bancario, en el desarrollo del transporte (ferrocarriles, puertos) y en el de las comunicaciones (telégrafo, correo), en la explotación minera y en la creación de grandes latifundios, sin intentar algún beneficio que ayudara a salir del atraso al campesinado y a la clase obrera, que constituían la mayor parte de la población de entonces y continuaban en las mismas condiciones socioeconómicas de sus ancestros coloniales.

En vísperas de la Revolución de 1910, la situación social había llegado a límites extremos, tanto de subsistencia como de paciencia y tolerancia. El 96% de la población carecía de tierras u otras propiedades y los miserables salarios no correspondían al verdadero valor de la mano de obra. Los hacendados tenían como sistema de pago a los trabajadores cupones que sólo podían ser cambiados por artículos de consumo elemental en las tiendas de raya, donde los precios eran fijados arbitrariamente por los amos.

En ese entonces (1910), la mayor parte de la superficie de México estaba en manos de 5000 o 6000 individuos, cuando la nación tenía ya 15 millones de habitantes. En el territorio nacional existían latifundios tan grandes que funcionaban casi como países independientes, teniendo sus propias leyes, su propia moneda y, de hecho, su propio gobierno.

En las postrimerías del Siglo XIX, el crecimiento de las haciendas en toda la República se operaba a costa de los terrenos de los pueblos asentados cerca de estas propiedades, cuyos habitantes generalmente pasaban a ser peones acasillados del terrateniente. Con el pretexto de la productividad, los hacendados demandaban a las autoridades las tierras aledañas a las suyas; solicitaban que fueran confiscadas a su favor, con argumentos que nunca eran rebatidos por el gobierno, y éste generalmente accedía a quitárselas a los campesinos, cediéndolas a los latifundistas, que nunca satisfacían sus ambiciones.

En esa época los índices de desarrollo social del país eran deprimentes; por ejemplo, debido a que la educación era privada y elitista, ésta abarcó a sectores muy reducidos de población, dando como resultado un analfabetismo del 90%, lo cual facilitaba la explotación de la clase trabajadora.

Al comenzar el Siglo XX, y en un país con más de 13 millones de habitantes, existían sólo 12 000 escuelas –oficiales y particulares– para la instrucción primaria; la inmensa mayoría de orientación clerical y ubicadas en las ciudades, cuando sólo el 20% de la población era urbana. De hecho, en 1910, apenas el 3% de los niños en edad escolar asistía a la escuela primaria. De las pocas escuelas oficiales del medio rural, la mayoría operaba dentro de las haciendas, con todo lo que esto implicaba (por ejemplo, los capataces prohibían a los maestros enseñar aritmética y cualquier contenido que se refiriera a los derechos civiles de la población).

También era una época sin servicios de sanidad pública, pues no existían clínicas o centros de salud, y sólo en las ciudades importantes había hospitales de beneficencia que, por el mismo atraso de la medicina, funcionaban más como albergues para enfermos y viajeros que como hospitales. En las áreas rurales, que era donde vivía la mayoría de la población, la gente moría en el desamparo sanitario, hecho que provocaba que la expectativa de vida de quien nacía entonces fuera de 25 a 27 años.

Padecimientos transmisibles –como la viruela, el tifo, el paludismo, las disenterías, el tétanos y aquellas enfermedades propias de la infancia como la tosferina, la difteria y el sarampión– hacían estragos entre la gente, con brotes epidémicos cíclicos que afectaban sobre todo a los más pobres. Asimismo, la desnutrición imperaba entre la inmensa mayoría de los mexicanos.

Por otro lado, al comenzar el Siglo XX el desarrollo económico perdió impulso. La tasa de crecimiento de la producción industrial disminuyó en forma acelerada; las materias primas de origen agrícola aumentaron de precio; el consumo interno decayó. Obviamente, el mayor peso de esta crisis se descargaba sobre los trabajadores: desempleo creciente, aumento en los precios de los artículos de consumo y disminución del salario. Entre 1876 y 1910, el salario real disminuyó de $0.35 a $0.15 diarios, que equivalía a una reducción del 57%.

Era explicable que la inconformidad popular fuera en aumento y que hubiese diferentes sectores sociales interesados en sustituir a la clase decadente y semifeudal gobernante y renovar un régimen político capitalista abusivo, represor y obsoleto. Entre las opuestas capas de peones y hacendados y de obreros y patrones fabriles, se abrían espacio las crecientes clases medias: los empleados, los profesionistas, los intelectuales, los pequeños comerciantes, los dueños de talleres y los pequeños rancheros; todos ellos, integrantes de familias progresistas y con deseos de superación, desdeñados por el régimen político y los aristócratas –quienes los llamaban la “plebe intelectual”– y que aunque no vivían en la pobreza ni eran realmente un sector social revolucionario, acabaron siendo antiporfiristas de convicción, pues deseaban –sin esperanza alguna en ese momento– participar activamente en algún sector del gobierno y tener acceso al ejercicio del poder. Un ejemplo diáfano del tipo de ciudadanos descrito lo fueron los Figueroa Mata del norte de nuestro estado, rancheros prósperos asentados en Huitzuco, que tenían todo menos autoridad política en Guerrero, debido a la decisión de don Porfirio de nombrar a sus amigos o colaboradores como gobernantes de nuestra entidad.

Esta situación fue la que llevó a los hermanos Francisco, Ambrosio y Rómulo a volverse revolucionarios, fundando en Huitzuco en 1910 –invitados por el enviado de Madero, Octavio Betrand–, junto con Martín Vicario, Fidel Fuentes, Ernesto Castrejón y otros rancheros de la zona mencionada, el único grupo antiporfirista organizado de la entidad al que llamaron Club Antirreeleccionista Juan Álvarez, y en donde se iniciaron pláticas conspirativas contra el dictador y su gobierno. No obstante, en el resto del estado había otras cabezas regionales que también promovían levantamientos para luchar contra el régimen, pero éstas capitaneaban grupos de campesinos analfabetas, desposeídos, marginados y explotados, que andaban en “la bola” buscando su mejoría social y, por ello, tenían profundas diferencias ideológicas con el grupo figueroísta, hecho que más tarde los llevaría a enfrentarse con ellos; entre éstos se distinguía Jesús H. Salgado, originario de la comunidad de Los Sauces, municipio de Teloloapan, también en la zona norte de Guerrero, quien, inspirado por Zapata, se autonombraba “el defensor incansable de los principios del Plan de Ayala”.

Sin embargo, ambos grupos –los rancheros de buena posición y las tropas de desposeídos– lucharon inicialmente “hombro con hombro” a favor de Madero y su causa, la que provocó la rápida caída del gobierno porfirista en Guerrero y llevó a Francisco Figueroa Mata a la gubernatura provisional del estado. Después empezaron los enfrentamientos entre ambas facciones, especialmente por las diferencias agrarias que sostenían.

Dentro del contexto revolucionario guerrerense, además de los Figueroa, se distinguieron otros líderes en las acciones militares: Juan Andreu Almazán, en Olinalá, quien tenía nexos con los Serdán de Puebla; Enrique Añorve, en Ometepec; Jesús H. Salgado, en Tierra Caliente; Laureano Astudillo, en Tixtla, y Silvestre G. Mariscal, en Atoyac. Sin embargo, éstos, antes de los enfrentamientos armados contra las fuerzas porfiristas, nunca estuvieron tan bien organizados como los Figueroa Mata en Huitzuco, ni tampoco se atrevieron a consolidar en forma abierta una agrupación antiporfirista como lo hicieron éstos.

De hecho, a partir del primer lustro del Siglo XX surgen las primeras protestas públicas y los clubes antigubernamentales en todo el país, provocando con ello mayores actos represivos. En 1903, año de la penúltima campaña electoral de Díaz, el grupo dirigente advertía –y no podía ignorarlo– que estaba próxima una tormenta social que amenazaba con romper el sistema político imperante.

Sendas confirmaciones lo fueron las huelgas de Cananea, en Sonora, y Río Blanco, en Veracruz, en 1906 y 1907, respectivamente, provocadas por el agravio y la inconformidad ancestral de los trabajadores, debido a la explotación inmoderada que sufrían, y las cuales fueron reprimidas con fuerzas armadas que provocaron cientos de muertos, incluyendo mujeres y niños.

Situación social prerrevolucionaria en el estado de Guerrero.

En Guerrero, la situación social era peor que en el resto de la República. Todos los índices de desarrollo estaban, por increíble que parezca, por debajo de la media nacional, que ya de por sí era mala; por ejemplo, el analfabetismo general iba del 95 al 99%, cuando en el país era del 90% en promedio. Con excepción de tres o cuatro poblaciones de la entidad que tenían escuelas básicas privadas, no había planteles educativos oficiales en Guerrero y, por ello, sólo el 2% de los niños en edad escolar tenían oportunidad de aprender a leer y escribir. Igualmente, en 1900, sólo la ciudad de Chilpancingo contaba con un hospital público para atender a la población; algunos lugares de la entidad, como Acapulco, por ejemplo, sólo tenían medios asistenciales sanitarios privados. El 98% de los guerrerenses vivía en el medio rural y moría en el desamparo médico, dando como resultado que la población nacida en esa época tuviese una expectativa de vida de sólo 20 años, cuando la media del país se encontraba entre los 25 y los 27 años.

Por otro lado, Guerrero era –también en ese tiempo– una de las entidades con menor desarrollo económico; uno de los estados más incomunicados y con menos fuentes de trabajo en el país; esto último provocaba que el salario del trabajador fuera inferior al de otras regiones: ocho a 10 centavos diarios, cuando en la Ciudad de México y en otras entidades era de 15 a 20 centavos.

Finalmente, desde el punto de vista político, a partir del último tercio del Siglo XIX, Guerrero estuvo controlado por mafias de fuereños encabezadas por gobernadores originarios de otras entidades, impuestos por don Porfirio o por su suegro don Manuel Romero Rubio, secretario de Gobernación del régimen quien, entre otras propiedades, poseía unas ricas minas de mercurio en la zona de Huitzuco, hecho que motivó que el Gobierno federal introdujera el ferrocarril hasta Iguala, con la finalidad de acarrear insumos para las minas y llevarse a la Ciudad de México el mineral producido. Esta situación causó, en forma secundaria, progreso –no buscado por el gobierno– para la zona norte del estado. Algunos de esos gobernadores –como Mercenario, por ejemplo– habían sido antes administradores de las minas de Romero Rubio, y llegaban a la cúspide del Gobierno del estado como fieles servidores de la familia Díaz; por otro lado, llevaban con ellos a múltiples familiares y amigos íntimos como colaboradores, que, además de desplazar a los políticos locales, sólo venían a enriquecerse sin importarles el desarrollo de Guerrero y su gente. Esta situación incomodaba a la burguesía local, que se veía impedida de participar en el gobierno de su entidad.

Por todo lo mencionado, existía una situación de inconformidad social permanente, que facilitó que todas las regiones y las principales comunidades de la entidad simpatizaran con el movimiento revolucionario de 1910 e incursionaran en él con ímpetu.

Pero la lucha contra el centralismo político surgió en Guerrero antes, en Mochitlán, en 1901, con el Plan del Zapote, proclamado y acaudillado por Anselmo Bello, y el cual fue un movimiento precursor de la Revolución Mexicana. Este plan, si bien tocaba algunos aspectos del problema agrario de la entidad, se inconformaba en primer lugar contra las decisiones centralistas en las elecciones estatales y, por ello, resultaba muy circunscrito a los intereses personales de cacicazgos regionales confinados a esta zona, principalmente a los intereses políticos del abogado de pasado porfirista Rafael Castillo Calderón, que deseaba conseguir la gubernatura del estado, y que –dicho sea de paso– después fue furibundo partidario de Victoriano Huerta. Por otro lado, el grupo que proclamó este documento no tenía una articulación firme con otros grupos políticos organizados del estado, y por ello tuvo pocas posibilidades de triunfo. Estas circunstancias, finalmente, ocasionaron la intervención militar federal encabezada por el coronel Victoriano Huerta, quien logró la desaparición del movimiento al provocar la huída o el asesinato de los principales implicados en el plan y el encarcelamiento de otros.

La lucha armada.

Fue hasta el 28 de febrero de 1911 –poco más de tres meses después de la fecha fijada por Madero para empezar la revolución– cuando, al descubrirse la conspiración en la que estaban metidos los Figueroa Mata, éstos se levantan en armas en Huitzuco e inician la revolución en Guerrero; al unísono, se produce un levantamiento general en todo el estado que provoca, a corto plazo, la toma de casi todas las plazas distritales de la entidad. El 7 de abril cayó la primera, Coyuca de Catalán, en poder de Álvaro Lagunas; la de Ometepec, el 17 de abril en poder de Enrique Añorve, quien estaba al mando de un contingente de hombres originarios de Huehuetán e Igualapa; el 23 del mismo mes, cayó Huamuxtitlán en manos de Juan Andreu Almazán, y Chilapa, en las de Pedro Ramírez y Juan Ojeda; un día después, la plaza de Taxco es asaltada y conquistada por Jesús Morán y Margarito Giles; el 26 del mes mencionado, cayeron simultáneamente Teloloapan en poder de Jesús H. Salgado, Atoyac, en manos de Silvestre G. Mariscal, y Tixtla, en las de Laureano Astudillo.

En esta lucha revolucionaria también se distinguió Eucaria Apreza, otra ranchera pudiente de la zona de Chilapa, a quien obviamente tampoco interesó nunca el reparto agrario. Doña Eucaria estuvo en contra del gobierno porfirista porque era hostilizada debido a conflictos fiscales, hecho que la llevó a simpatizar con los revolucionarios maderistas, y aunque ella no tomó las armas en sus manos, sí financió y promovió con éxito el levantamiento armado en esa área del estado. La respuesta de los insurrectos guerrerenses fue rápida y masiva en toda la entidad.

El 5 de mayo siguiente cayó Tlapa en manos de Juan Andreu Almazán, y Ayutla, en poder de Manuel Meza; el 10 del mismo mes, Acapulco estaba rodeado por rebeldes de ambas Costas; sin embargo, en las pláticas de Ciudad Juárez se estableció una tregua que suspendió por algún tiempo el intento de tomar el puerto; al romperse éstas, se preparó y consumó el 14 de mayo la toma de Iguala y la de Chilpancingo, y 15 días después, la de Acapulco, para dejar prácticamente a todo el estado de Guerrero en manos de los revolucionarios, a dos meses y medio del primer encuentro entre rebeldes y federales en Huitzuco.

Este rápido éxito de las fuerzas rebeldes se debió más que nada al apoyo de toda la población descontenta, que nunca dudó en levantarse en armas en contra del gobierno. Sin embargo, es conveniente resaltar que esta participación popular fue lograda por los líderes regionales a cambio de compromisos de mejorar la situación de los labriegos, sobre todo, de restituirles sus tierras de acuerdo al ofrecimiento hecho por Madero en el Plan de San Luis. Estos compromisos fueron la clave para la participación decidida de campesinos pobres y mal armados en contra del gobierno porfirista, que, con excepción del grupo figueroísta que recibió de Bertrand 50 carabinas, nunca obtuvo pertrechos militares del maderismo. Más adelante, nunca hubo una repartición formal de tierras; ésta se empezó a realizar mucho tiempo después, con Lázaro Cárdenas como presidente de la República.

No obstante, ya ganado el movimiento armado por los revolucionarios, hubo reacciones inesperadas dentro de la masa campesina. En varias partes de la entidad se formaron comisiones regionales con la finalidad de exigir a los terratenientes la devolución de las escrituras de propiedad de sus tierras comunales, de las que habían sido despojados fraudulentamente. Se iniciaba, así, la verdadera lucha popular. Esta situación no fue bien vista por las nuevas autoridades, quienes en realidad sólo habían tenido como objetivo fundamental del proceso revolucionario cambiar a las autoridades políticas porfirianas y reemplazarlas.

El 14 de mayo de 1911 se firma el armisticio en Ciudad Juárez y el viejo dictador renuncia a la Presidencia. Este hecho provoca, entre todos los jefes maderistas de Guerrero, una tremenda agitación política ante la perspectiva de su ingreso al poder.

Es entonces cuando el grupo de Huitzuco decide unilateralmente nombrar gobernador provisional, sin tomar en cuenta a los demás participantes guerrerenses en la revuelta antiporfirista, pues no existió convocatoria ni aviso previo alguno para llevarla a cabo. El 16 de mayo se reunió en una asamblea el “núcleo victorioso de Iguala”, encabezado por los tres Figueroa y la gente que peleó a su lado; por supuesto que, aunque hubo algunos asistentes de otros grupos, como Jesús H. Salgado –quien impugnó la designación de don Francisco, por no apegarse el procedimiento a lo que decía el Plan de San Luis–, la mayoría de los presentes eran incondicionales de los Figueroa. Esto explica porqué se elige a Francisco Figueroa como gobernador provisional con el apoyo de la mayoría, elección en la cual votaron inclusive personas que no tenían la representación necesaria.

El mismo día llegó a Chilpancingo la noticia, impresa ya, del nombramiento de Francisco Figueroa Mata como gobernador provisional, causando sorpresa a los jefes de las tropas que se encontraban en la capital guerrerense por haber concurrido a la toma de Chilpancingo: Julián Blanco y Laureano Astudillo, del centro del estado; Juan Andreu Almazán y Pedro Ramírez, de La Montaña , y Tomás Gómez y Manuel Meza, de ambas Costas. No obstante, éstos aceptaron posteriormente la imposición, y don Francisco, quien previa aceptación oficial de Madero y el Senado se hizo cargo de la gubernatura el 24 de mayo de 1911, emitió sus primeros decretos: abolió las abusivas prefecturas políticas y restableció el municipio libre.

Al gobernador provisional le tocó recibir a Madero en Iguala el 13 de junio de 1911, quien asistió a nuestra entidad para agradecer a los guerrerenses su participación en el movimiento armado contra la dictadura. Las palabras de bienvenida oficial las dio el licenciado Eduardo Neri quien, por cierto, en el último párrafo de su discurso lanza a Madero el siguiente comentario casi premonitorio: “Sr. Madero: si en adelante sois, como ahora, fiel a la causa de la libertad, en cada suriano seguiréis teniendo un soldado a vuestras órdenes y cada suriana seguirá el glorioso ejemplo de Antonia Nava de Catalán. Pero si volvéis al pueblo las espaldas, entonces sobre vuestro pecho hoy heroico, volveremos nuestras armas en defensa de nuestros ideales, si hubiera que destrozar nuevos tiranos”.

Ya concluida la revolución armada y con maderistas en el poder, sucedió un fenómeno social imprevisto por los líderes revolucionarios: el pueblo, en forma espontánea, comenzó a perseguir a las antiguas autoridades con la finalidad de cobrarse viejas afrentas o privarlas de la libertad. Los prefectos políticos eran los personajes favoritos para ello, dado el gran abuso de poder cometido por estos funcionarios en el pasado; también se liberaba a los prisioneros de las cárceles y se quemaban archivos públicos; la gente intentaba confiscar los bienes de los terratenientes exigiéndoles, al mismo tiempo, las armas que poseían. Muchos comercios fueron saqueados; se asaltaron fábricas y se expropiaron los bienes encontrados. En síntesis, ante el asombro impotente de los jefes maderistas, que fueron claramente rebasados por el pueblo, éste empieza a lanzar sus ataques contra opresores directos y concretos, contra los personeros de la dictadura, intentando vengarse de los agravios recibidos.

Es conveniente hacer notar que esta reacción popular –calificada de inmediato como barbarie y bandolerismo por los afectados y el nuevo gobierno– llevaba a cuestas el problema agrario, que había predispuesto a la población campesina para la insurrección, y que a su vez iba acompañada de una carga de odio contra los terratenientes, comerciantes y el gobierno que los amparaba.

Es por eso que durante el gobierno provisional de Francisco Figueroa, que sólo duró siete meses, se agudizaron las diferencias entre éste y Emiliano Zapata, el líder agrarista morelense, hecho que, además, provocó serios enfrentamientos entre el gobierno figueroista y diversos revolucionarios guerrerenses como Jesús H. Salgado, Heliodoro Castillo, Pedro Pineda, Pablo Barrera, Julio Gómez y “el Tuerto” Morales, que se solidarizaron con los principios del Plan de Ayala y actuaban como “pronunciados” exigiendo tierras para campesinos desposeídos, en contra de las políticas agrarias del Gobierno de Guerrero.

La situación se agravaba porque, en las mismas fechas, otro Figueroa –ahora Ambrosio– había aceptado, en contra del consejo de su hermano Francisco, el inconveniente nombramiento como gobernador y comandante militar de Morelos, en una época en la cual León de la Barra, presidente provisional de México, había mandado numerosas fuerzas federales al mando del general Victoriano Huerta para intentar exterminar a los zapatistas y provocar, secundariamente, peligrosos conflictos entre el líder agrario de Morelos y Madero. El nuevo gobernador morelense tuvo que unirse al combate contra Zapata y apuntalar a los grandes hacendados –entre los que estaba un yerno de don Porfirio–, que contaban con el apoyo de las fuerzas federales; de ese modo se consumó su enemistad a muerte con el caudillo del agrarismo, ya distanciado éste de su hermano Francisco, el gobernador del vecino estado de Guerrero. Zapata afirmaba que los Figueroa protegían los intereses de los latifundistas, y los Figueroa tildaban a los zapatistas de bandidos y asaltantes.

En julio de 1911 don Francisco lanza la convocatoria para la elección constitucional de gobernador y diputados locales en el estado. El primero, para terminar el cuatrienio del último gobernador porfirista, Damián Flores, que inició su gestión en abril de 1909; y, los segundos, para integrar la nueva Legislatura del estado.

El pueblo entró en efervescencia política, estimulado por las garantías oficiales que ofreció don Francisco, presentándose dos candidatos en la lucha electoral: el coronel huitzuqueño Martín Vicario y el licenciado José Inocente Lugo, de origen calentano. Vicario era un hombre rudo del campo, con el prestigio de haber iniciado en su tierra, junto con los Figueroa, la lucha armada contra la dictadura, en la que se distinguió por su audacia y valor temerario; Lugo tenía fama como profesionista distinguido, precursor esforzado de la lucha contra la tiranía y, después, maderista connotado.

El proceso electoral fue muy reñido, pero limpio, apegado a la ley e imparcial. El triunfo correspondió al licenciado José Inocente Lugo con 25 897 votos contra 22 284 para el coronel Vicario, convirtiéndose, así, en el primer gobernante constitucional del estado de Guerrero. Don José Inocente tomó posesión el 1 de diciembre de 1911 y, al hacerlo, plasmó en su discurso un breve, sensato y bien intencionado Plan de Gobierno, basado en los ideales maderistas, pero sin tomar tampoco en cuenta el problema agrario de la entidad. No pudo cumplir sus compromisos, debido a los múltiples problemas que enfrentó durante su corta estancia al frente del gobierno: dificultades con otros jefes revolucionarios de la región, amagos subversivos de algunos cabecillas y el ataque del zapatismo, la penuria económica de su administración y la inestabilidad política del país que caracterizó ese periodo.

Es una realidad que, por todos estos problemas, el gobernador, en lugar de promover el desarrollo para la entidad, se mantuvo la mayor parte del tiempo resolviendo conflictos y defendiéndose de las hostilidades de grupos opositores, heredadas del pasado, como lo era el agrarismo encabezado todavía por Jesús H. Salgado, quien tenía en la entidad numerosos seguidores.

El Congreso del estado, el primero de la etapa revolucionaria y electo en el mismo proceso, lo formaron: Custodio Valverde, Manuel León, Laureano Astudillo, Manuel Meza, Rodolfo Neri, Leonel López, Luis Vélez, Ángel Muñoz, Nicolás Vázquez, Crisóforo Cárdenas, Francisco Castro y Feliciano Bailón.

En febrero de 1912 vuelve don Ambrosio Figueroa al estado, luego de concluir su gestión en Morelos, y se hace cargo de las fuerzas rurales de Guerrero, con las que combatió al salgadismo, propinándole fuertes golpes que, sin embargo, no pudieron acabar con este movimiento. Salgado, excelente guerrillero y dinámico organizador de grupos campesinos armados, conocía perfectamente los terrenos en donde actuaba y era un indudable líder con fama de valiente y esforzado, para los hombres del campo; por ello, éstos lo seguían, lo protegían fielmente y lo apoyaban directa o indirectamente en sus comunidades; ellos eran, en realidad, la verdadera fortaleza de Jesús H. Salgado.

Durante la gestión de Lugo hubo otros conflictos armados regionales que ensombrecieron el panorama de Guerrero y frenaron la buena marcha del gobierno: Néstor Adame, en la Costa Chica, y Silvestre G. Mariscal y Julián Radilla, en la Costa Grande, provocaron y encabezaron movimientos armados que fueron verdaderas “piedras en los zapatos” de Lugo y que tuvieron que ser sofocados por el Gral. Julián Blanco, ante la pasividad de la comandancia militar de Acapulco, que ya esperaba, al parecer, la caída de Madero y la llegada al trono presidencial del sobrino de Díaz.

Por si lo anterior fuera poco, Lugo enfrentó desavenencias con otros jefes revolucionarios, principalmente con don Rómulo Figueroa, jefe de la Zona Militar del Sur, con sede en Chilpancingo, quien por razones no bien conocidas se distanció notablemente con él, a tal grado, que el general Figueroa no obedecía las indicaciones del mandatario estatal. Ante ello, don José Inocente, temiendo al poder militar de don Rómulo, pidió apoyo a la guarnición federal de la ciudad, en donde le proporcionaron una guardia militar constante para despachar con tranquilidad en el Palacio de Gobierno. Posteriormente, ya enterado el presidente Madero de esta situación, le envía un cuerpo de rurales de sus confianzas al mando del coronel Gertrudis Sánchez, con Joaquín Amaro como segundo, y, de esta manera, Lugo se fortalece y se disipa la amenaza de algún enfrentamiento directo entre maderistas en la capital del estado.

Hechos como éste impidieron que don José Inocente llevara a la práctica su programa de trabajo. Es una verdad histórica indiscutible que ese gobierno fue débil desde el punto de vista militar y político. Lugo nunca pudo –por las fricciones armadas que coincidieron con su mandato y por sus conflictos personales con el figueroísmo– tener un control militar y político adecuado del estado que le permitiera gobernar a su criterio y conveniencia política y administrativa; su autoridad era nula o estaba notablemente disminuida en todas aquellas regiones donde operaban los descontentos, situación que coincidía con lo que le estaba sucediendo a Madero a escala nacional.

De hecho, hubo un intento en el estado para desconocer el gobierno de Lugo, auspiciado por Mateo Arcos y el Prof. Crescencio Miranda, el cual no prosperó por la negativa del Lic. Rodolfo Neri para formular la base legal del procedimiento.

Quizás la peor experiencia del licenciado Lugo como gobernador del estado fue la de conocer los resultados de la Decena Trágica en la capital del país. Su amigo Madero, el presidente de la República, había sido traicionado, destituido de la Presidencia y asesinado por Victoriano Huerta, que controlaba a las fuerzas del ejército por disposición del mismo Madero.

Las noticias de lo sucedido llegaron a Chilpancingo en forma extemporánea e incompleta; y no sólo eso, esta información también llegaba, vía telegráfica, aderezada mañosamente por los voceros oficiales, con la finalidad de que las autoridades estatales aceptaran, en calma, la designación de Huerta como nuevo presidente. La situación del golpe de Estado en el D. F. fue confusa durante varios días, pero al aclararse el hecho tal como sucedió, la mayoría del pueblo de Guerrero volvió a responder con dignidad para vengar la sangre del caudillo sacrificado y restaurar el orden legal.

El licenciado Lugo, por su parte, quedó en una situación por demás comprometida y difícil, prácticamente a merced de la guarnición militar huertista de Chilpancingo y de varios grupos armados adheridos al gobierno usurpador. Sus antecedentes de maderista convencido lo hicieron sospechoso a los ojos de Huerta desde el primer momento. El general Manuel Zozaya, comandante de la guarnición militar de Chilpancingo, lo sometió a una estrecha vigilancia, haciéndolo virtualmente su prisionero.

Al asumir el poder Huerta, Zozaya –al igual que todos los antiguos militares federales– reconoce públicamente a Victoriano como presidente, y éste, como compensación a su fidelidad, lo ratifica en su cargo. Posteriormente, el mismo Huerta lo nombra gobernador de Guerrero, para suplir a Lugo al terminar éste su mandato.

Don José Inocente –a quien en ese momento le faltaban cinco semanas para concluir su periodo de gobierno– decide, en forma prudente, terminar su encargo y entregar pacíficamente el poder, con la finalidad de no propiciar su encarcelamiento, o su muerte, si externaba algún descontento; planeaba incorporarse –después de la conclusión de su mandato– a la lucha contra el huertismo, pero al llegar a la Ciudad de México, Huerta lo manda aprehender y lo mantiene preso varias semanas en la comandancia militar de la plaza, de donde logra huir, y dirigiéndose por Michoacán a la Tierra Caliente de Guerrero, se incorpora a las fuerzas de su amigo el general Gertrudis Sánchez, quien ya estaba en Coyuca de Catalán en actitud rebelde contra el régimen espurio de Huerta. Ahí se le unieron a Sánchez los calentanos Salvador González, Julio Bahena y Cipriano Jaimes, que encabezaban otros grupos de gente armada.

En la lucha contra el régimen de Huerta, el licenciado Lugo fue un revolucionario que tuvo una conducta intachable y una lealtad firme hacia el constitucionalismo. Ello lo llevó a ser distinguido por Carranza con cargos públicos y honrosas comisiones; se recuerda como, por indicaciones de don Venustiano, formó parte de la comisión que redactó el artículo 27 constitucional en el Congreso Constituyente de Querétaro.

Pero fue nuevamente en Huitzuco donde se inició la lucha guerrerense contra el usurpador Huerta. En esta ocasión, fue el Gral. Rómulo Figueroa al mando de sus contingentes –“los colorados”– quien comenzó la ofensiva contra las fuerzas huertistas el 6 de abril de 1913. Para entonces ya se conocía en Guerrero el Plan de Guadalupe, bandera del constitucionalismo en la campaña nacional contra Huerta, situación que logra que los grupos zapatistas que luchaban en Tlapa, Zitlala, Huamuxtitlán, Chilapa y Teloloapan también se unieran a la lucha contra las fuerzas militares leales a Victoriano Huerta.

En el primer combate –que se llevó a cabo en Tepecoacuilco– don Rómulo sufre un revés al enfrentar a las fuerzas del general huertista Antonio G. Olea, comandante de la plaza de Iguala, hecho que lo obliga a retirarse hasta Chilapa, en donde unió sus fuerzas con el destacamento local, también en rebeldía, al mando de Eustorgio Vergara. Después, hizo contacto con Julián Blanco –el gran hombre de Dos Caminos– y con Abraham García, quienes comandaban otros contingentes armados, y, unido a ellos, logró éxito en varios encuentros contra fuerzas militares huertistas en las zonas centro, norte y Costa Grande del estado. No obstante, en ese momento, una gran preocupación embargaba a don Rómulo: su hermano Ambrosio –a quien le habían cortado una pierna, por una herida de bala– continuaba en Chilpancingo a merced de Zozaya, quien lo vigilaba estrechamente, esperando que Rómulo intentara rescatarlo y emboscar a los rebeldes; sin embargo, don Rómulo nunca se atrevió a hacerlo, porque sabía que con ello firmaba la sentencia de muerte para su hermano Ambrosio.

Al no picar don Rómulo “el anzuelo tendido”, Ambrosio es trasladado como rehén a Iguala, con la finalidad –según le había dicho su “amigo” Martín Vicario– de que los tres Figueroa se reunieran en esa ciudad con las autoridades huertistas, para llegar a un arreglo y concluir las hostilidades; obviamente, este burdo plan que tenía como fin la captura y muerte de Rómulo –quien era la persona que más preocupaba al huertismo guerrerense– y sus hermanos, no tuvo éxito, pues tanto Rómulo como Francisco, en vez de acudir al amañado parlamento de Iguala, decidieron abandonar Guerrero y proseguir su lucha contra Huerta en otras entidades, medida que ellos creían favorable para Ambrosio, pues éste, según su opinión, salvaría la vida y sería dejado en paz ante la desaparición de sus hermanos del campo bélico del estado; por otro lado, ellos pensaron que su ausencia en la entidad también sería positiva para las fuerzas maderistas, ya que ante la falta de un mando militar y político único entre las fuerzas revolucionarias de Guerrero, los Figueroa y los zapatistas continuaban con fricciones, que entorpecían su labor.

Sin embargo, el gobierno espurio reaccionó con rabia ante el fracaso de su burda maniobra y mandó de inmediato fusilar a don Ambrosio (orden cumplida el 23 de junio de 1913 por el coronel Juan A. Poloney quien, poco después, sustituiría a Zozaya en el mando político y militar del estado).

Es entonces cuando las fuerzas defensoras de los intereses revolucionarios en Guerrero quedaron a cargo principalmente de tres hombres: Jesús H. Salgado, Encarnación Díaz y Julián Blanco quienes, durante los últimos nueve meses de la cruzada contra Huerta en Guerrero, fueron la columna vertebral del movimiento. Con excepción de la Costa Grande, en donde Silvestre G. Mariscal permanecía como un firme reducto de Huerta, el estado se hallaba filtrado por el zapatismo que amagaba continuamente a los federales, debilitando al huertismo por todas partes. El pueblo de Guerrero en armas, con un impulso creciente que se ampliaba y fortalecía a cada instante, había ganado mucho terreno en el primer trimestre de 1914, precisamente cuando la revolución norteña avanzaba implacable hacia el centro del país.

Para marzo del año mencionado, sólo en tres plazas ondeaba la bandera de Huerta: Acapulco, Chilpancingo e Iguala, que ante el impulso insurreccional habían sido aisladas lentamente. El principal baluarte era Chilpancingo, donde el gobierno disponía de casi tres mil hombres y numerosos pertrechos de guerra, que incluían cañones y baterías de montaña, razón por la cual, Jesús H. Salgado reunió en Cuetzala del Progreso una junta de jefes revolucionarios zapatistas, para planear el asalto definitivo a la capital del estado, que estaba defendida por los generales Luis G. Cartón, Juan A. Poloney, Paciano Benítez y el coronel Martín Vicario.

La captura de esta plaza, fortificada a conciencia por los militares, fue, sin duda, la operación más importante de la campaña revolucionaria contra Huerta en Guerrero; una verdadera hazaña del pueblo armado, en la que éste exhibió su valentía y su coraje. El plan de ataque se formuló así: Encarnación Díaz y sus fuerzas quedaron en las inmediaciones de Mezcala, para contener el paso de apoyos que pudieran movilizarse de Iguala a Chilpancingo; Jesús H. Salgado y Heliodoro Castillo atacarían por occidente, desde los rumbos de Amojileca y Chichihualco; las fuerzas zapatistas del oriente de Guerrero, unidas a las que llegaron de Puebla y Morelos, lo harían dirigidas por Emiliano Zapata en persona, quien estableció su cuartel general en Tixtla; por su lado, don Julián Blanco llegó de Dos Caminos y se situó al sur de la plaza, en la salida hacia Acapulco.

A mediados de marzo, Chilpancingo quedó sitiada, y a partir del 19 se intensificó el ataque, el cual fue incansable, persistente y, cada vez, más sangriento. Los sitiados resistieron con éxito las primeras acometidas, pues las armas de largo alcance mantenían a raya a los atacantes, pero el cerco iba estrechándose. Poco a poco, los víveres fueron escaseando en la ciudad y la situación de los defensores se hizo angustiosa; no obstante, aún así, resistieron con fuerza y valentía.

Después de casi una semana, Encarnación Díaz apareció por Zumpango, y en un rasgo audaz y temerario rompió la defensa facilitando que el resto de los grupos atacantes se precipitara al unísono sobre la ciudad, como un verdadero alud. Fue entonces cuando Cartón, convencido de su derrota, evacuó Chilpancingo con dirección a la Sierra Madre, por el rumbo de Petaquillas, pero las fuerzas de don Julián Blanco lo persiguieron, le dieron un golpe demoledor matando a Poloney en la batalla, capturándolo a él y a su Estado Mayor, y decomisándole sus valiosos pertrechos, que finalmente fueron a parar a manos de la gente de Zapata, pues éste se los pidió a Blanco, quien no tuvo empacho en proporcionárselos.

Los jefes prisioneros –Cartón, Benítez y el coronel Leandro Peza– fueron llevados a Tixtla, en donde el propio Zapata los sometió a un Consejo de Guerra. Cartón y Peza –hijo del poeta Juan de Dios Peza– fueron sentenciados a muerte y Benítez, sólo a prisión. La ejecución se efectuó en Chilpancingo el 6 de abril. De los jefes defensores de la plaza, sólo Vicario logró escapar.

La captura de Chilpancingo facilitó, poco después, la toma de las dos plazas restantes en poder de los federales: Iguala y Acapulco. La primera cayó en manos de Castillo, Salgado y Díaz el 11 de abril de 1914, y Acapulco en las de Julián Blanco el 8 de julio del mismo año. De esta manera se consumó la conquista de todo el territorio del estado por las fuerzas revolucionarias.

Merece mención el hecho de que no todos los guerrerenses destacados durante el movimiento armado para cambiar el gobierno porfirista fueron leales al maderismo; algunos no dudaron en apoyar desde un principio al usurpador Huerta; entre ellos se puede recordar a Juan Andreu Almazán, a Rafael Castillo Calderón –el promotor del Plan del Zapote–, al belicoso costeño Silvestre G. Mariscal, y a Martín Vicario, uno de los iniciadores de la Revolución en Guerrero.

También es importante recordar que el movimiento antihuertista en Guerrero no sólo careció de un mando único militar y político que favoreciera su desarrollo y cumplimiento en el menor tiempo posible, sino que también se realizó alejado territorialmente de la campaña constitucionalista que avanzaba hacia la Ciudad de México, y que, por ello, siguió su propio impulso y se atuvo prácticamente a sus propios recursos. Las acciones antihuertistas en Guerrero se vincularon más, por razones geográficas, con el movimiento michoacano y con el zapatismo de Morelos; sin embargo, Huerta, conociendo personalmente el espíritu de lucha de los hombres del Sur, nunca desatendió el frente militar de nuestro estado; envió siempre a Guerrero a militares expertos de su absoluta confianza, quienes se vieron apoyados con numerosas tropas y nutridos pertrechos de guerra.

Concluimos esta entrada con el siguiente párrafo escrito por el licenciado Vicente Fuentes Díaz en su libro histórico La Revolución de 1910 en el estado de Guerrero: “En dos ocasiones –1910 y 1913– el pueblo de Guerrero se había puesto en pie para defender sus derechos. Y en ambas ocasiones lo hizo con valor y energía indomable, abriéndose paso en medio de condiciones adversas, con pocas armas, sin unidad política y militar, agobiado por arduos problemas, traicionado en varias ocasiones por quienes decían formar parte de él, abandonado a su suerte, pero con una voluntad de lucha y un amor a la libertad realmente admirables”.

(FLE)