El siguiente texto no pretende ser una relación completa de todo lo escrito como resultado del desempeño de la antropología en esta entidad. Únicamente se han seleccionado obras clásicas, monográficas y compilatorias, además de hechos y ciertos eventos que de manera cronológica narran la evolución de los estudios que se han realizado en el territorio guerrerense bajo el enfoque de la disciplina antropológica y aquellas ramas afines y justificadamente complementarias. La gran cantidad de artículos y ensayos dispersos en revistas y publicaciones no fue considerada por esta vez dado el carácter de la narración.
Un intento de conformar una bibliografía completa al respecto fue editado en 1987 y su actualización se detuvo en ese momento, mas no así la producción resultante de las investigaciones que en este particular relato hemos querido dejar consignada. Se prescindió de citar tesis no publicadas por los condicionamientos a que están sujetas para su consulta; las obras en otros idiomas tampoco han sido reseñadas, a excepción de la de Schultze–Jena, quien fue el primer antropólogo que se introdujo al estado al frente de una expedición científica atinadamente planeada. La intención es presentar únicamente una amplia visión para informar al lector y despertar su curiosidad sobre este campo de estudio por demás interesante.
Panorama histórico.
La región de México localizada en el extremo sur de su territorio había sido objeto de variadas apreciaciones que contribuían históricamente a alimentar toda una leyenda de potenciales riquezas, aislamiento, incomunicación, rebeldía y –sobre todo– de inseguridad y violencia para muchos de sus descriptores. Sin embargo, esas mismas incógnitas habrían despertado un marcado interés de parte de emergentes y temerarios estudiosos cuyos testimonios han logrado conformar a través del tiempo –y sobre todo en las últimas décadas– un ya valioso bagaje de conocimientos antropológicos sobre algunas de las culturas asentadas en este contrastante y agreste paisaje geográfico que se diluye gradualmente hasta las arenosas playas del océano Pacífico.
Antes de configurarse la curiosidad metodológica y sistemática de la antropología las primeras referencias sobre el contexto geográfico y el carácter o naturaleza de los habitantes del estado de Guerrero fueron las provenientes de conquistadores, visitadores, religiosos, exploradores, viajeros y cronistas que cruzaron su territorio por diversas razones y derroteros. Entre los primeros descriptores, sólo a manera de ejemplo, están los autores anónimos de la Summa de visitas y los rubricantes de los Papeles de la Nueva España o “relaciones geográficas” editados por don Francisco del Paso y Troncoso en 1905 y 1906 y que, junto con su obra Epistolario de la Nueva España 1505–1818 proporcionan una amplia visión no sólo del estado, sino de varias regiones del país.
Del mismo carácter son la Descripción del arzobispado de México hecha en 1570 y otros documentos y la Relación de los obispados de Tlaxcala, Michoacán y otros lugares del Siglo XVI, editados por don Luis García Pimentel en 1897 y 1904, respectivamente. Entre estas obras, aunque no muy convencidos de la veracidad de sus datos, los etnohistoriadores agregarían Theatro americano. Descripción general de los reynos y provincias de la Nueva España y sus jurisdicciones de Joseph Antonio de Villa–Señor y Sánchez; menciona varias jurisdicciones de Guerrero y fue impresa en 1746–1748.
Todos estos documentos mencionados están referidos a los primeros siglos de la dominación española y deben considerarse como otras tantas “relaciones geográficas”, mismas que respondían a los requerimientos de la metrópoli para conocer sus expansiones o colonias en el nuevo mundo. Un buen número de estos documentos fueron localizados y publicados en épocas subsecuentes y contemporáneas por otros estudiosos y contribuyeron a cimentar el conocimiento de la etnohistoria de Guerrero.
Otro tipo de cronistas o viajeros, Alexander von Humboldt entre los más destacados, escribieron sus observaciones. Una de las crónicas más drásticas provenía de un historiador español avecindado en nuestro país en el Siglo XIX, que decía:
“Tierra Caliente, provincia del Sur, o estado de Guerrero, pues con los tres nombres se designa el punto que nos ocupa, es un oasis y un desierto, pues participa de la atractiva belleza del primero y de la triste soledad que marca el aspecto del segundo…
“La gente que habita el sur trae su origen de la mezcla de la raza india primitiva y de la negra; su color, generalmente hablando, es moreno oscuro, toscas sus facciones y el cabello muy áspero, abundan los de cutis cetrino y es muy considerable el número de pintos…”
Otros observadores, en épocas posteriores, vislumbraban –desde las fértiles planicies del valle del Balsas– las potencialidades de sus grandes montuosidades magníficamente arboladas y de otros recursos relevantes:
“Una excursión por estos grandes bosques, a lo largo de las cumbres debería tentar a los cazadores, los arqueólogos, los mineros. Los cazadores encontrarían ciervos de cola blanca, jabalíes, gatos salvajes…. Los arqueólogos explorarían las cavernas… donde hay osarios de razas desaparecidas, ídolos, cerámica, utensilios indígenas. En cuanto a los mineros, constatarían la presencia del oro en la grava o arena de casi todos los barrancos y buscarían río arriba las afloraciones de cuarzo…”, decía Louis Lejeune, un escritor, minero y viajero francés en 1897.
Después de este tipo de testimonios la primera referencia histórica de carácter incipientemente antropológico para el estado de Guerrero se da a conocer el 18 de agosto de 1897 en el periódico El Imparcial, de la Ciudad de México, con la nota “Chilpancingo. Descubrimiento de una vieja ciudad mexicana”, que se refería al hallazgo de las ruinas de la ciudad mítica de Quechomictlipan (“Omitlán”), resultado de las correrías de un inquieto ingeniero minero estadounidense llamado William Niven. Ese mismo año la noticia se dio a conocer tanto en Europa como en Estados Unidos.
Niven realizó varios de sus hallazgos en la parte central del estado; siguiendo el curso del cañón del Zopilote hizo excavaciones en lugares como Xalitla, Xochipala, Yextla, El Naranjo, Zumpango del Río y hasta en lugares tan occidentales como Placeres del Oro (Coyuca de Catalán), donde descubrió un interesante sepulcro prehispánico. Las evidencias de sus estudios y descubrimientos se publicaron en inglés en 1896 y 1897, pero las notas de sus diarios de campo permanecen inéditas en el Museo de Historia Natural de Nueva York.
La descripción del sepulcro de Placeres del Oro sería hecha posteriormente en 1911 por Herbert Spinden en una publicación estadounidense. Aún con el paso del tiempo, los escritos de Niven son referidos como fuente en los más recientes estudios de la arqueología de Guerrero.
Las actividades de Niven no fueron muy apreciadas a nivel local por las autoridades estatales de la época, pues además de sus excursiones arqueológicas en sus diversas travesías recabó y difundió la leyenda de que los restos del último emperador azteca, Cuauhtémoc, yacían en algún lugar del norte o centro del estado. Para el gobierno estatal de 1897 estas “supercherías históricas” tanto del norteamericano como de otros personajes locales no merecieron ninguna consideración de credibilidad y tanto Niven con su aportación a la arqueología guerrerense como los difusores de la versión desaparecieron del escenario historiográfico nacional. Debería de pasar más de medio siglo para que la leyenda del sepulcro de Cuauhtémoc volviera a cobrar vida.
Otras menciones tempranas sobre el estado de Guerrero se refieren, una de ellas, a la descripción del “monolito de Huitzuco (estado de Guerrero, distrito de Iguala)” hecha por JM de la Fuente de una pieza de roca basáltica completamente pulida y labrada a escuadra. El autor admite que su descripción e interpretación del monolito deberían ser corroboradas por verdaderos especialistas y la publica en las Memorias y Revista de la Sociedad Científica “Antonio Alzate”, en 1900.
Efectivamente, esta “lápida de Huitzuco” fue reconocida nada menos que por el destacado americanista alemán Eduard G. Seler, que vio en ella su origen mexica a pesar de haberse encontrado en una región en la que se hablaban otros idiomas, pero dentro de un corredor comercial y militar azteca que pasaba por la cuenca del río Balsas hasta llegar a Acapulco y Tierra Caliente. La lápida representa en su parte superior la figura en relieve de “un personaje masculino con los brazos y las manos abiertos, como suelen representarse los dioses en los códices, cuando no portan en las manos ningún atributo o instrumento”, y así va describiendo e interpretando todos los detalles de los relieves.
La obra de Seler es reconocida ampliamente por la antropología mexicana y en algún momento mostró interés por realizar proyectos arqueológicos en la parte “chontal” del estado (en ese tiempo, aun cuando ya la lengua había desaparecido, se le suponía localizada en una área comprendida por Tetipac, Taxco, Iguala, Cocula, Arcelia, Ixcateopan y Pilcaya) para lograr secuencias culturales que permitieran establecer la cronología de las culturas mesoamericanas. Gracias a su influencia logró, en 1910, la creación de la Escuela Internacional de Etnografía y Arqueología Americana, de la cual fue su primer director. Dejó México en 1911 y murió en Berlín en 1922. Su interpretación de la lápida de Huitzuco se dio a conocer hasta 1953 en la revista Yan.
La otra referencia se ocupaba de un aspecto lingüístico, pues se trataba de un “vocabulario en lengua cuitlateca de (San Miguel) Totolapan” publicado en 1903 por don Nicolás León, pionero de los estudios antropológicos en el país, en los Anales del Museo Nacional de México. Para mediados del Siglo XX esta lengua también había desaparecido por completo, pero algunos antropólogos recabaron a su paso y en diversas épocas por la región de San Miguel Totolapan, Ajuchitlán del Progreso y Atoyac de Álvarez (Tierra Caliente y Costa Grande) varios vocablos aislados retenidos insólitamente en la memoria de algunos vecinos (Weitlaner en 1936, Hendrichs en 1939, McQuown en 1940, Valiñas en 1979).
Esta situación nos proporciona una idea de la amplia área que en la época prehispánica cubría la cultura cuitlateca: Cutzamala, Pungarabato, Tlapehuala, Tlalchapa, San Miguel Totolapan, Ajuchitlán, Coyuca de Catalán, Coahuayutla. La Unión, Apaxtla, Petatlán, Tecpan, San Jerónimo y Atoyac.
Debido tal vez al movimiento revolucionario, aunque los Anales del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnología no dejaron de publicarse, las referencias hacia los aspectos culturales de Guerrero tuvieron un receso de varios años o sólo aparecían eventualmente como noticias aisladas, con la excepción de la comunicación de Adela Breton C. sobre los “Manuscritos que existen en el Museo Británico” aparecida en la revista Ethnos en 1922.
Uno de los documentos consistía en un “Yndice de los curatos y vicarías, con la razón de lenguas y distinción de alcaldías mayores”, hecho tal vez en 1768, que se refería a la conformación poblacional de las diócesis de México. En la de Puebla, adonde pertenecía parte del territorio guerrerense, figuraban la “Alcaldía de Tixtla: Tixtla y Apanco, lengua mexicana. Alcaldía de Chilapa: Chilapa, Tlacozautitlan, Ahuacouzinco, Zitlala, Cachultenango y Chacalinitla, lenguas mexicana y tlapaneca; frailes evangelizadores agustinos. Alcaldía de Tlapa: Atlistaca, Totomistlahuacan, Atlamaxalcingo, Acatlán de la Costa, Xochihuehuetlán, Huamiestitlán, Cualac, Olinalá, Tlapa y Alcozauca; lenguas mixteca, tlapaneca y mexicana; frailes evangelizadores agustinos”.
En el mismo año se dio a conocer el hallazgo de la “máscara de Malinaltepec”, objeto de mosaico con incrustaciones de jade, producto de una exploración arqueológica realizada por Porfirio Aguirre, ayudante del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, dirigido en ese tiempo por don Luis Castillo Ledón.
Por la calidad de su elaboración y belleza, la autenticidad de la máscara fue puesta en duda y dio origen a muchas controversias, por lo que fue necesario el dictamen aprobatorio de reconocidos estudiosos, entre ellos el ya mencionado William Niven, que para ese entonces todavía vivía en el estado, y Hermann Beyer, arqueólogo alemán fundador de la prestigiada publicación El México Antiguo yde la Sociedad Alemana Mexicanista. La máscara se exhibe actualmente, en un lugar sobresaliente en la Sala de las Culturas de Occidente del Museo Nacional de Antropología (MNA).
Resulta oportuno decir que la Sociedad Alemana Mexicanista se conformó a partir de un grupo de 12 inmigrantes alemanes que desde fines del Siglo XIX y principios del XX mostraban interés por el pasado prehispánico y colonial mexicano, así como por su población indígena. Por tal razón se reunían de manera informal para intercambiar observaciones y excursionar en diversos pueblos y sitios de su interés. La sociedad se fundó en 1923 y a ella se incorporaron varios investigadores mexicanos que la consolidaron y aseguraron la continuidad de El México Antiguo, cuyo primer volumen apareció entre 1919 y 1922.
La siguiente aproximación antropológica al conocimiento de las culturas asentadas en el estado fue la que se refería a unas “Notas sobre la lengua tlapaneca de Guerrero” de Paul Radin, etnólogo de origen polaco, y publicadas en EU en 1932. Los informantes de Radin fueron tres jóvenes internos en la “casa del estudiante indígena” en la Ciudad de México originarios de Azoyú e Iliatenco (Malinaltepec).
Será a fines de la década de los años 20 y principios de los años siguientes que, incipientemente, empezarán a incursionar en territorio guerrerense verdaderos interesados en los múltiples aspectos antropológicos de la entidad, que hasta ese entonces se presentaba ante ellos como una verdadera incógnita y un auténtico reto.
Pudo haber sido la regularización oficial del tránsito de la carretera México–Acapulco, terminada en 1928, el hecho que vino a franquear, en parte, la legendaria inaccesibilidad y el aislamiento ancestral de la entidad sureña. Además por la parte del gobierno estatal entre 1939 y 1940 se dio un énfasis en la comunicación carretera al interior de la entidad con vías para comunicar Iguala–Teloloapan–Arcelia– Pungarabato (Cd. Altamirano), Chilpancingo–Chichihualco y Chilpancingo–Tixtla–Chilapa.
Entre 1929 y 1930 un geógrafo y antropólogo alemán, Leonhard Schultze–Jena (1872–1955), realizó un recorrido por la región de La Montaña y registró mitos, leyendas y lugares sagrados de los nahuas, mixtecos y tlapanecos, además de describir sus recursos naturales y muchos aspectos de la cultura material, el paisaje y los sistemas agrícolas de la población indígena de Chilapa, Zitlala, Tlapa y Malinaltepec.
En el aspecto lingüístico anotó y presentó asimismo varios textos en mixteco y tlapaneco. Las excelentes fotografías que acompañan a su obra nos muestran además los tipos físicos de esta región; sin embargo, y lamentablemente, aunque multicitado en diversas publicaciones sobre la Montaña de Guerrero, el libro de Schultze Jena titulado Bei den Azteken, Mixteken und Tlapaneken der Sierra Madre del Sur von Mexico –editado en 1938– permanece hasta nuestros días en su idioma germano original.
Durante los años 30 uno de los postulados y reclamos de la Revolución, la educación rural, aún se mostraba errática y vacilante. El México rural de entonces era en significativa proporción un México indígena y en ello podría radicar el fracaso de tantos bien intencionados experimentos realizados por los ideólogos a cargo de esta política educativa, Moisés Sáenz y Rafael Ramírez.
Uno de los más infranqueables desafíos era alfabetizar en español a individuos que hablaban en conjunto más de 50 lenguas indígenas, todas estructuralmente diferentes entre sí. La solución podría ser aprovechar la lengua nativa como paso previo a la enseñanza del español, ya que esa lengua, aunque ágrafa, tenía su propia gramática, y si ésta era conocida por el individuo le sería más fácil aprender la lengua castellana.
Esta era una de tantas alternativas que se presentaban para superar este escollo educativo, aunque muchos abogaban porque el indio se convirtiera así en un mexicano bilingüe sin renunciar a su origen cultural. Moisés Sáenz viajó a Guatemala en 1931 con el afán de conocer más a fondo la identidad del indio americano en los distintos paisajes geográficos del continente. Ahí entró en contacto con William Cameron Townsend, un misionero estadounidense, religioso convencido de la investigación lingüística entre los idiomas minoritarios en el mundo que no hubieran sido estudiados ni puestos bajo forma escrita.
Niño olmeca de Zumpango.
Townsend y su esposa se habían instalado y convivido con los indígenas cakchikel y, sobre todo, aprendido perfectamente el idioma local. Para 1926 Townsend ya había logrado “un análisis estructural del sistema verbal cakchikel y por ende se convirtió en uno de los primeros hombres en tener éxito en describir el complicado sistema gramatical de un idioma vernáculo a base de su propia estructura”. Después confeccionó un alfabeto cakchiquel “adaptado tanto como fuera posible al alfabeto castellano, el idioma mayoritario”. Creó un “método psicofonético” para enseñar a leer a la gente y editó cartillas en las que incorporó su técnica, pues había establecido también una pequeña imprenta. Esto le permitió realizar campañas de alfabetización para adultos con ayuda de los maestros locales y dedicarse también a fundar escuelas para niños indígenas, establecer una pequeña clínica médica, una cooperativa cafetalera, diseñar sistemas de riego e introducir nueva semillas y métodos agrícolas.
El afán y los objetivos de Cameron Townsend eran abiertamente manifiestos: la traducción a las lenguas nativas del “documento más importante de la cultura occidental, la Biblia (la base de su propia orientación espiritual)”.
Sáenz observó con gran admiración y se convenció de la bondad y efectividad del método del religioso para la alfabetización de la población local. El uso de la lengua nativa en la enseñanza le resultaba tan convincente que se convirtió en ferviente impulsor del uso de la lengua indígena como instrumento de enseñanza. El educador mexicano invitó a Townsend a México para realizar el mismo tipo de labor.
En 1935, Townsend y su esposa y algunos estudiantes ya entrenados en EU se establecieron en México y eligieron el pequeño poblado de Tetelcingo, Morelos, para experimentar su método. El pueblo estaba a menos de dos horas de la Ciudad de México y era de cultura y habla náhuatl. Desde el primer momento Townsend consiguió además del apoyo de Sáenz la comprensión de otros funcionarios, entre ellos el secretario del Trabajo, licenciado Genaro Vázquez V., quien autorizó que las cartillas de Townsend se publicaran en su dependencia oficial.
Posteriormente un accidente histórico hizo que el presidente Lázaro Cárdenas en una de sus giras visitara el pueblo de Tetelcingo y quedara gratamente sorprendido de la labor del lingüista. Desde ese momento, Townsend fue requerido para ampliar su acción a los otros grupos indígenas de México y estableció una amistad particular que se haría evidente en la difusión que Townsend hizo en EU en defensa de la labor política, social y económica del régimen de Cárdenas y, sobre todo, de la expropiación petrolera.
Con este invaluable aliento, Townsend fundó el Summer Institute of Linguistics o Instituto Lingüístico de Verano (ILV), con sede en la Ciudad de México, como lugar de reclutamiento y formación de sus misioneros lingüistas, los cuales se dispersaron por el país hasta elegir el lugar en el cual se establecerían –generalmente por parejas matrimoniales–. Se trataba de convivir con los indígenas, aprender su lengua a la perfección, analizar su estructura, recoger el léxico, la fonética, los significados y darle al habla una expresión gráfica en signos del alfabeto latino.
Al estado de Guerrero los primeros misioneros llegaron en 1938 y se dirigieron a la región de Tlapa; ellos eran Herman Aschmann y Hubel Lemley, quien se estableció en Tlacoapa. Posteriormente, en 1942, Robert Cloy Stewart y George M. Cowan visitaron Xochistlahuaca, la población amuzga de la Costa Chica. Cowan publicó los resultados de esta visita y sus primeros vocabularios recabados sobre la lengua indígena del lugar. Stewart y su esposa Ruth regresaron, en 1945, para radicar por años en el pueblo donde, en 1948, los encontró Moisés T. de la Peña, quien con su equipo realizaba palmo a palmo un estudio socioeconómico sobre el estado de Guerrero. De este encuentro el investigador, no muy objetivo, asentó posteriormente:
“Los amusgos de Xochistlahuaca han tenido la fortuna de que la Universidad de Oklahoma, EU, haya elegido este lugar como residencia de un matrimonio estadounidense de antropólogos y filólogos (Mr. Robert Steward) [sic], que están estudiando esta misteriosa y difícil lengua, estudio que permitirá conocer la procedencia y parentesco de este pueblo del que nada se sabe. Para ganarse la confianza de los indios este joven matrimonio realiza una apostólica labor atendiéndoles en sus enfermedades gracias a la ayuda de Servicios Coordinados de Chilpancingo, que hace envíos periódicos de medicamentos… Es frecuente que en noches lluviosas se les llame con urgencia para visitar enfermos en lugares lejanos, a donde van a pie, pues carecen hasta de un caballo”.
Como a varios misioneros del ILV, a los Stewart no les fue fácil introducirse a la sociedad indígena. Además del escepticismo de los lugareños sufrieron constantes ataques de los sacerdotes católicos de la región, dada también la labor de proselitismo que sin reserva llevaban a efecto. Esto ocasionó que los conversos o “limpios” se separaran de los “sucios” o tradicionalistas católicos, división que llegó a adquirir visos de clara violencia intestina. Cloyd Stewart participó en 1949 en la IX sesión del Congreso Mexicano de Historia celebrado en Chilpancingo, con una ponencia sobre la lengua y narrativa de los amuzgos de Xochistlahuaca. Tiempo después se agregarían a los Stewart, Amy Bahuernschmidt y Marjorie Buck.
Los misioneros que se establecerían posteriormente en otros lugares de Guerrero fueron Robert Hills y su esposa Marion, quienes, junto con Leo Pankratz, llegaron para estudiar el mixteco de Ayutla de los Libres, Mark y Esther Weathers para el tlapaneco de Malinaltepec, junto con Carl F. Zylstra en Alacatlatzala, David y Elena Mason para el náhuatl del centro del estado, Edward Overholt para el mixteco de Metlatónoc.
Además en un momento dado los lingüistas del ILV aplicaron pruebas de inteligibilidad interdialectal entre los amuzgos de Xochistlahuaca, Zacoalpan, Cochoapa y Huehuetónoc; de mixteco entre los hablantes de Ayutla, Cuatzoquitengo (Malinaltepec), Cahuatache (Xalpatláhuac) y Metlatónoc; de náhuatl en Acalmani (Ayutla), Atliaca (Tixtla), Copalillo, Totolapan, Quetzalapa (Azoyú) y Acatepec (Ometepec). Del centro del estado analizaron el náhuatl de Coatepec Costales, Tlacuitlapa y Los Sabinos (Teloloapan) y de Chilacachapa (Cuetzala del Progreso).
La obra de todos ellos se tradujo en material de alfabetización y de lectura, cartillas para aprender el propio idioma y el español, variadas ponencias científicas en congresos nacionales e internacionales y textos en múltiples publicaciones sobre diversos aspectos de la idiomática indígena de México. Así también editaron diccionarios y literatura en lengua nativa, lo mismo que manuales de prácticas agrícolas o de sanidad. Asimismo daban asesorías a las dependencias oficiales indigenistas y de educación y, sobre todo, se entregaban a la traducción del Nuevo Testamento a la lengua respectiva. Marcus Weathers inclusive tradujo al tlapaneco de Malinaltepec para el gobierno estatal y su Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia el documento Derechos fundamentales del individuo en los años 70.
En 1974, un grupo de estudiosos de las ciencias sociales en México, antropólogos, sociólogos, técnicos, especialistas y estudiantes acusó a los cerca de 250 integrantes del ILV de desempeñarse como agentes de penetración ideológica, cuyas actividades “habían puesto en evidencia sus ligas con los centros de hegemonía imperial” y de ser una “agencia seudocientífica vinculada a la CIA”. Fue también acusado de transgredir algunos articulados constitucionales y de ocasionar “divisiones en el seno de las comunidades que constituyen un freno para su organización y la defensa de sus derechos comunes”. La presión de la supuesta opinión pública provocó que aquella invitación primera del presidente Cárdenas el convenio confirmatorio del presidente Ávila Camacho y el respectivo refrendo del mandatario López Mateos del tratado a terminar en 1990 se diera por anulado el 21 de septiembre de 1979.
William Cameron Townsend (1896–1982) fue el autor de la biografía más calificada de Lázaro Cárdenas del Río y en 1958 recibió del Gobierno de México la condecoración de la Orden del Águila Azteca.
Y será precisamente en los últimos años 30 cuando se irán conformando incursiones tentativas de tipo antropológico o afines y complementarias a éste, cuyos resultados serán conocidos a partir de los años 40. Para el efecto un acontecimiento había venido a propiciar el medio por el cual las inquietudes y curiosidades científicas de ya varios antropólogos y estudiosos en el país verían impresas las notas sobre sus incursiones en la entidad guerrerense, en una publicación creada para tal fin de divulgación.
En 1919, Hermann Beyer, ya mencionado anteriormente, fundó la publicación El México Antiguo “revista internacional de arqueología, etnología, folklore, prehistoria, historia antigua y lingüística mexicanas”. Por lo que en su momento significó, pues hacía falta “un órgano para publicar el cúmulo de investigaciones” que para ese tiempo se realizaban en el país y en particular en la entidad, destacaremos algunas noticias y artículos contenidos en tal revista.
Para 1939 habían aparecido cuatro volúmenes y en el último de ellos se dieron a conocer contribuciones referidas al estado de Guerrero y a una lengua indígena ya extinguida: “Un estudio preliminar sobre la lengua cuitlateca de San Miguel Totolapan, Gro”. de Pedro Rodolfo Hendrichs y otro sobre el mismo tema del ingeniero Roberto J. Weitlaner: “Notes on the cuitlatec language”. Hendrichs hacía una pequeña introducción etnográfica sobre Totolapan describiendo las peripecias del viaje, las casas, la iglesia, los tipos humanos, las leyendas, etcétera. Ambos investigadores realizaron sus breves informes lingüísticos con vocablos que eran ya los vestigios del cuitlateco. Hendrichs además, en la misma revista, presentó “Der Stein von Tecpan” (El monolito de Tecpan) que es un tlachtemalacatl que se distinguía de otras piedras por su construcción en forma de una columna cuyo extremo superior remata en una rueda con su agujero central, igual a los anillos para el juego ritual de pelota en las culturas antiguas mexicanas. Se informaba además de otros elementos arqueológicos cerca del pueblo de Petatlán, mientras que la estela se conservaba en su lugar original, Tecpan de Galeana.
Monolito de Tecpan
En el mismo número, el historiador coterráneo Miguel F. Ortega presentó “Extensión y límites de la provincia de los yopes a mediados del siglo XVI”. En base a documentos del siglo mencionado delimitaba la región que ocupaban los yopes y elaboraba un mapa de la misma. Al norte se encontraba limitada por el río Omitlán –uno de los principales afluentes del río Papagayo–, al sur por el océano Pacífico, al oriente por el río Nexpa o Ayutla y al poniente por el río Papagayo, en ese entonces llamado Xiquipila o de los Yopes. De acuerdo con los límites se puede decir que los yopes habitaban lo que actualmente son los municipios de San Marcos y Tecoanapa, en una superficie aproximada de 2000 km2.
Uno de los números del tomo V de 1941 estuvo dedicado expresamente al estado de Guerrero y en él se trataron diversos aspectos culturales aunque casi todos ellos referidos a la región noroccidental del mismo. Hendrichs y Robert H. Lister se ocuparon ambos, por separado, de describir e interpretar las ruinas en un cerro cercano a Acapetlahuaya (Gral. Canuto A. Neri), muy cerca de la carretera Iguala–Teloloapan–Arcelia. Hendrichs cuestionaba “¿Es el arco de Oztuma de construcción azteca?”, mientras describía la técnica de su construcción comparada con la de los restos de las fortificaciones que los aztecas habían levantado para sus luchas contra los tarascos. Al final se cuestionaba “si el arco de Oztuma es de origen azteca o si fue obra de los primeros colonos españoles”. Lister, en “Cerro Oztuma, Guerrero”, se ocupó de estudiar las extensas obras de fortificación: “trincheras”, zanjas, plataformas, bardas y una gran cantidad de ruinas de casas, pirámides y patios [que] dan testimonio de la importancia que esta fortaleza tuvo en épocas del pasado”.
Sobre el arco antes mencionado aseveró “que los aztecas no conocían el arte de construir arcos por medio de una piedra clave”, por lo que resultaba un problema su procedencia ya que no existían edificios coloniales en los alrededores. Nuevamente, en el mismo número, Hendrichs aportó en tres partes sus “Datos sobre la técnica minera prehispánica”. En vista de que no había antecedentes históricos sobre la obtención de metales, los procesos metalúrgicos y las minas prehispánicas, se dedicó a la localización de cuevas trabajadas para tal fin por los antiguos moradores en las inmediaciones del río Balsas.
De sus largos recorridos sobresalen sus datos sobre estas concavidades cercanas a San Miguel Totolapan, Ajuchitlán hasta San José Poliutla (Tlapehuala) y la cuadrilla El Tanque (Teloloapan), donde se encuentra la “Cueva del Cura”, al pie de la parte norte del Cerro del Águila (Ajuchitlán).
Arco de Oztuma en Acapetlahuaya, municipio de Gral. Canuto A. Neri.
La siguiente contribución fue la de Norman A. McQuown referida a “la fonémica de un dialecto náhuatl de Guerrero”, y se trataba de un material lingüístico recogido aprovechando un viaje que el autor hacía en unión de Pedro Hendrichs por la cuenca del río Balsas en el mes de febrero de 1941. El informante fue el señor José Terán, nativo de Ixcatepec (Arcelia), que ya no hablaba corrientemente el náhuatl y que solamente recordaba “lo que acostumbraba decir y oír cuando era todavía joven”; en ese momento el señor Terán tenía entre 30 y 40 años de edad.
Del mismo McQuown, lingüista estadounidense nacido en 1914, es el escrito “La fonética del cuitlateco”, contenido en el mismo número de El México Antiguo. El autor nos aclara la influencia que había tenido en él, el interés que había abrigado “desde hace muchos años el Sr. Pedro Hendrichs por la cuenca del Río Balsas y el estado, en general, y por una de sus escasas tribus indígenas sobrevivientes de las muchas que poblaron esa cuenca en tiempos anteriores, es decir, por los cuitlatecos, en particular, y por su idioma…” Aceptaba que los cuitlatecos se estaban extinguiendo rápidamente y que su idioma era en efecto un idioma ya muerto.
En el mejor de los casos, se podría encontrar algunas personas mayores que lo habían hablado en su niñez pero que lo habían dejado de utilizar en favor del español hacía por lo menos cincuenta años. Su afán de recabar los vocabularios cuitlatecos respondía al “acatamiento a una de las resoluciones de la Primera Asamblea de Filólogos y Lingüistas que se celebró en México en mayo de 1939, recomendando especialmente el estudio de los idiomas en vías de desaparición […] para propósitos comparativos y reconstrucción de la prehistoria de México…”
En Ajuchitlán (del Progreso), Pedro R. Hendrichs –alemán radicado en México y miembro de la Sociedad Alemana Mexicanista– invitó a don Teófilo Dondé y López, profesor de la escuela del lugar, a escribir un trabajo sobre las “costumbres cuitlatecas”, por ser “uno de los muy pocos representantes genuinos de la ya casi extinta raza cuitlateca”.
El profesor, de 77 años, relataba ingenuamente algunos aspectos de la vida pasada de su pueblo, de los antiguos mayordomos que tenían el mando civil, militar y religioso; que los españoles nombraron ayuntamientos y gobernadores de pueblos, que cuando un joven quería ser casado se buscaba un comisionado llamado Tlatuleador quien se hacía acompañar del Tepantopil del ayuntamiento para ir en comisión a ver a los padres de la novia para concertar el matrimonio, que las fiestas religiosas eran la Adoración de la Cruz, el 3 de mayo, el Plante de la Rosa, el Corte de la Rosa, la Lavada de Ropa de los Santos, la Metida de Escobas, la Enramada del Niño, etcétera. Termina advirtiendo que “cuando tenga algunos datos qué agregar a estos apuntes, continuaré informando a esa Honorable Corporación Alemana para su revista internacional”.
El siguiente artículo es “Chilacachapa y Tetelcingo”, del ingeniero Roberto J. Weitlaner, referido a esos pueblos de los municipios de Cuetzala y Tepecoacuilco, respectivamente, en las riberas del río Balsas, visitados en 1940 y 1941. Weitlaner, según las fuentes, consideraba que podrían ser asentamientos chontales pero descubrió que ambos eran de habla nahua. De Chilacachapa describe las habitaciones, la agricultura y las industrias, la vida social y las costumbres y, sobre todo, la compleja organización socio–religiosa traducida en “capillas públicas” y “capillas privadas” y hermandades relacionadas con un gran número de peregrinaciones hacia el norte del estado.
Para San Juan Tetelcingo anotaba que no obstante su proximidad a la carretera Iguala–Acapulco sus habitantes eran casi monolingües y casi la mitad de los hombres estaban afectados por el mal del pinto. Describía también las balsas hechas de bules flotadores para cruzar el río y la “Danza de los Toritos” y comparaba el dialecto local con el de Chilacachapa, cuyas diferencias resultaron mínimas.
En esos mismos tiempos (1940), Agustín García Vega manifestaba –también en este número de El México Antiguo– que debido al gran interés que existía sobre “el conocimiento y estudio de los monumentos arqueológicos del estado y la importancia que adquiere la menor noticia, por pequeña que ella sea, acerca de este asunto” se decidió a describir la experiencia al realizar una visita a un lugar entre Arcelia y Almoloya. En el mismo, uno de los varios montículos que se encontraban en el área había sido “roto con fines de saqueo por un vecino del lugar y durante las excavaciones quedaron al descubierto pequeñas porciones de las antiguas estructuras…”
El monumento arqueológico fue descrito como una construcción piramidal consistente en una planta rectangular rodeada por muros de piedra con argamasa de barro y aplanados con mezcla de cal, escalinatas, pilares, basamentos en talud, etcétera. Acompañada de croquis de los detalles de la construcción y fotografías, la “Breve noticia sobre un monumento arqueológico en Arcelia, Guerrero” del ingeniero García Vega no permitió situar ni cultural ni cronológicamente los vestigios materiales que describía, resultado de la tarea que le encomendara el Departamento de Monumentos Prehispánicos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH).
En las páginas siguientes, Hasso von Winning, antropólogo alemán nacido en 1914, realizó casi por simple curiosidad “Un viaje al sureste del estado de Guerrero” visitando pueblos de los municipios de Chilapa y Quechultenango. Es apreciable su descripción de varios detalles etnográficos; en Chilapa llamaron su atención los trapiches de madera de tracción animal movidos por bueyes; en Acatlán admiró los bordados de los huipiles de seda y las enaguas de las mujeres hechas en telar de cintura; en Hueycantenago encontró esculturas en piedra con figuras humanas hechas en bajo relieve; de ahí, a caballo, se dirigió a Colotlipa y pasó por las grutas de Juxtlahuaca, donde observó pinturas murales coloridas; en Atzacualoya encontró casi una industria de jarros y ollas de barro claro.
El hallazgo en 1932 del señor Sidonio Moreno, originario del municipio de Atlixtac, consistente en un importante lote de 57 objetos arqueológicos: piezas de oro, anillos de cobre, orejeras de obsidiana, collares de conchas, cascabeles, vasijas de alabastro, estatuillas de piedra, fue hecho del conocimiento del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía y evaluado por Eduardo Noguera en 1933, pero fue hasta 1937 cuando José García Payón visitó el lugar del descubrimiento. En esta misma publicación dio a conocer de manera amplia “Un estudio preliminar de la zona arqueológica de Texmelincan” o Tetmilincan, nombre con el que también aparece en los mapas del lugar descrito.
García Payón, no obstante su accidentada y dificultosa excavación, vislumbró una zona de gran extensión, pero por diversos factores –entre ellos el uso agrícola dado entonces a la vasta extensión del terreno– no logró más que reconocer una pequeña área y sacar a luz algunas piezas escultóricas, dos de las cuales forman ahora parte del Museo Regional de Guerrero en Chilpancingo. Las piezas del hallazgo original se encuentran resguardadas en el MNA.
Una vez más, PR Hendrichs aportó un aspecto más de la vida de algunos campesinos de habla mexicana en el área alrededor de Arcelia y de San Miguel Totolapan: “El cultivo de abejas indígenas”. Aunque había evidencias de que en épocas precortesianas la región era tributaria de miel de abejas ante los emperadores aztecas, para la época en que la visitó Hendrichs de esta actividad no quedaban evidencias plenas del pasado. En realidad esta actividad ya había caído en desuso y sólo algunos hombres denominados “mieleros” se internaban en el monte para localizar colmenas y recoger una mínima cantidad de miel. Algunos transportaban el tronco de árbol con el panal hasta su propia casa y lo colocaban en algún muro o árbol de la misma. El escaso producto obtenido era utilizado como remedio y como alimento.
El número de El México Antiguo dedicado al estado de Guerrero terminaba con una noticia de J. G. Hauswaldt que describía las figuras de barro de Tlaxmalac (municipio de Huitzuco). Buscando tesoros, algunos vecinos del lugar excavaron el cerro de La Presa y sólo encontraron más de cien figuras de barro macizo y quemado, casi idénticas, que se conservaron en la casa de uno de ellos.
El México Antiguo siguió publicándose hasta 1969, pero las referencias al estado fueron ya muy esporádicas. Las últimas contribuciones de Weitlaner fueron “Acatlán y Hueycantenago, Guerrero”, resultado de un viaje que, en unión de su hija Irmgard, realizara en 1941 a los dos pueblos mencionados, además de Chilapa, Atzacualoya, Colotlipa y Quechultenango.
Destaca en este viaje, además de los aspectos etnográficos, la detección de una variante del náhuatl, dialecto ajeno a la región y hablado por un grupo de antiguos pastores de cabras y un “vocabulario comparativo de tlapaneco, popoloca–tlapaneco y subtiaba”; el artículo se publicó en 1943. En el mismo número Hendrichs dio a conocer también una de sus últimas colaboraciones a la revista, resultado de su visita en 1942, la cual trataba de cuatro “Tlachtemalacates y otros monumentos de La Soledad”, monolitos prehispánicos de granito, esculpidos artísticamente y rematados en círculo con centro anular, que aún se encuentran en el municipio de Petatlán y en la cuadrilla de La Soledad de Maciel.
En el mismo volumen, Pedro Armillas (1914–1984), arqueólogo de origen español, dio a conocer su muy breve informe sobre “Mexiquito, gran ciudad arqueológica en la cuenca del río de las Balsas”, lugar al oeste–noroeste de Zirándaro y que junto a Amuco de la Reforma y Placeres del Oro (Coyuca de Catalán) conformaban un triángulo de gran concentración de sitios arqueológicos. Ésta fue la única contribución de Armillas a la revista de referencia.
Después, en 1946, Weitlaner, junto con Robert H. Barlow, viajó nuevamente al estado para describir las festividades religiosas de “Todos Santos y otras ceremonias en Chilacachapa, Guerrero”. Este escrito se publicó hasta 1955. Por último, Barlow, en 1947, editó en El México Antiguo la “relación descriptiva del curato de Tlacozauhtitlan”, que era una relación geográfica del Siglo XVIII signada por el bachiller Ignacio de Mier. Este pueblo del hoy municipio de Copalillo había sido cabecera de una provincia tributaria de la Triple Alianza y conquistado por Moctezuma Ilhuicamina en sus incursiones militares de sometimiento en el norte del territorio del actual estado.
Por último, y también en el tomo VI de 1947, Barlow y Byron McAfee editaron “Un cuaderno de Marqueses”, un texto que en idioma náhuatl recabó Hendrichs en el pueblo de San Cristóbal, municipio de Ajuchitlán. Aunque en este pueblo ya no se hablaba lengua indígena, al oriente de Arcelia y norte de Tlapehuala quedaban aún algunos pueblos de habla náhuatl.
Años después, otras revistas y publicaciones especializadas (Tlalocan, Revista Mexicana de Estudios Antropológicos) acogieron las colaboraciones de Barlow, Hendrichs, Weitlaner… estudiosos de los más interesados en esta región del país. Las obras de Barlow –alguna de ellas también en coautoría con Weitlaner “Expeditions in Western Guerrero: The Weitlaner Party, Spring, 1944”– serían compendiadas en más de siete tomos a partir de 1997, mientras que las de Weitlaner continuaron dispersas en múltiples artículos, ponencias en eventos diversos, revistas especializadas, memorias múltiples, etcétera.
Pieza proveniente de Mezcala.
El caso de don Roberto J. Weitlaner es digno de considerarse con atención especial. Su obra antropológica sobre el estado de Guerrero es verdaderamente remarcable, aunque nunca logró materializarla en libros monográficos. Después de su muerte, su hija Irmgard donó el archivo personal de su padre al INAH, el cual lo puso bajo custodia y a disposición de estudiantes e investigadores en la biblioteca de la Dirección de Etnología y Antropología Social donde, convenientemente catalogado, espera la consulta de los interesados.
De entre tantos manuscritos destacan una monografía histórica exhaustiva sobre la población de Ixcateopan, pero sobre todo su “Encuesta etnográfica en el estado de Guerrero”, consistente en 1700 rasgos observados en 39 localidades, todas visitadas por él en largos viajes que iban desde el Balsas hasta la costa y por la región central de la entidad. Registró datos sobre la cultura material y costumbres ligadas a ella, sobre organización socio–religiosa, prácticas de culto y del ciclo de vida, numerosos vocabularios indígenas, etcétera.
Llegó a registrar, con su respectiva denominación, hasta 30 variedades de maíz, 20 de frijol, así como 50 clases de vegetales que los indígenas consumían en época de escasez. Su visita a Chilacachapa en 1946, en unión de Barlow, marcó el fin de su presencia en el estado. Parece ser que su escepticismo para no participar en la polémica sobre la autenticidad de los restos de Cuauhtémoc, en 1949 –además de haber sido acusado de “extranjero saqueador”–, le impidió prácticamente –lo mismo que a Barlow– su regreso a la entidad.
Una obra de imprescindible consulta, tanto para los guerrerenses como para los interesados en la historia y la antropología del estado, vio la luz en 1942 con la firma de un coterráneo, el general Héctor F. López Mena, gobernador de la entidad entre 1924 y 1927. En 1933 ingresó a la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística donde se le encomendó la tarea –válida para todos los estados de la República Mexicana– de redactar el Diccionario geográfico, histórico, biográfico y lingüístico del estado de Guerrero. Tomando como base el censo general de población de 1930, con retrospectivas al de 1910, la visión totalitaria del estado que el autor resume en su enciclopédica relación de datos, pueblos, lugares y fechas, semblanzas de personajes, hechos históricos, etimologías, toponimias con su significado en lengua mexicana, fauna y flora, entre otras innumerables referencias, resulta tan satisfactoria como coherente para el momento en que aparece, antecedida por tantas aportaciones realizadas –hasta entonces– por extranjeros, quienes acudirán asimismo a ella para confirmar o comparar sus apreciaciones propias.
Al respecto, existe la suposición de que una obra anterior, inédita hasta hoy, haya servido de referencia a la aportación de López Mena. En 1904, Manuel Martínez Gracida (1847–1923), historiador oaxaqueño por vocación y “miembro honorario de la Sociedad de Geografía y Estadística de la República, de la Sociedad de Historia Natural de México y de la Sociedad Científica Antonio Alzate”, destacado como administrador de la Aduana Marítima de Acapulco, había iniciado en 1902 el Catálogo [o nomenclatura] geográfico–etimológico del estado de Guerrero, terminado en el puerto y ciudad de Campeche en 1903. Desde este lugar lo envió al entonces gobernador de Guerrero, “don Agustín Mora, el 24 de diciembre de 1903, quien me acusó recibo de la obra y lo guardó en su Secretaría Particular en vez de mandarla publicar. Esta conducta se explica; estaba enfermo y a poco murió en Puebla”.
La obra constaba de cinco secciones, “cuyos nombres [eran] los siguientes: –1/a. Geografía, –2/a. Nomenclatura Geográfica–Etimológica, –3/a. Catálogo de Flora, Fauna y Minería, –4/a. Bellezas Naturales, y –5/a. Catálogo de Coordenadas y Alturas”. Todas estas partes parecen haberse perdido con el paso del tiempo y las vicisitudes políticas recurrentes. A fines de 1920, Martínez Gracida rescató la parte correspondiente a los nombres geográficos y logró interesar a don Manuel Gamio –uno de los antropólogos más destacados de México–, director del “Departamento de Antropología y Arqueología en la Secretaría de Agricultura y Fomento”, quien dio “el consentimiento de que se pusiera en limpio”.
La advertencia de Martínez Gracida sobre el texto respectivo previene al lector de que aunque las cédulas que lo componían y que fueron salvadas del olvido no tenían la amplitud y los datos del primer catálogo, rogaba a los lectores “las vieran con indulgencia, pues éstas no habían sido ratificadas ni rectificadas como lo fueron las del catálogo primitivo. Parece que el mismo se perdió en la revolución pasada. México, D. F. 24 de diciembre de 1920. Manuel Martínez Gracida”.
La característica principal de su catálogo parecía ser exhaustiva y pretendió registrar, con su etimología respectiva en mexicano o en otra lengua indígena según el caso, todo sitio o lugar de la geografía estatal: distritos político–administrativos, haciendas, parajes, cuadrillas, pueblos, villas, cabeceras municipales, poblaciones extinguidas, barrancas, montes, cerros, planicies, cuestas, cuencas, barrancas, lagunas, ríos, arroyos, cascadas, coordenadas, linderos, mojoneras, etcétera. La nomenclatura está contenida en más de doscientas hojas mecanografiadas tamaño oficio y suman más de 2300 las fichas o menciones de lugares o puntos geográficos.
Ambas obras arriba mencionadas resultan de consulta complementaria obligada para los estudiosos de las ciencias sociales referidas al estado de Guerrero.
Toda la casi pasión que Pedro Rodolfo Hendrichs le profesaba a Tierra Caliente y todo el noroeste de Guerrero, “la tierra que destilaba leche y miel”, llegó a verla concretada él mismo en su obra más reconocida: Por tierras ignotas. Viajes y observaciones en la región del río de las Balsas.
La primera parte de la misma la publicó en 1945 y en 1946 el segundo volumen, sumando más de 500 páginas entre ambas partes, donde reunió todas las notas que en cerca de una década recabó el antropólogo alemán en sus viajes por la parte noroeste del estado. Es la expresión de un exhaustivo y sistemático trabajo de campo muy de acuerdo con la práctica antropológica de la época. En sus amplios recorridos logró describir la geografía y los recursos naturales, los habitantes, sus actividades económicas y sus técnicas peculiares y rudimentarias, sus costumbres y creencias. Pudo asimismo proporcionar una panorámica de la desintegración de los pueblos indígenas y su conversión a campesinos en aprehender dificultosamente los desvanecidos rasgos del grupo cuitlateco en sus últimos resguardos: Changata (Ajuchitlán), Tecomatlán (Cocula) y Totoltepec (Teloloapan). En vislumbrar, ante la apertura de los caminos vecinales, el empuje de los capitales y las mercancías que penetraban en las “tierras ignotas”, llevando consigo un caudal de cambios que revolucionaban y transformaban en sus habitantes la concepción del mundo, los intereses y las aspiraciones del campesino y la emigración de éste ante la escasez del agua, debido a la tala inmoderada de los bosques.
Esta magnifica obra se convirtió, con el paso de los años, en una rareza bibliográfica; sin embargo, en 2003, por iniciativa de una asociación regional denominada “Movimiento Cultural de Tierra Caliente, A. C.”, la Presidencia Municipal de San Miguel Totolapan tuvo la encomiable decisión de reeditarla en una versión facsimilar que comprendió sus dos tomos originales de 1945.
La curiosidad antropológica que inspiraba el occidente de México motivó, a fines de septiembre de 1946, la realización de la IV Mesa Redonda de Antropología, que en esta ocasión se dedicara a los aspectos históricos y antropológicos de esa gran región del país, dentro de cuya área se consideraba a los estados de Guerrero, Michoacán, Nayarit, Jalisco y Colima.
El evento, organizado por la Sociedad Mexicana de Antropología, tuvo como sede la Ciudad de México y reunió un buen número de especialistas de los diversos aspectos históricos y antropológicos de esas entidades. Previamente, y con el fin de obtener información para dicha reunión, tanto Weitlaner como Pedro Armillas habían realizado, cada uno por su lado, “expediciones por el occidente de Guerrero” en 1944. Weitlaner se hizo acompañar por Robert H. Barlow y Armillas por Ignacio Bernal y Pedro H. Hendrichs. En realidad estos investigadores regresaban a Guerrero una vez más, como hemos reseñado en páginas anteriores. Armillas ya había realizado en 1942 un levantamiento topográfico en Oztuma, lugar de la fortaleza militar azteca, situado en el municipio de Teloloapan, por lo cual es considerado también como un pionero del conocimiento arqueológico del estado de Guerrero. El grupo de Armillas realizó un recorrido a caballo a lo largo del río Balsas hasta su desembocadura, desde Arcelia a Tetela del Río, Santo Tomás, San Miguel Totolapan, Ajuchitlán, Coyuca de Catalán, Los Placeres, Zirándaro, San Jerónimo, la Hacienda de las Balsas, una fracción de Michoacán con Angamio, Churumuco, Pizandarán, Rancho del Limón, Petacalco, el delta del Balsas, Zacatula, Coyuquilla, La Unión y Zihuatanejo.
Después, en vehículo automotor, el grupo recorrió la Costa Grande hasta llegar a Acapulco. La cabalgata del Weitlaner, según su propio mapa de la expedición, partió de la estación ferroviaria de Balsas hacia Coyuca de Benítez y llegó a Tlacotepec, El Naranjo, Huerta Vieja, Corral de Piedra, Yeztla, Izotepec, Pueblo Viejo I, Xaleaca, Santa Bárbara, San Cristóbal, Ceutla, Tepetixtla, Pueblo Viejo II, Tixtlancingo, Coyuca de Benítez, y retornó hacia el norte por Camotal, El Frío, Pandoloma, Otatlán, Pueblo Viejo III, Plan de Plátanos, Tehuehuetla, Totolapan y Ajuchitlán.
Cráneo con incrustaciones de turquesa.
Las expectativas fueron generosamente satisfechas y también plenas de sugerentes incógnitas; además de visitar las poblaciones y describir los paisajes de los tramos del camino, puntualizar cartográficamente los sitios arqueológicos y recabar las muestras de ellos, todas sus observaciones estuvieron listas para ser resumidas en las intervenciones de esos investigadores. Así, en el evento, sobresalieron las aportaciones referidas al estado de Guerrero, todas reunidas en un volumen: “Somatología de la población de Guerrero”, de Javier Romero; “Arqueología del occidente de Guerrero” y “Arqueología central, occidental y de Guerrero. Provincias arqueológicas”, de Pedro Armillas; “Exploración arqueológica en Guerrero”, de R.J. Weitlaner; “Tipología de la industria de piedra tallada y pulida de la cuenca del Río Mezcala”, de Miguel Covarrubias; “Tres complejos de cerámica del norte del Río Balsas”, de Robert H. Barlow; “Ceramic Stratigraphy at Acapulco, Guerrero”, de Gordon F. Ekholm; “Breve noticia sobre Oztotitlán [Teloloapan], Guerrero”, de Hugo Moedano Koer; “An Archaelogical Survey of de Region about Teloloapan, Guerrero”, de Robert H. Lister; “Situación lingüística del estado de Guerrero”, y “Etnografía del estado de Guerrero”, de R. J. Weitlaner, y “Apuntes para la historia antigua de Guerrero (Provincias de Tepequacuilco y Cihuatlán)”, de Robert H. Barlow. La IV Reunión de Mesa Redonda. El Occidente de México, se editó en 1948.
Otra obra importante de consulta complementaria, pero indispensable para la antropología del estado de Guerrero, fue la aparecida en 1949, Guerrero económico, de Moisés T. de la Peña. El estudio fue una encomienda del gobierno estatal a un equipo especializado que ya había demostrado su probidad en estudios similares en otras entidades del país.
El estudio se compendió en dos tomos y más de 1200 páginas; en el primer tomo el autor incluyó el medio físico, el medio social, la propiedad territorial, las comunicaciones y la ganadería; el segundo se abocó a la silvicultura y la pesca, la agricultura, la industria y el crédito, el comercio y el turismo y la hacienda pública.
Aunque realizada por un grupo de técnicos economistas e ingenieros, la investigación comprendía un número considerable de observaciones de carácter social y sociocultural acotadas en el discurso objetivo de una realidad de hechos, carencias y potencialidades. En todos los recorridos realizados por este equipo dirigido por De la Peña, a través de todas las regiones del estado, resaltan las observaciones sobre el aspecto humano del paisaje, unas veces hostil: “Xicayán fue para la Comisión Técnica el prototipo de la miseria, de la desconfianza y falta de cooperación del indio esquilmado, humillado y embrutecido por la ignorancia, el desamparo y el aislamiento…” (I:126), paradójicamente deprimentes, en un contexto de exhuberancia selvática: “Casi desde medio camino de Ometepec… se ve Xochistlahuaca… perdida la mayoría de las casas entre frondosas huertas de mameyes, zapotes, mangos, naranjos, plátanos y otras especies…” (I:94), o de floresta promisoria: “… tiene aquí Guerrero el mejor cielo, o el menos malo, que de poco sirve. Hay fracciones de las cimas de las montañas con ricos bosques de coníferas inaccesibles económicamente…” (I:117).
Además de este tipo de apuntamientos hay en este estudio todo un subcapítulo dedicado a la población indígena, tratada con cierta objetividad, considerando el punto de vista de los economistas e ingenieros no muy avezados en el juicio antropológico. Al final de la obra aparecen como conclusiones 95 sugerencias cuya intención es la de lograr un bienestar económico y social más solvente en toda la entidad. El prólogo fue realizado por el general Baltasar R. Leyva Mancilla, gobernador del estado, a cien años de la consolidación autónoma del mismo, para integrarse al régimen republicano de los Estados Unidos Mexicanos.
Benjamín Retchkiman K., uno de los integrantes de la comisión técnica que realizó la investigación anterior, publicó por su parte y casi en forma simultánea un estudio referido concretamente a los municipios costeros del estado. Con el mismo enfoque economicista trató la geografía, la demografía, los recursos naturales y la situación social de las 21 municipalidades ligadas geográfica e históricamente al litoral del Pacífico. El libro, denominado Recursos y problemas económicos de la costa de Guerrero, ha servido también como obra de consulta complementaria en las pesquisas sociales y antropológicas sobre esta parte de la entidad.
Entre los diversos acontecimientos a que dio lugar la conmemoración del Centenario de la Erección del estado de Guerrero sobresalió y trascendió la IX Sesión del Congreso Mexicano de Historia que se efectuó los días 8 al 18 de enero de 1949 y cuya sede fue la ciudad de Chilpancingo y las subsedes Chilapa y Tixtla, con visitas a Zumpango del Río, Iguala y Taxco. Acudieron al mismo no sólo destacados historiadores, sino también etnólogos, etnohistoriadores, geógrafos, arqueólogos, musicólogos, literatos y hasta ministros del culto católico, todos ellos especialistas en disciplinas ligadas en mayor y menor grado o complementarias con la antropología.
En el comité organizador, como miembros regionales en Chilpancingo figuraron los profesores Nicolás Wences García y Rubén Mora Gutiérrez, así como el general y licenciado José Inocente Lugo; en Chilapa participaron en este aspecto del evento el profesor Jesús Jiménez Bello y el presbítero Justino Salmerón Alcocer. El comité en la Ciudad de México lo presidían el general y exgobernador Héctor F. López Mena y el licenciado Donato Miranda Fonseca, entonces senador por el estado.
Una reseña del acontecimiento decía: “En pocas ocasiones ha acogido el pueblo con tanto entusiasmo una manifestación de cultura; los congresistas fueron en todo momento recibidos con verdaderas muestras de regocijo… El Gobernador en persona los acompañó a los diferentes lugares y presidió varias sesiones…”
El periódico Diario de Guerrero, editado en Chilpancingo, se dio a la tarea de reseñar el evento. Al efecto, agregó a sus páginas un suplemento denominado “El guerrerense”, donde cotidianamente se comentaban las ponencias o exposiciones de los participantes. En el desarrollo del Congreso, la heterogeneidad de temas fue realmente enriquecedora y sólo destacaremos algunos trabajos sobresalientes, reseñados por tal medio informativo, pues no hubo, desafortunadamente, una memoria escrita que conjuntara todos los trabajos presentados.
Cántaro con tres asas, procedente de Xochipala.
Pedro Armillas y Roberto J. Weitlaner expusieron ambos partes de sus anteriores experiencias resultantes de sus viajes de 1944. Armillas presentó una “clasificación tipológica de figurillas arcaicas de la Costa Grande, muy útil para fijar la distribución en tiempo y espacio de ciertos caracteres culturales”. Además “dio a conocer ‘Las provincias arqueológicas y secuencias de culturas prehispánicas de Guerrero’, definiendo las de Tierra Caliente, región chontal del norte del estado, Yextla en la Sierra Madre, y Costa Grande”. Hizo notar la falta de exploraciones en esta parte del estado donde sólo existía la experiencia de Texmilincan. Y señaló a Guerrero como “la ruta de penetración en la época teotihuacana del centro de México atravesando Huetamo por la Sierra Madre del Sur hasta Acapulco; más tarde hicieron el mismo recorrido los toltecas y aztecas…”
Weitlaner, de la misma forma, retomó las notas de su viaje anterior y presentó “un informe arqueológico acerca de la sierra de Guerrero”, resultado de tres exploraciones en áreas de la Sierra y la Costa Grande. Los sitios de la Sierra fueron: región del río de las Truchas, Santa Elena (Totolapan), Plancito Verde, Xochipala, Yextla (Leonardo Bravo), El Naranjo y Pueblo Viejo (H. Castillo) y Santa Bárbara (Chilpancingo).
En estos lugares encontró pirámides, bases de edificios, cráneos deformados, objetos de cobre y muestras de cerámica arcaica semejante a la azteca IV del Valle de México. En Coyuca de Benítez reportó los restos de una pirámide con cerámica relacionada con Teotihuacan y otra con soportes altos tipo mayoide; objetos de la cultura tarasca sólo los encontró en las cercanías de San Juan Tehuehuetla (Totolapan).
El profesor Hugo Moedano Koer disertó sobre una de las exploraciones formales hechas a la zona arqueológica de Los Llanos de Cochoapa e Iglesia Vieja, en el municipio de Ometepec. Encontró estructuras piramidales, montículos, caminos aplanados con lajas, cimientos de casa-habitación y en Piedra Labrada “descubrió una estela con glifos y numerales, así como representaciones de un atlatl, como en Tula”.
El arqueólogo Carlos R. Margáin expuso los resultados de una visita reciente a Texmilincan o Tetmelican (Atlixtac), donde confirmó la “intensa influencia tolteca, comprobada por la existencia de tres juegos de pelota cuyo perfil resultaba igual a los de Tula y Xochicalco”.
Pedro R. Hendrichs ilustró a la audiencia con un tema muy estudiado por él en Tierra Caliente: la minería y la orfebrería prehispánicas. Aclaró que para los nativos el cobre era más apreciado que el oro y, sin embargo, empleaban técnicas para dorarlo “con hierbas y frutos cuyos ácidos actuaban sobre el cobre con alta ley de oro…”
Robert H. Barlow dio a conocer las características de “Una pintura indígena de Guerrero en París”, que era más bien un códice prehispánico con los jeroglíficos de Ichcateopan, Atlamajac, Acuitlapan y otros lugares bajo el control de la provincia de Tlapa; en otra intervención Barlow abundó en sus “Apuntes para la historia antigua de Guerrero”, en la cual determinaba para el estado tres divisiones temporales: prenahua, nahua antiguo e imperio azteca. En la prenahua existían diferentes pobladores, entre ellos invasores nómadas; luego se refirió a la llegada de los coixca y, por último, a la configuración del territorio mexica en las seis provincias de Tlachco, Tepecuacuilco, Cihuatlán, Tlauhpan, Tlacozautitlán y Quiahuiteopan.
En este sentido complementario, el profesor Salvador Mateos Higuera realizó una descripción detallada de todos los lugares y topónimos que aparecen en la región ilustrada en “el códice de Tepecuacuilco”. El profesor Mateos “propugnó por la utilización correcta y la divulgación de los nombres indígenas. Presentó además un mapa del estado dividido por municipios donde 60 de éstos aparecieron con su glifo respectivo”.
El profesor Ángel Miranda Basurto, reconocido historiador originario de Chilapa, presentó en forma breve la “Conquista y exploración de Guerrero por los españoles en el Siglo XVI” y las primeras encomiendas en este territorio. La profesora Zaida Falcón de Gyves presentó “Algunos aspectos de la geografía económica de Guerrero”, tomados de las relaciones geográficas referidas a Ajuchitlán, Ichcateopan, Iguala, Zacatula, Citlaltomahua, Taxco, Zumpango y Xalapa (Cuautepec). La maestra María Edmmée Álvarez continuó con “La evangelización agustiniana en las provincias de Tlapa y Chilapa”, misma que se inició en 1538 en Ocuituco por los frailes Gerónimo de San Esteban y Jorge de Ávila, en Tlapa, y Fray Agustín de la Coruña.
Además de su misión evangelizadora, los frailes ayudaron a la congregación en pueblos, introdujeron árboles frutales, flores, verduras y ganado, “enseñaron a los indios a sembrar y cultivar trigo” y “los adentraron en algunos oficios y edificaron templos y conventos en los cuales fundaron escuelas de primeras letras”. A este respecto inclusive el señor canónigo don Tomás Herrera y el presbítero Justino Salmerón Alcocer intervinieron para exponer la historia de “La erección de la diócesis de Chilapa y sus antecedentes”. El señor Roberto Ramos contó la historia de “El Santuario de San Payo y Santa Sabina en Acapulco en 1675”, construido por el general Juan de Zelaeta, alcalde mayor, teniente de capitán general y castellano del puerto de Acapulco.
En ese momento, al no haber todavía población blanca en el puerto, el general reclutó cuatro compañías: “una de chinos, otra de negros, la tercera de mulatos y la última formada por los vecinos del puerto. Con estos elementos y con la cooperación de algunos particulares, Zelaeta… construyó una iglesia y reparó un cuartel o cuerpo de guardia y los almacenes de la aduana”. El lugar del santuario fue el fuerte de San Diego y el 28 de abril de 1675 “a las 9:00 horas, el cura beneficiario y doctor don Cristóbal López de Osuna celebró en él la primera misa”.
Representación del parto, figura estilo Mezcala.
El historiador Ernesto Lemoine Villicaña habló sobre las vicisitudes que desde la época de Morelos habían vivido los habitantes de las tierras del sur para lograr “la erección del estado de Guerrero”. La inquietud venía desde la formación de la provincia de Tecpan y de los deseos de Vicente Guerrero por deslindar el territorio de una Mesa del Sur, de lo que después llegó a convertirse en el estado de México. La demanda por la autonomía de los habitantes surianos ante la Cámara de Diputados se fundamentaba en la lejanía del centro de poder del territorio y de las costas de la Mar del Sur y de que algunos estados, ya conformados, resultaban desmesuradamente tan amplios que se hacía necesario fragmentar. La situación de anarquía del país y la guerra contra EU retrasaron significativamente la posterior decisión del Congreso.
El maestro Anselmo Marino Flores, originario del estado, participó con el tema “La población indígena del estado de Guerrero” y cuyas fuentes primarias eran la “Geografía de las Lenguas”, la “Carta Etnográfica de México” de Orozco y Berra y el censo de 1930 en comparación con el de 1940. “Además dio a conocer la bibliografía que referente a Guerrero había logrado recopilar” hasta ese momento.
En su carácter de etnólogo, Weitlaner expuso la subdivisión en “áreas culturales del estado de Guerrero” aplicando el método cuantitativo, tomando los principales elementos culturales y su proporción y lugares de distribución que había observado en los años recientes en más de 30 pueblos indígenas, visitados cada uno por el investigador y cuyos rasgos etnográficos oscilaban entre 300 hasta 2000. Citó algunos de aquellos elementos que pudieran resultar los más representativos y “cuáles pudieran ser las relaciones étnicas y lingüísticas que reflejaba su presencia en cada una de las cuatro áreas en que culturalmente [consideraba] dividido el estado”.
El doctor Heriberto Whealy, investigador del ILV, relató el “informe de un recorrido a la región de Metlatónoc” (Tlapa, Igualita, Cuatliapa, Petlacala, Lomazoyatl, etcétera) para localizar un grupo de indígenas de habla náhuatl; no encontró tal grupo pero sí recabó una serie de datos sociológicos y varios vocabularios comparativos del mixteco. Al final constató que entre todos los pueblos indígenas que había visitado en el país “no había encontrado situación económica tan espantosa” como la de los habitantes de esta parte del estado, dedicados a la manufactura de sombreros de palma. El doctor Robert Cloyd Stewart, misionero evangelista del ILV y radicado en Xochistlahuaca, presentó un “informe etnolingüístico acerca de los amuzgos” afirmando que “dicho idioma consta de 20 consonantes, siete vocales orales y siete nasalizadas; además tres tonos fonémicos con sus combinaciones, aunque éstas son difíciles de percibir”. Ilustró las conferencias con leyendas y adivinazas así como material etnográfico de ese grupo indígena.
El doctor Gonzalo Aguirre Beltrán participó con “el nahualismo”, donde estableció una definición para distinguirlo de otras creencias indígenas como el tonalismo, la brujería, el chanismo y la sombra, complejos que llegan a confundirse y mezclarse en la imaginación sincrética de indígenas y mestizos. En otra intervención detalló la razón histórica de la presencia de “la población negra de Guerrero”, explicando cómo fue la introducción por los españoles de hombres y mujeres con características somáticas negroides, no sólo a la Nueva España, sino a la entidad, advirtiendo que en ésta pudo haber además presencia “de núcleos arrancados de Melanesia”.
En el Congreso hubo además alguna sesión para dar cabida a asuntos relacionados con el folclor y la narrativa guerrerenses; así, la profesora Virginia R. de Mendoza abordó un tema relacionado con el de la intervención del doctor Aguirre Beltrán: “El nahual en la narración tradicional”. Afirmó que en Guerrero las metamorfosis de esos seres son en perro, tigre, zorra, guajolote, toro, cerdo, tecolote, rayo y luz. Se aparecen generalmente en las narrativas de Teloloapan, Cuetzala, Taxco, Chilacachapa, Juchitán, Azoyú, etcétera. El complejo de la creencia en el nahual implica saber cómo operan sus transformaciones en diversos animales, cómo se transforman a sí mismos, sus luchas con otros de su especie, cómo atacan, matan, impiden el paso a los transeúntes, chupan la sangre, ejercen venganza, realizan curaciones, etcétera. Para capturarlos la mejor forma es rezar “magníficas” al revés, hacer cruces con saliva, ajos, clavos o cabellos, y que para matarlos hay que utilizar armas curadas (benditas) y balas de plata o acero que lleven grabadas en la punta una cruz y otras maneras para deshacerse de sus hechizos.
Sobre el folclor musical el reconocido maestro Vicente T. Mendoza se refirió a la música tradicional de Guerrero y el maestro Jerónimo Baqueiro Foster clasificó la expresión musical estatal en gustos, sones y chilenas, en su intervención “El alma de Andalucía en la música folclórica de Guerrero”, buscando parangones con las expresiones musicales de España. El más destacado de los narradores y estudiosos de estos aspectos –además de ser nativo de la entidad–, don Celedonio Serrano Martínez, habló de “el corrido popular en Guerrero” al cual caracterizó como un producto típicamente mestizo que se desprendió del romance español introducido en la Colonia. Serrano Martínez concluyó que los corridos guerrerenses tienen un fuerte contenido social y revolucionario y que sus “principales fuentes son las regiones de Tierra Caliente, fundamentalmente Tlapehuala, la región central, particularmente Tixtla y sus alrededores, la región del norte, principalmente Taxco, Iguala, Tepecuacuilco y sus poblados vecinos, y la Costa Chica”.
Con la exposición de 35 ponencias de antropogeografía y antropología, 20 temas acerca del periodo colonial y 21 de la época contemporánea, terminó la IX sesión del Congreso Mexicano de Historia reseñada por el doctor Eusebio Dávalos Hurtado –quien posteriormente fue, por varios años, director del INAH– y el Diario de Guerrero de Chilpancingo. De dicho encuentro, repetimos, no se conformó nunca una memoria. No obstante, muchas de las ponencias permanecen tal vez en el archivo de algunos de los descendientes de los participantes, de los cuales sólo dos de ellos sobrevivirían para intervenir en un acontecimiento similar, realizado también en Chilpancingo, 35 años después, ya en los años 80 del siglo pasado.
Mapa arqueológico de Guerrero.
En el México colonial una de las formas de evadir el tributo y la esclavitud era, para ciertos individuos (los negros proscritos, mulatos o cimarrones en particular, por razón de sus propias características somáticas detectables) la huida hacia terrenos donde la administración virreinal no lograra someterlos, como la única forma de escapar de tal imposición y del yugo. En 1783, el Comisario de la Costa del Mar del Sur informaba al virrey que la recolección del tributo entre los naturales del partido de Igualapa se había llevado a efecto de acuerdo con la cuenta, matrícula y visita personal del mismo. Sin embargo, no había sido posible realizarla en aquellos lugares habitados por negros y mulatos que sumarían unas mil familias, y expresaba el testimonio de que es cierto que los indicados negros son muy insolentes, atrevidos, groseros y llenos de defectos: que no tienen residencia fija, ni reducción de pueblos, ni formalidades de República, ni sociedad civil. Habitan en los campos en chozas esparcidas, en unas estancias despobladas que hay en esta costa del sur y se conocen por Cuajinicuilapa, Maldonado, San Nicolás, Juchitán, Cruz Grande, Nexpa, Las Garzas y El Palomar…
Esta cita está contenida en la obra pionera, y de carácter etnohistórico único, La población negra de México del doctor Gonzalo Aguirre Beltrán que se publicó en 1946 y que resulta el más certero antecedente de otra obra del mismo prestigiadísimo autor, y muy cara para los guerrerenses. En 1958 se editó el volumen Cuijla. Esbozo etnográfico de un pueblo negro, que se refería a la población afromestiza que puede detectarse todavía con amplitud en los municipios de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca. La investigación etnográfica se realizó en la población de Cuajinicuilapa en 1948, donde el investigador pudo reconstruir la historia de ese pueblo, tanto en archivos o como resultante de los propios testimonios de historia oral.
Asimismo, Aguirre Beltrán analizó las mezclas de negros con indígenas y europeos a través del tiempo que propiciaron una intensa gama de fenotipos que llevaron a la determinación del modelo afromestizo; describió a la sociedad y la cultura local, la organización social de sus gentes, sus ocupaciones y, sobre todo, la perdurable y a veces sincrética expresión secular de sus ritos, creencias y supersticiones. Como colofón, el antropólogo recabó un extenso listado de vocablos locales expresados con la característica fonética del castellano en el habla de los lugareños.
Estas dos obras de Aguirre Beltrán –por otro lado un distinguido indigenista– han sido hasta hoy las únicas que han ganado reconocimiento general por haberse ocupado de un tema que había quedado en un plano casi de olvido en los estudios antropológicos de México. Este descuido no fue del todo intencional sino que debido al triunfo del movimiento revolucionario la reivindicación del campesino y la consecuente repartición de la tierra y el derecho a su usufructo motivaron que la antropología mexicana prestara atención prioritaria a los grupos étnicos del país.
Éstos representaban un gran porcentaje de ese México rural y conformaban un conglomerado indígena con aspectos culturales y lingüísticos de muy particular manifestación. El estudio del elemento negro, tercer componente de nuestro mestizaje biológico unido al indígena y al europeo y que nos identifica a los mexicanos, no participó de la atención de la disciplina etnológica volcada entonces hacia el campo, pero sí generó una tesis de antropología aplicada reconocida internacionalmente, en la cual participó también en forma determinante Aguirre Beltrán: el Indigenismo.
La obra etnohistórica de Gonzalo Aguirre Beltrán (1908–1996) concerniente a la población negra en el país y la etnográfica sobre la localizada en el estado de Guerrero no ha sido igualada, ni mucho menos superada, por quienes después de más de 50 años han retomado el tema apenas en los últimos tiempos.
La primera aportación al conocimiento de la demografía indígena del estado de Guerrero fue hecha por el maestro Anselmo Marino Flores (1923–1987), antropólogo físico oriundo de la ciudad de Tixtla de Guerrero.
Este destacado profesionista pertenecía a las primeras generaciones de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y había mostrado, entre otras inquietudes profesionales una inclinación hacia los aspectos demográficos y estadísticos de la población mexicana y hacia la recopilación bibliográfica de literatura antropológica referida principalmente a su estado natal.
En 1959 apareció su estudio Hablantes de lenguas indígenas del estado de Guerrero. Generalidades demográficas, que es la primera revisión enfocada a este aspecto poblacional del estado. El maestro Marino Flores con base en el censo de 1950 y referencias comparativas con los datos de los censos de 1930 y 1940 determinó que la tendencia de la población indígena (hablantes de nahua, mixteco, tlapaneco y amuzgo) se localizaba hacia la parte oriental de la entidad, o sea, la región de La Montaña y sus estribaciones hacia la costa y que él denominó “la zona nuclear indígena del estado”.
Por ello centró su atención en las características absolutas y porcentualizadas del monolingüismo y bilingüismo indígena y español en 12 municipios, sin especificar qué lengua se hablaba en cada uno de ellos, pero tomando en cuenta otros indicadores propios de la marginalidad de este sector de la población. Los municipios estudiados fueron Alcozauca, Atlamajalcingo, Atlixtac, Copanatoyac, Malinaltepec, Metlatónoc, Tlacoachixtlahuaca, Tlacoapa, Tlapa, Xalpatláhuac, Xochistlahuaca y Zapotitlán, y sus datos registrados por el antropólogo. Todos ellos acusaron altos índices de analfabetismo, la agricultura como única fuente de trabajo, la industria registrada se refería a la manufactura de sombreros de palma y los tejidos de lana, ocupaciones que sólo les proporcionaba a los individuos “una ganancia de miseria”.
Por ende la alimentación, el vestido y el calzado resultaban sumamente precarios; la región no mostraba movimiento significativo en su población y sólo quedaba esperar la emigración de sus habitantes; el coeficiente de mortalidad era mayor a 20 por 1000 habitantes, aunque en lo personal el investigador calculaba un número mayor. Su conclusión final fue que “por las descripciones anteriores podemos darnos perfectamente cuenta de la condición desastrosa en que se encuentran los habitantes indígenas de Guerrero; su angustiosa situación reclama un Programa de Acción Socio–cultural que ayude a su desenvolvimiento”. El maestro Marino Flores fue también el autor de Distribución municipal de los hablantes de lenguas indígenas en la República Mexicana, editada en 1963.
A fines de 1961, un grupo de estudiantes de la especialidad de etnología en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), preparaba su primera práctica de campo.
La región que se había elegido para llevar a cabo la experiencia era la Costa Chica de Guerrero, donde indígenas, afromestizos y mestizos convivían y particularizaban a esta parte de México, en ese entonces tan lejana como secularmente aislada y marcada por la leyenda ancestral de violencia.
El grupo estaba conformado por cinco alumnas y tres compañeros, dirigidos por dos maestros. Las comunidades elegidas para la práctica fueron Xochistlahuaca (indígenas amuzgos), Igualapa (indígenas mixtecos), la colonia Miguel Alemán y El Pitahayo, en Cuajinicuilapa (afromestizos) y Ometepec como la metrópoli mestiza rectora de la región.
En los primeros días de enero de 1962 los alumnos arribaron a la región procedentes de Acapulco por un abrupto camino de terracería y otros por vía aérea y se repartieron en las comunidades; de inmediato procedieron a la recolección de datos y a ganarse la buena voluntad de los habitantes de los pueblos.
Los días transcurrían y se acercaba la fecha en la cual todos se reunirían en Ometepec para hacer un balance del desarrollo de la práctica y continuar después con los estudios en cada comunidad. Sin embargo, en los últimos días de enero la atmósfera empezó a enrarecerse en toda el área; los sacerdotes católicos comenzaron a correr la versión de que tales estudiantes no eran otra cosa que “agentes del comunismo internacional” enviados para destruir “la fe en Cristo” de sus feligreses.
El párroco de Ometepec parecía ser el autor del rumor que se extendía con rapidez por los pueblos vecinos por voz de los sacerdotes locales. La alumna destacada en Ometepec, presintiendo la amenaza de violencia, abandonó el pueblo, lo mismo que otros alumnos que se habían agregado al grupo para estudiar las estadísticas de la población.
Aislados en sus respectivas comunidades, los otros estudiantes aguardaban la llegada del 4 de febrero para trasladarse a Ometepec y reunirse con sus compañeros para evaluar la práctica con sus maestros. Conforme se acercaba la fecha, los alumnos empezaron a percibir la suspicacia y cierto recelo de algunos habitantes, sentimientos alimentados por los párrocos y sus allegados, quienes eran los siempre presentes caciques regionales y ciertas “gentes de razón” apegadas al culto exterior católico.
La versión de que la movilización se preparaba “para linchar” a los estudiantes aprovechando su próxima concentración en Ometepec empezó a tomar visos alarmantes. El responsable adjunto de la práctica trató de hablar con el sacerdote y éste se negó a escucharlo. Una de las estudiantes –que se decía miembro de la Acción Católica– se trasladó a Ometepec. El sacerdote se negó a aceptar los argumentos de la joven e insistió en que todo resultaba inútil, pues la gente ya estaba avisada para concentrarse el día domingo y “tomar justicia por su propia mano”.
Mientras tanto, los dos estudiantes que permanecían en Xochistlahuaca –una joven y un varón–, el viernes 3 de febrero fueron avisados y protegidos por algunas amistades del pueblo, pues la gente empezaba a concentrarse en el atrio del templo, convocada por el párroco. Esa noche, el sacerdote del lugar y los caciques respectivos, en estado de ebriedad, conminaron a los dos estudiantes para ser sometidos a un interrogatorio denigrante.
Los términos del interrogatorio fueron tan intimidatorios que ante su evidente y total indefensión, los estudiantes tuvieron que prometer abandonar la comunidad al día siguiente, ante la advertencia del sacerdote de que no “respondería de sus vidas si continuaban en el pueblo”.
El sábado 3 de febrero, los dos alumnos abordaron la avioneta y se dirigieron a Ometepec. Habían llegado ya también las alumnas de Igualapa y el maestro titular de la práctica. Todos se alojaron en el hotel Guadalupe. Los maestros responsables se dirigieron a las autoridades civiles a solicitar protección, pues la situación se había agravado ya que gran parte del pueblo parecía estar convencido que el grupo estaba conformado por “comunistas” Algunos de los maestros estatales y federales del pueblo les manifestaron su apoyo, aunque reconocían que había cierta movilización alentada por la ignorancia de muchas personas y las prédicas absurdas de los clérigos. Hubo también que recurrir a la partida militar destacada en la región, y cuya sede era Ometepec, para solicitar su eventual intervención en el caso. Esa misma noche el hotel fue resguardado por varios elementos militares, en espera del día siguiente, que era el domingo señalado de antemano para la reunión académica de la práctica. Ese sábado por la noche balacearon la casa de un doctor que había manifestado su apoyo a los estudiantes.
La mañana del domingo empezó a transcurrir y en la población el movimiento de personas se había incrementado por ser además día de plaza y de la consiguiente misa.
En el hotel, que continuaba custodiado por el Ejército, el grupo de estudiantes esperaba la llegada de los dos últimos integrantes que arribarían procedentes de Cuajinicuilapa. En su recorrido al hotel éstos ya eran custodiados por los miembros del Ejército, pues en el trayecto algunas beatas les lanzaban maldiciones.
Para ese entonces las campanas seguían tocando a rebato mientras los altavoces del templo continuaban arengando a los feligreses para que se concentraran en el atrio y se unieran a la manifestación para dirigirse todos al lugar donde se encontraban los “enemigos de Dios y de la fe del pueblo”. Para el mediodía, la multitud empezó a caminar por las calles y a dirigirse al hotel para rodearlo por su frente y sus esquinas, desde donde muchas personas encabezadas por los párrocos de la diócesis lanzaban maldiciones e insultos además de piedras que se estrellaban en los cristales de la puerta y las ventanas de la hospedería. La presencia de los elementos del Ejército disuadió a la turba de acercarse más al hospital, aunque la gritería continuó por unas horas más.
Figurilla de Mezcala.
Los maestros responsables de la práctica, custodiados por soldados y acompañados por algunos maestros progresistas, continuaban negociando o comentando con las autoridades locales los pasos a seguir ante tal circunstancia que había conducido al grupo de estudiantes hasta esa situación extrema. Ya entrada la noche, los maestros regresaron a informar y ponderar con todo el grupo el incierto panorama que se les presentaba a partir de ese día. La decisión acordada fue de abandonar la región al día siguiente, paradójicamente el día del XLV aniversario de la Constitución mexicana.
Al día siguiente, lunes 5 de febrero de 1962, después del desayuno, el grupo conformado por los siete estudiantes y los dos maestros abandonaron el hotel y abordaron la camioneta de redilas que los llevaría al campo de aviación, acompañados por los elementos del Ejército. Algunos maestros de las escuelas primarias oficiales, en una última expresión de solidaridad, salieron a despedirlos con sus pequeños alumnos…
Mientras se esperaba el despegue del avión en el campo aéreo los alumnos comentaban los aspectos de la aventura compartida y la suerte de estar, hasta esos momentos, a salvo. En Acapulco, y ya en plena relajación, los estudiantes ponderaban las razones que pudieran haber existido para provocar la violenta reacción de unos pobladores condicionados por el aislamiento ancestral, la ignorancia y la ascendencia de los caciques y prominentes personajes de las oscuras fuerzas que motivaron este acontecimiento. Algunos de estos personajes todavía eran supervivientes y de ascendencia vigente en los umbrales del Siglo XXI.
Las repercusiones del suceso fueron ampliamente comentadas por la prensa de ese tiempo, pero las resonancias que significaron al interior de la ENAH marcaron un momento particular en la memoria de la institución y un episodio particular en la historia de la antropología mexicana. La anécdota pasa de generación en generación hasta la fecha para ilustrar a los nuevos alumnos de los probables riesgos de la práctica disciplinaria.
Al final de cuentas, de muchas conjeturas y del estudio de varios factores, lo que pudo haber provocado toda aquella sucesión de acontecimientos parecía ser la ingenua acción del maestro titular quien, desde su llegada a la región y en vísperas de realizar un viaje a Oriente, se le ocurrió encargar en una herrería o fragua de Ometepec un tradicional machete costeño grabado con una inscripción que en uno de sus lados decía:
En Ometepec, Guerrero,
que queda cerca del mar,
fui forjado con esmero,
para China Popular
Una de las tareas que se ha propuesto la lingüística de México es propiciar el conocimiento de las lenguas indígenas que se hablaron o aún son el medio de comunicación de muchos miles de mexicanos. A esta encomienda se habían dedicado desde muchos años atrás algunos estudiosos del estado, primordialmente los que se interesaban en la parte noroccidental del mismo.
Como se ha dicho, la primera noticia sobre esta lengua (la cuitlateca) fue dada por don Nicolás León en 1903; después Hendrichs, en 1937, encontró a los últimos seis recordantes, que no hablantes, de dicha lengua; en 1945 Norman McQuown hizo un análisis de los fonemas de la misma, y en 1958 la lingüista Evangelina Arana Osnaya (1917–1987) visitó San Miguel Totolapan, donde encontró a doña Juana Can, la última recordante del cuitlateco.
En 1959, Roberto J. Weitlaner y los estudiantes Susana Drucker y Roberto Escalante Hernández visitaron Totolapan para hacer un sucinto estudio de lo que aún podría rescatarse de la cultura material cuitlateca. A raíz de esta visita, Escalante decidió elegir como tema de su tesis profesional como lingüista la descripción de esta lengua casi muerta, teniendo como informante a doña Juana Can.
Ella lo había aprendido de su abuela paterna, aunque hacía ya 40 años de no usarla y sólo la conservaba trabajosamente en lo más recóndito de su memoria; así, la labor de recuperar la mayor cantidad de vocablos que la informante difícilmente recordaba hubo que reforzarla con sesiones de hipnotismo, acto insólito y sui géneris dentro de la antropología mexicana del momento. Este recurso extremo no resultaba extraño y sí permisible en la antropología universal, destinada a salvaguardar y registrar, hasta lo imposible, la expresión cultural de un pueblo que se desvanece simbólicamente del mapa lingüístico de entre los idiomas prehispánicos sobrevivientes hasta el Siglo XX.
De esta forma, el lingüista logró obtener las clases estructurales y la construcción de la lengua, con la información de doña Juana Can, la última recordante de cuitlateco. Tiempo después, con el natural tránsito de doña Juana, atestiguamos, una vez más, la pérdida de un rasgo de nuestra hoy reconocida y revalorada diversidad cultural. Sin embargo, el cuitlateco perdurará, en esencia, por el rescate que de él hizo la antropología mexicana en la persona del lingüista Roberto Escalante Hernández (1935–2001) en su estudio de El cuitlateco, publicado por el INAH en 1962.
El primer estudio regional referido a una porción importante del estado, realizado ex profeso por un equipo de antropólogos, aunque con un enfoque marcadamente socioeconómico, se empezó a realizar desde 1954 en La Montaña de Guerrero, “región de refugio” de una mayoritaria y vital población indígena.
La política indigenista de la época procuraba la creación de “centros coordinadores”, los cuales deberían localizarse en un punto poblacional considerado como el núcleo rector que se particularizaba por las relaciones sociales, económicas y político-administrativas que se derivaban de él, en la medida de su influencia y control sobre una amplia periferia con numerosa y heterogénea demografía, lingüística y culturalmente diferenciada.
En esta ocasión los estudios se dirigían hacia determinar si Chilapa o Tlapa podrían acreditarse para ser la sede del “centro coordinador” de esa amplia área geográfica que abrigaba a la compleja y dilatada región de La Montaña, donde convivían mixtecos, nahuas y tlapanecos y comprendida por los distrititos de Álvarez, Zaragoza y Morelos
El estudio de Maurilio Muñoz Basilio, antropólogo originario del estado de Hidalgo (1922–1981), partía de las descripciones que en 1954 habían realizado en tal región los antropólogos Alfonso Fabila y César Tejeda, comisionados por el Instituto Nacional Indigenista (INI). En 1962, el mismo instituto encargó al autor y a Salomón Nahmad la complementación de la información primordial y un reconocimiento por todas las cabeceras municipales comprendidas dentro de los tres distritos.
El resultado final de toda la indagación fue coordinado y rubricado al final por Muñoz con el título de Mixteca Nahua Tlapaneca, que se convirtió en su momento, 1963, en el gran aporte contemporáneo y acercamiento primario hacia esa aislada región y a determinar que Tlapa de Comonfort fuera en definitiva la sede del centro coordinador indigenista.
El estudio no fue antropológicamente exhaustivo, pero sí logró otorgar una amplia visión de la vida en las comunidades mixtecas, nahuas y tlapanecas, acogidas a un paisaje hostil, abrupto y poco esperanzador. Estos aspectos fueron conjuntados en el libro en 12 capítulos que trataron sobre unos muy breves antecedentes históricos, el medio geofísico e hidrográfico, las escasísimas vías de comunicación que acusaban secularmente su aislamiento y donde el servicio aéreo era, paradójicamente, el único transporte concebible para la movilización expedita entre las cabeceras municipales y otros puntos estratégicos; la demografía, la estructura económica, la educación, el ciclo de vida, la alimentación, la casa y el vestido, la higiene y la salubridad, la organización política y social, la religión y el arte. Todos ellos fueron desglosados en subcapítulos y éstos en asuntos precisos y particulares enfocados a resaltar la realidad de los componentes que eran denominadores comunes de los tres distritos rentísticos estudiados y determinantes: Álvarez, Morelos y Zaragoza.
Para los años 80 y 90, y principios del Siglo XXI, la literatura histórico–antropológica sobre La Montaña de Guerrero se incrementaría en forma notable, aunque estructuralmente la situación socioeconómica de su población no habría variado, de manera lamentable y en lo esencial, a pesar de una política oficial con un carácter más bien asistencial.
En la década de los 60 coinciden en su aparición tres obras referidas a una particular porción territorial del estado y escritas precisamente por autores originarios de la misma. Don Epigmenio López Barroso (1890?–1968) saca a luz su Diccionario geográfico, histórico y estadístico del distrito de Abasolo, del estado de Guerrero (1967) en un tono muy similar al de Héctor F. López de 1942. Este tipo de trabajos enciclopédicos y que lo mismo relatan hechos históricos propios de la comarca, enlistan a los personajes destacados por las más diversas y peculiares razones y propios de ese ámbito, suelen contener además descripciones de la flora y la fauna y hasta del medio físico un numeroso acopio de fichas; por su carácter localista y sin mayores pretensiones son, sin embargo, de gran utilidad complementaria para historiadores y etnólogos en trabajo documental y de campo.
Las otras obras son las firmadas por el licenciado Francisco Vázquez Añorve (1892–1984) y tienen la peculiaridad de estar redactadas como libros de memorias, referidas a su lugar de origen y que le da nombre al mismo: Ometepec. Leyenda de un pueblo (1964). Parece que el autor había vivido por muchos años en la ciudad de Puebla y desde allí plasmó en el libro la nostalgia que le inspiraba el recuerdo de su terruño, que continuó en 1974 con la edición de El ayer de mi costa, ambas obras con el sello editorial sito en la ciudad de Puebla de los Ángeles.
Tanto los textos de López Barroso, también originario de Ometepec, como los de Vázquez Añorve, se refieren específicamente al pueblo cabecera distrital y a los municipios dependientes de la misma: Cuajinicuilapa, Igualapa, Tlacoachistlahuaca y Xochistlahuaca. Conforme avance la atención de los estudios socioantropológicos hacia la Costa Chica, estos documentos serán, seguramente, de consulta colateral, como lo van demostrando al aparecer citados en la bibliografía de varios trabajos referidos a la región. Por otro lado, este tipo de publicaciones representan el afán legítimo de conformar la versión particular de su propia memoria, al margen de los dictados de la historia oficial.
Hubo un tiempo en que resultó de lectura obligada la Historia del estado de Guerrero del intelectual coterráneo Moisés Ochoa Campos (1917–1985), aparecida en 1968 y hasta ese momento el más recurrido compendio de toda la serie de momentos históricos que habían marcado el proceso secular de la entidad.
En un discurso lineal, que abarcaba desde la época prehispánica hasta la etapa constitucionalista y que como apéndices presentaba una historia de la cultura en el estado, una lista cronológica de los gobernadores y un calendario histórico guerrerense, esta obra se había convertido en un clásico de la historiografía sureña. En esta forma habían sido los propios investigadores –entre ellos algunos antropólogos–, quienes se habían apoyado en ella y la habían tomado como “historia oficial”, sin reparar en las múltiples imprecisiones que se advertían en la misma y en afirmaciones que no eran del todo válidas. Otro problema era la carencia total de identificación de las fuentes que le permitieron obtener y transmitir la información.
En ese tiempo apenas existían intentos de efectuar estudios o investigaciones hacia temas o periodos concretos del proceso histórico de la entidad. El antecedente más cercano a la obra de Ochoa Campos era, también en esos momentos, la Síntesis histórica del estado de Guerrero de Luis Guevara Ramírez (1918–1978), publicada en 1959 y dedicada “a la memoria del licenciado Miguel F. Ortega, pionero de la investigación histórica de Guerrero”. La síntesis contenía los capítulos: I. Los pueblos prehispánicos del Sur; II. Conquista y Colonización; III Aspectos de la época colonial; IV. La Guerra de Independencia; V. El Sur: de la Independencia a la erección del estado de Guerrero; VI. La Revolución de Ayutla, la Guerra de Reforma y la lucha contra la Intervención Francesa; VII. La República Restaurada y el Porfiriato; VIII. La Revolución de 1910. Este último capítulo lo culminaba con la mención imprescindible a los últimos gobernantes estatales hasta la gestión en funciones de Caballero Aburto.
Según Guevara, su síntesis iniciaba una serie de “estudios históricos guerrerenses” que no fructificó en más títulos, mientras que Ochoa Campos, con anterioridad a su historia, había publicado Guerrero. Análisis de un estado problema (1964) y Breve historia del estado de Guerrero. Edición escolar (1968). Por último, y de manera póstuma, se editó en 1987 su obra La chilena guerrerense, un estudio muy ilustrativo del origen de este baile que se identifica con el folclore de la entidad y cuyo origen es la cueca sudamericana.
En 1968, David C. Grove, profesor del Departamento de Antropología de la Universidad del estado de Nueva York (EU) realizó una exploración formal en una cueva de los alrededores de Chilapa. La noticia sobre este lugar la había obtenido del ingeniero Juan Dubernard, de Cuernavaca, quien había sido informado y visitado aquella cueva y había constatado las extraordinarias pinturas que contenía.
Con la autorización del INAH, el arqueólogo pudo comprobar las muy malas condiciones en que se encontraban, aunque todo parecía indicar que sus contornos estilísticos pertenecían al arte y cultura olmecas que tuvieron su mayor expresión entre 1200 y 800 a. de C., lo que hacía que esas pinturas pudieran ser consideradas entre las primeras y más importantes de la prehistoria mexicana. Las pinturas en los murales de la cueva de Oxtotitlán, lugar cercano a Chilapa, Acatlán y Zitlala, fueron clasificadas en policromáticas, monocromáticas en rojo y monocromáticas en negro; resaltaban en ellas figuras humanas, jaguares, cabezas olmecas con bocas infantiles, dibujadas en las dos grutas en que se divide la caverna y según su situación dentro de la misma. Asimismo aparecían representaciones de “monstruos de la tierra” o cipactlis con rasgos parecidos al caimán, al lagarto o cocodrilo.
Cuenco con soporte de asas, encontrado en Xochipala.
Grove, después de estudiar detenidamente la cueva de Oxtotitlán, se dirigió a Juxtlahuaca, en cuya gruta, a 1200 metros de profundidad, se habían descubierto hacía ya muchos años pinturas rupestres que fueron las primeras expresiones pictóricas con un uso importante del color, consideradas como olmecoides y que aunque diferentes y más coloridas que las de Oxtotitlán confirmaban la presencia de una expansión y un estilo olmecas provenientes de las costas del Golfo de México y el paso por el territorio de Guerrero de los grupos humanos más diversos y culturalmente diferenciados, contribuyendo así a la aún incipiente exploración en el pasado histórico de la entidad.
Los resultados de los estudios de David C. Grove, Los murales de la cueva de Oxtotitlán, Acatlán, Guerrero. Informe sobre las investigaciones arqueológicas en Chilapa, Guerrero, noviembre de 1968, fueron publicados por el INAH en 1970.
Aunque el interés de Jaime Litvak King por la entidad ha sido fundamentalmente por el aspecto arqueológico, su tesis profesional de Maestría en Antropología presentada en 1963 la enfocó a partir de apoyarse en las relaciones de la arqueología con la historia y la antropología con un método etnohistórico que pudiera constituir un triángulo indisoluble para llegar a conclusiones. Su objetivo era efectuar una reconstrucción de los fenómenos de orden socioeconómico provocados por las expansiones mexicas y la carga tributaria consecuente sobre las poblaciones sometidas.
El estudio trataba pues de dilucidar cuál era “el monto del tributo, la carga que representaba sobre la economía y la vida diaria de los habitantes de la región que lo pagaban, sus determinantes, tanto de cantidad como de surtido, cómo llegaba a manos de sus receptores, los usos a que se destinaba y las consecuencias que su introducción tenía en la economía receptora”. Ésta no era más que la que correspondía al poderoso imperio azteca, cuyos territorios conquistados se convertían en provincias tributarias y se extendían desde el Golfo de México al este, hasta el océano Pacífico al oeste, y desde el río Balsas hasta el Soconusco.
Bajo este dominio quedaron Cihuatlán, que comprendía la región hoy conocida como Costa Grande, desde un lindero que partía desde la desembocadura del río Balsas entre el estado de Michoacán hasta un punto cercano a Acapulco, y Tepecoacuilco, que cubría partes de la cuenca media del Balsas en la región central norte de Guerrero y se extendía desde Tetela del Río (Gral. H. Castillo) hasta Tlacozotitlán (Copalillo).
El estudio de Litvak, Cihuatlán y Tepecuacuilco. Provincias tributarias de México en el Siglo XVI, editado por la Universidad Autónoma de México en 1971, sólo representó un preámbulo a su posterior tarea de volcarse en la arqueología de campo como darán constancia su aportaciones posteriores.
En 1967 llegó a nuestro país, becada por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y apoyada financieramente por la Misión Arqueológica y Etnológica Francesa en México (tiempo después convertida en Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos [CEMCA]), la estudiante también gala Danièle Dehouve para realizar estudios entre la población indígena del país. Alentada por los directivos del Instituto Nacional Indigenista se dirigió a reconocer una parte importante de la amplia región de la Montaña, de la cual se tenían muy escasas referencias, y conoció así diversas comunidades tradicionales.
Para desarrollar sus tesis, que la llevarían a conformar su recepción doctoral, eligió la comunidad de habla nahua de Xalpatláhuac que, en esos años, conservaba plenamente su organización interna a través del sistema de cargos como “resultante de un conflicto entre una estructura colonial, en otro tiempo impuesta por los españoles, y la introducción reciente de una economía de mercado basada en la competencia”.
El sistema de cargos civiles y religiosos era el sostén medular de la cultura de los nahuas de Xalpatláhuac y entre los religiosos destacaba la mayordomía alrededor de un santo que se particularizaba por un fondo monetario o capital que sirve para rotarse en la comunidad con calidad de usura y cuyo interés acumulado, junto con el proveniente de otras transacciones comerciales, servía para hacer frente a los gastos de la fiesta del santo. Este manejo de dinero o del monto de las limosnas recabadas en las otras festividades se convirtió en una razón para discordias y divisiones intestinas que convirtieron este rasgo en una competencia económica, lucha individualista y de desacralización a la que contribuyó la creación de dos nuevos cargos políticos y lucrativos: la Presidencia Municipal y la Junta Católica, que rivalizaron con los cargos tradicionales. La estabilidad cultural de Xalpatláhuac –que es también un importante santuario– se ha visto afectada asimismo por la carretera que la conecta con la ciudad mestiza de Tlapa y por lo tanto con el resto de la República Mexicana.
En 1976 Danièle Dehouve presentó su libro El tequio de los santos y la competencia entre los mercaderes, ensuversiónal español y editado por el INI, pues el año anterior había sido publicado en francés como resultado de su examen de doctorado de tercer ciclo en la Universidad de París. Tras esta reseña de una obra tan importantedelaantropóloga francesa se debe considerar que toda la profundidad de su estudio implicó el aprendizaje y la casi total comprensión de la lengua nativa de la comunidad –el náhuatl– así como más de 17 meses de estancia en la misma entre los años 1967 y 1969. Mientras permanecía en el área la profesionista publicó más de 15 artículos o ponencias en su mayoría en idioma francés y difundidos en revistas y documentos especializados.
En 1985 presentó como tesis para obtener el reconocido grado del Doctorado de Estado en Letras y Ciencias Humanas en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, un amplio trabajo en dos volúmenes con un enfoque histórico sobre la organización social y producción comercial en la región de Tlapa abarcando del Siglo XVI hasta 1984. La tesis fue publicada en francés en 1990 y en español en 2002 por la Universidad Autónoma de Guerrero (UAG) y el CEMCA, bajo el título de Cuando los banqueros eran santos. Historia económica y social de la provincia de Tlapa.
La relevante obra de la doctora Dehouve, ya traducida regularmente al español, ha continuado hasta nuestros actuales días. En 1995 dio a conocer Hacia una historia del espacio en la Montaña de Guerrero que resulta una recopilación e interpretación de documentos “que fueron redactados por los indígenas, ya sea en pictogramas o en caracteres latinos, y que se refieren a la pequeña vida local, como relaciones de subordinación entre los señores de un lugar respecto a los de otro, deslindes agrarios entre pueblos, etcétera…” Entre los poblados mencionados y citados en la obra están los relatos de la fundación Xalatzala, Ocotequila, Tlaquilcingo, Teocuitlapa y Malinaltepec y sus lienzos, Zapotitlán Tablas, el Lienzo de Petlacala.
La Montaña de Guerrero se distingue por la riqueza de sus fuentes indígenas y en realidad sus documentos pictográficos “consignan la memoria de acontecimientos pasados tal como se conservaba en un lugar dado… En todo caso, La Montaña de Guerrero es típicamente una región en la que no sólo es posible, sino necesario, reconstruir una historia del espacio” y por lo cual la autora presenta los documentos con una tentativa de análisis.
A mediados de los años 90, dos instituciones, el INI y el CIESAS, con base en las experiencias como la enunciada en líneas anteriores, concibieron una obra colectiva a fin de “examinar el papel real jugado por los pueblos indios en la conformación de nuestro presente y devolverles el sitio primario y primordial que en él les corresponde”. Al efecto editaron una Historia de los pueblos indígenas de México en 1995 y a Daniéle Dehouve le correspondió el volumen Entre el caimán y el jaguar. Los pueblos indios de Guerrero, donde “el río Balsas y la Sierra Madre del Sur constituyen el marco natural que los habitantes del territorio… tuvieron y han tenido presente en la conformación de su estilo de vida. Desde los tiempos prehispánicos, el río y la montaña han influido en la organización económica, social y cultural de los ocupantes de la región”.
Este paisaje natural sirvió de contexto por siglos y fue escenario de la vida cotidiana y aún con la irrupción conquistadora, pero “lo que sí se transformó violentamente fue la composición étnica de la población: los indios casi desaparecieron y su lugar fue ocupado por negros, españoles, filipinos y sus mezclas”, lo que condujo al “surgimiento de la sociedad novohispana: destrucción cultural, caída demográfica, sobreexplotación de la mano de obra indígena, evangelización, sincretismo religioso, todos los elementos necesarios para el posterior nacimiento, durante el Siglo XIX, de la sociedad y culturas mestizas característica de la región”.
En 2001, el CIESAS publicó otra investigación también de la misma autora: Ensayo de geopolítica indígena. Los municipios tlapanecos, resultado de un “trabajo de campo llevado a cabo entre los años de 1974 y 1976 en la zona de habla tlapaneca del sur de la Montaña de Tlapa…” y que lleva a considerar seriamente que la concepción de la comunidad indígena caracterizada “por su cohesión interna y su gusto por la tradición es de poca ayuda para entender esta cambiante realidad actual”, por ende “cuando los indígenas hacen política, en realidad hacen geopolítica, porque en una región indígena las relaciones de poder no se pueden desligar del territorio ni de la tierra…”
Los municipios estudiados por la autora fueron Zapotitlán Tablas, Tlacoapa y Malinaltepec, que junto con el de Acatepec (segregado de Zapotitlán Tablas en 1993) conformaron su universo de estudio y la condujeron a la clarificación de nuevos conceptos que pueden servir para el estudio futuro de las regiones indígenas, a considerar: el Estado y el territorio, la cuestión agraria, el trabajo colectivo, la concepción de localidad, el interés personal, los grupos localizados de interés y cooperación, el interés colectivo y la remunicipalización. Todo esto como resultado de la cada vez más acentuada tendencia de la politización de muchas cabeceras y sus localidades dependientes, que se presentan como tomas de posición y búsquedas de “autonomías” y que en las comunidades indígenas podrían considerarse como una resistencia en contra del Estado y que se han ido conformado en los últimos tiempos.
Hasta aquí la reseña de parte de la importante bibliografía de la doctora Dehouve, a quien seguramente volveremos a encontrar en párrafos posteriores.
En la misma época en que la antropóloga francesa terminaba su estancia en Xalpatláhuac, otro investigador estadounidense, Marion Oettinger, llegaba al área y se instalaba con su esposa en la comunidad tlapaneca de Tlacoapa, enclavada como tantos otros asentamientos en lo más intrincado de la orografía regional. Invitado por los misioneros del ILV, H.V. Lemley y su esposa, que estudiaban la lengua nativa desde hacía ya muchos años, visitó Tlacoapa, Zapotitlán Tablas y Malinaltepec en 1976. Las pocas referencias que sobre los indígenas tlapanecos hasta entonces se encontraban en la bibliografía antropológica no lo disuadieron de su afán de estudiar a este grupo étnico ni la leyenda negra que sobre la entidad se manejaba: “Violencia y Guerrero se han convertido en términos sinónimos en las mentes de muchos mexicanos, y también de los turistas extranjeros”. Pero en el prefacio de su estudio afirmó: “Sin embargo, mi propia experiencia, tanto con los guerrerenses como con los tlapanecos, indica que el grado de violencia y de comportamiento maligno de la población, sobre el cual han informado otras personas, es drásticamente exagerado. Jamás tuve motivos para temer por mi seguridad durante los 11 meses que residí en Guerrero… Es posible que también las pasadas actitudes de los políticos de Guerrero hacia la profesión de antropólogo expliquen la falta de estudios en la región”.
El investigador hace referencia al dictamen, muy posterior al “hallazgo”, que realizaron varios historiadores y antropólogos que descalificaron el hecho de que los restos de Ixcateopan se consideraran como auténticos. “Las relaciones entre los funcionarios de Guerrero y los antropólogos se volvieron muy tensas…”
El resultado de la investigación de Oettinger, Una comunidad tlapaneca. Sus linderos sociales y territoriales, fue editada en español por el INI en 1980. En principio pensaba realizar una monografía clásica sobre una comunidad indígena mexicana; sin embargo, la complejidad de la cultura tlacoapeña, como la de cualquiera otra visión sobre un pueblo indio del país, lo fue guiando hacia aspectos que merecían al menos la atención particular del investigador.
Esto fue evidente, pues mientras Oettinger permanecía en el pueblo, en sus esporádicas salidas llevaba siempre consigo material que obtenía, junto con su esposa, para publicarse en forma de artículos previos a la conclusión de su estudio para visitar a colegas e intercambiar impresiones o visitar tlacoapeños residentes en la Ciudad de México y constatar en ellos su acendrado arraigo aun lejos del terruño. Esa identidad del tlacoapeño está fundamentada en la relación que éste establece con la tenencia de su parte en la tierra comunal del municipio, siendo esta unidad político–administrativa y sus linderos el ámbito político, económico y social de la dinámica comunitaria de esta porción del elemento tlapaneco.
Los migrantes contribuyen con ayuda legal y monetaria para mantener la cohesión interna del pueblo y permitir el desarrollo de su vida cotidiana: el medio ambiente del municipio y de la comunidad de Tlacoapa; el ciclo vital (nacimiento, infancia, matrimonio y madurez, ancianidad y muerte); la jerarquía interna de cargos civiles y religiosos de carácter imperativo (“el dinero del santo”, como lo describió Dehouve en Xalpatláhuac); la casa de los “cargueros” (que, provenientes de las comisarías y rancherías, deben residir solos en la cabecera mientras desempeñan sus cargos); la economía con base en su agricultura y su tecnología, su silvicultura, la ganadería y el mercado.
Asimismo describe el matrimonio, endogámico casi siempre, con sus particularidades, como “la quema de la leña”, y las organizaciones formales e informales de los tlacoapeños en la Ciudad de México y la comunidad de Tlacoapa y su futuro.
La conclusión de Oettinger es casi similar a la de Dehouve en Ensayo de geopolítica…: Tlacoapa está en el umbral de los grandes cambios que amenazan su homogeneidad, su equilibrio estructural e integrador que la ha mantenido unida y aislada a través del tiempo. La carretera, que en aquella época se proyectaba para conectarla con Tlapa, hacía esperar la intromisión de gente extraña e intereses ajenos a la comunidad tradicional y la ya casi irrefrenable intromisión de los partidos políticos que sin duda podrían propiciar el surgimiento de facciones que provocarían escisiones entre sus pobladores.
La geografía junto con la historia resultan disciplinas complementarias de gran utilidad para la antropología y para el caso particular de nuestro estado; en los últimos 70 años se conjuntaron afanes e intereses que se plasmaron en obras claves para profundizar en el conocimiento de la gradual evolución, a través del tiempo, de los linderos cartográficos e histórico–políticos de la entidad. En realidad, estos documentos venían a agregarse a las geografías estatales que habían aportado Alfonso Luis Velasco (1892), Leopoldo Viramontes (1905), Amado González Dávila (1959) y Raúl Luna Mayani (1976).
Resultaron fundamentales y fuente principal para la conformación de los textos los diferentes documentos contenidos en el valioso archivo del ingeniero Alejandro Wladimir Paucic Smerdou (1900–1980), personaje legendario y reconocido estudioso de los vericuetos de la geografía estatal desde los años 30 en que se asienta en Chilpancingo hasta el fin de su vida.
Vasija con decoración antropomorfa (Xochipala).
La geógrafa Esperanza Figueroa de Contin tuvo la ponderable iniciativa de rescatar y salvaguardar los múltiples legajos contenidos en el valioso repositorio que dejara el personaje, que sus deudos cedieran a la entidad y que fueron las fuentes de dos importantes obras firmadas por Paucic: Geografía general del estado de Guerrero, editada por el Gobierno del estado (1980), y la segunda edición del álbum cartográfico Geografía histórica del estado de Guerrero, impresa porel ayuntamiento de Acapulco (1984). Una tercera obra denominada Atlas geográfico e histórico del estado de Guerrero resultó del análisis acucioso que la propia maestra Figueroa hizo de los materiales originales del laborioso Paucic y fue editado también por la gestión gubernamental del momento (1980).
La lectura de estos tres volúmenes nos remite al amplio conocimiento de la geografía física y humana así como su evolución e integración desde antes del Siglo XV hasta la época presente del estado con sus –todavía– 75 municipios. (Nota de la Coordinación: Actualmente el estado de Guerrero tiene 81 municipios).
Paucic tuvo una breve incursión en la antropología del estado con un artículo aparecido en 1951: “Algunas observaciones acerca de la religión de los mixtecos guerrerenses”, en la Revista Mexicana de Estudios Antropológicos (T. 12:147–164) de la Sociedad Mexicana de Antropología y mantuvo una relación profesional, en su momento, con varios antropólogos que visitaban la entidad, sobre todo en los años 40.
Pero su obra más relevante será el haber realizado el levantamiento de la carta corográfica de la entidad que emprendió a partir de 1933 y que culminó en 1949, año del centenario de la erección de la misma. Mientras tanto su archivo, resguardado por el Gobierno estatal, espera aún, pacientemente, la consulta constante y diligente de investigadores diversos.
La arqueóloga Guadalupe Alba Mastache Flores (de ascendencia familiar de Tepecoacuilco) inició en 1979 un interesante proyecto mediante un convenio entre el INAH y la Universidad Autónoma de Guerrero (UAG) sobre una de las artesanías –la manufactura de la palma– que caracterizaba a la región de la Montaña, sobre todo en su área de habla mixteca que comprendía también una parte del estado de Puebla. Responsable del proyecto, tuvo la asistencia de Nora Morett Sánchez, y el trabajo se realizó entre el año mencionado y 1980. La investigación dio oportunidad de ir ampliando el panorama de las artesanías del estado y transformar este inicio en una investigación global a futuro sobre tales manifestaciones.
La primicia de este ambicioso proyecto terminado en 1982 fue publicado por la UAG bajo el título de El trabajo de la palma en la región de La Montaña, Guerrero, donde se ponía en evidencia la vasta producción artesanal de la palma y su importancia en esta región en forma preeminente. Desde este avance de pesquisa se cuestionaba y se analizaban “los mecanismos que emplea el sistema capitalista para la apropiación de la fuerza de trabajo y producción artesanal indígena”.
Este testimonio se anticipó a la gran perspectiva de las múltiples artesanías existentes en la entidad, las mismas autoras presentaron en 1997: Entre dos mundos: artesanos y artesanías en Guerrero, publicado por el INAH. Todo indica que entre la primera obra mencionada y ésta última hubo un estudio exhaustivo que casi abarcó todas las expresiones artísticas que dentro de este rubro se presentan en el estado. En su presentación se nos informa que “la artesanía en Guerrero, como en otras regiones del país, es un fenómeno heterogéneo y en constante proceso de transformación, que abarca desde objetos que derivan de tradiciones prehispánicas y manifestaciones originadas a partir de la Conquista, hasta artículos de reciente creación ajenos a pautas tradicionales, que sólo tienen un significado económico para los productores. También son diversas las formas en que la artesanía se inserta como mercancía en la estructura económica dominante, así como sus mecanismos, vías de distribución y sus ámbitos de comercialización y consumo”.
Uno mismo, como guerrerense, puede sorprenderse por la amplitud que en este tratado se presenta de la variedad de expresiones artísticas y artesanales que merecen la atención de las autoras y el cálido acercamiento al lado humano de los anónimos creadores. Se presentan pues las descripciones de los procesos de la alfarería, el ixtle, la pirotecnia, los rebozos, los petates, figuras, sopladores y morrales de palma, los trabajos en cuerno, jícaras laqueadas, machetes costeños, orfebrería. Así como cestería, pinturas en papel amate, máscaras, talabartería y, naturalmente, el trabajo de palma y, por último, las artesanías de reciente creación como la platería, el trabajo de concha, la hojalatería, la lapidaria, figuras de barro y artículos de concha, caracol y coco.
La lectura de este libro nos lleva a hacer un recorrido por toda la geografía humana y laboral de nuestro estado. Fueron visitados todos los centros productores de las expresiones artesanales que se citan y se reconoce que alguna expresión, como la particular del maque tradicional, había sido estudiada de manera precisa por otros autores, como es el caso del libro Olinalá, de Carlos Espejel, publicado en 1976 por la Secretaría de Educación (SEP) y el INI, en el cual se describe el proceso completo de la que tal vez sea la artesanía más renombrada de nuestra entidad.
Las autoras concluyen que algunas artesanías tradicionales están en vías de extinción, pero otras “derivadas de ellas se multiplican y están en un constante proceso de transformación” e, inclusive, surgen regularmente algunas de nueva creación. La producción artesanal permite la subsistencia, pero en ella es apreciable que el intercambio desigual es un común denominador, aunque resulta ser, en lo general y por lo pronto, la única alternativa de supervivencia para un amplio sector de la población mientras continúe en la entidad el modelo vigente de desarrollo económico.
La arqueóloga Mastache Flores se ha desempeñado de manera destacada en su disciplina primera y como antecedente al estudio en cuestión realizó una investigación sobre “El trabajo de lapidaria en el estado de Guerrero, una artesanía actual inspirada en formas prehispánicas” (1988). Al abordar la temática de la artesanía con un enfoque analítico en el que se estudia una expresión popular que se manifiesta en el contexto de una cultura dominante y donde el capitalismo gravita sobre las culturas subalternas hacen de este libro una obra de consulta indispensable.
Desafortunadamente la arqueóloga Mastache Flores falleció en la Ciudad de México el 23 de abril de 2004.
Independientemente de los estudios realizados por los misioneros del ILV, cuyos principios y fines tenían un carácter de proselitismo religioso y eventual asesoría en planes educativos oficiales, la lingüística mexicana ha sido notoriamente escasa en sus incursiones en las lenguas y dialectos indígenas de Guerrero. Desde el estudio del cuitlateco, realizado por Escalante en 1962 y que permitió el rescate de la memoria de una lengua ya desaparecida, es hasta 1983 que aparece el estudio de una lengua viva: el tlapaneco. Esta lengua se habla en los municipios de Atlixtac, Malinaltepec, Tlacoapa y Zapotitlán Tablas y es inteligible en todos, aunque existan seis variantes de la misma. Otra variante se habla en Azoyú, pero todo indica que mantiene su inteligibilidad con sus vecinos. También hay hablantes de esta lengua en Atlamajalcingo del Monte, Ayutla, Metlatónoc y San Luis Acatlán.
En 1941, Weitlaner recabó un vocabulario de más de cien palabras en su viaje a Acatlán y a Hueycantenago, y a Tlacoapa llegó en los años 50 para estudiar la variante local, el matrimonio misionero de H.V. y Miilie Lemley. En la actualidad el tlapaneco es hablado por más de 90 000 personas.
El dialecto de Malinaltepec fue estudiado por Schultze–Jena y Radin en los años 30 y por Mark L. Weathers del ILV en los 70; la descripción a que nos referimos ahora es la realizada por el lingüista de origen argentino Jorge Alberto Suárez (1927–1985). Este profesionista, destacado por una amplia experiencia y obra en la idiomática de la América indígena, inició su estudio del tlapaneco de Malinaltepec entre 1976 y 1980. Los primeros datos se recogieron con informantes de Tlapa y Chilpancingo, pero fue en la Ciudad de México donde se localizó a una excelente portadora del idioma y dispuesta a las largas sesiones que requiere la metodología lexicológica. Ella fue la señora Carolina Villar de Ávila quien, aunque originaria de aquel municipio, se había asentado años atrás con su cónyuge, también del mismo pueblo, en la capital de la República como muchos ya de sus paisanos. Estos migrantes habían sido mencionados por Oettinger (1980) y constituyen un grupo de identidad en el Distrito Federal que mantiene una liga afectiva con la comunidad de origen.
La obra del doctor Suárez, La lengua tlapaneca de Malinaltepec, fue editada por el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM en 1983.
Mucha de la literatura sobre las lenguas indígenas de Guerrero está dispersa en artículos y ponencias, generalmente en idioma inglés y breves cartillas de carácter técnico educativo y proselitista, aunque los informantes han sido siempre indígenas de habla amuzga, mixteca, náhuatl y tlapaneca. No podemos pasar por alto intentos de profesionalizar el registro al menos de dos vocabularios nahuas: uno de ellos, Vocabulario náhuatl de Xalitla, Guerrero, editado en 1979 por el Centro de InvestigacionesSuperiores del INAH(CISINAH, después CIESAS), un listado de mil 500 palabras del náhuatl de ese pueblo de Tepecoacuilco, que procedían del conocimiento de la lugareña Cleofas Ramírez de Alejandro y que registró la lingüista Karen Dakin Anderson, quienes firmaron como autores de la publicación.Lamisma contenía una sección náhuatl–español y español–náhuatl y una tercera relativa a animales y plantas de la región.
Otro ejemplo muy similar al anterior es el denominado El nahua–chontal de Coatepec Costales, Guerrero. Una variante lingüística del náhuatl, realizado a base de un vocabulario particular correspondiente a ese pequeño pueblo.
Este estudio se derivó de un proyecto denominado “Rescate de tecnologías tradicionales: el caso del tlacolol”, y para el cual fue elegida la comunidad de Coatepec Costales. Los autores de tal investigación y de la cual derivó el estudio lingüístico fueron Rosa Román Lagunas, promotora cultural originaria del lugar, y el antropólogo Gerardo Sámano Díaz, de la Unidad Regional Guerrero de la Dirección General de Culturas Populares (DGCP).
Históricamente la población de Coatepec Costales fue en su origen de habla chontal, pero sus vecinos eran en su mayoría de habla náhuatl y según los autores aquélla fue absorbida por la lengua de los conquistadores mexicas y posteriormente por la colonización española. La presencia en el habla cotidiana de reminiscencias chontales se manifiesta en el frecuente uso gutural y ciertos cambios de letras y la desaparición de la terminación tl por la l,por lo cual la convierte en “la variante fusionada del nahua–chontal”.
A pesar de que los autores no señalan “su posición teórico–metodológica en el tratamiento del fenómeno de estudio, sí señalan un camino o un enfoque posible de investigación para conocer las posibles influencias del chontal sobre el náhuatl mediante un estudio comparativo de ambas lenguas”. De esta manera, el libro expone una visión etnográfica del Coatepec Costales actual, una visión lingüística del náhuatl del norte de Guerrero y su variante en cuestión, el abecedario de ella y sus acotaciones gramaticales y el vocabulario nahua–chontal–español. Se hace la precisión de que los vocablos registrados son los de uso cotidiano. Esta decorosa aportación en el avance del conocimiento del estado fue editada en 1991 por la propia Unidad Regional Guerrero de la DGCP.
Los dos tipos de vocabularios reseñados ponen de manifiesto los numerosos procesos de aculturación etnolingüística que han afectado a las distintas variantes del náhuatl.
A propósito del tema, Una Canger, una distinguida lingüista danesa –que será mencionada posteriormente–, pasó en 1984 una larga temporada en el municipio de Teloloapan para realizar un estudio profesional de la variante del náhuatl que se habla en el pueblo de Coatepec Costales. Buscaba determinar la posición lingüística y cultural tanto del lugar como de tal lengua en el área norte de Guerrero, registrando todos los elementos de la dialectología del habla de ese pueblo. Los resultados de ese estudio le servirían para exponer sus conclusiones en varios foros internacionales.
Al final de su permanencia, la doctora Canger editó en su país un curioso libro denominado In tequil de morrales (El trabajo de morrales), que ella misma firmó en coautoría con su informante coatepequense Isaías Mendoza Cerón. El ejemplar resultó una descripción minuciosa, acompañada profusamente de dibujos y fotografías, de la vida cotidiana del lugar y de todo el proceso de la artesanía tradicional del ixtle del maguey que le da nombre al pueblo. El texto está escrito en español y en náhuatl de la variante de aquel lugar y fue editado en Copenhague por el Ministerio de Educación de Dinamarca en 1993.
Los estudios sobre los diversos aspectos históricos, sociales, económicos y antropológicos de la gran región oriental del estado se han venido ampliando notablemente a partir del último cuarto del Siglo XX, como lo hemos constatado en líneas anteriores. En 1982 la UAG otorgó el primer lugar en un concurso de historia convocado por la misma al estudio de Manuel Ríos Morales: Régimen capitalista e indígena en La Montaña de Guerrero editado en1983 por la misma institución convocante.Con un enfoque marxista se analiza en él la situación de los grupos étnicos de esta región y su explotación por el sistema capitalista; es decir, la forma de apropiación de su producción y fuerza de trabajo.
El autor trata de demostrar en este estudio que la problemática de la población indígena se halla conformada por el régimen de producción capitalista y no por las particularidades o elementos culturales étnicos, como lo viene sosteniendo la antropología mexicana y la cuestionable política indigenista del estado.
Con casi la misma perspectiva teórica, Mario O. Martínez Rescalvo y Jorge Obregón Téllez reunieron en La Montaña de Guerrero: economía, historia y sociedad, editada por la UAG y el INI en 1991, una serie de ensayos que pretenden dar una panorámica totalitaria de esa región del estado. En el prólogo un destacado antropólogo afincado en Chilpancingo, ArturoMonzón Estrada (1917–1995),advierte que los autores “sin grandes pretensiones ni en la teoría, ni en la investigación, ni en la política, pero con profundo sentido y trabajo exhaustivo, han captado y descrito la realidad lacerante de la vida de los campesinos en la Montaña guerrerense. Hacen un magnifico compendio de la dinámica y de la realidad histórica oficial y, especialmente, de la historia reciente y de la organización para acomodarse a las vicisitudes de la vida mexicana moderna”.
Los asuntos tratados y resumidos en cerca de 400 páginas van desde una historia mínima de la región, las características geográficas, lenguas y grupos étnicos, demografía, condiciones de vida, desarrollo agropecuario y forestal, la técnica agrícola del “tlacolol”, los rituales agrícolas de fertilidad, la ganadería caprina, la problemática agraria, la industria y la artesanía, etcétera.
En 1928 llega a Taxco un turista estadounidense, William Spratling, quien vislumbra el potencial de una modesta artesanía local ejecutada por algunos artífices de la plata en un pueblo de apenas dos mil habitantes y cuya gloria de producción argentífera había quedado sepultada en el pasado.
El libro de Gobi Stromberg, El juego del coyote: platería y arte en Taxco, trata profundamente sobre la actividad artística que dio fama internacional a esta expresión, así como al paisaje de esta población guerrerense. La visión de Spratling y su concepción del trabajo artesanal de la platería dentro de un gran taller trascendió en una manifestación que vino a revitalizar tanto el norteamericano como la misma revalorización de una estética que la Revolución mexicana hizo resurgir en las artes populares.
Con un enfoque socioeconómico y antropológico, Stromberg desarrolla su estudio a partir de los antecedentes históricos y la presencia del impulsor norteamericano, así como la aparición de los grandes talleres: su auge y su decadencia, la transformación de la producción y el taller familiar, la diversificación e imitación de estilos y diseños, los mayoristas, el intermediarismo y el coyotaje, la reventa de la artesanía, la crisis de la industria en 1980, la industria turística local y su repercusión en el mercado platero, las políticas del Gobierno Federal, resultan algunos aspectos interesantes tratados por la autora.
Esta investigación “intenta no sólo aportar una información lo más detallada posible acerca de los múltiples procesos que conforman y condicionan esta producción particular, sino también apuntar a la amplitud de los problemas y de las posibilidades latentes en muchas de las demás artesanías de la nación”. Así lo asienta en la presentación de su tesis la especialista, razonamiento que le sirviera para obtener el doctorado en la Universidad de California (EUA) y editada por el Fondo de Cultura Económica (FCE) en 1985.
Para convocar a los estudiosos y especialistas en ciencias humanísticas como la arqueología y la etnohistoria se debe tener –además de la comprensión– el respaldo y el apoyo en todos sentidos para realizar un encuentro que resumiera lo que hasta ese momento había producido la investigación y el conocimiento en esos campos de la Antropología mexicana sobre la región de la entidad guerrerense.
A mitad de los años 80 las referencias a los estudios antropológicos sobre Guerrero se remontaban a dos acontecimientos académicos realizados hacía casi 40 años atrás: la IV Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología de 1946 dedicada al Occidente de México y la IX sesión del Congreso Mexicano de Historia en 1949, que conmemoraba el Centenario de la erección de la entidad.
El Primer Coloquio de Arqueología y Etnohistoria del estado de Guerrero se celebró en noviembre de 1984 en la ciudad de Chilpancingo y fue inaugurado con la presencia del C. gobernador constitucional licenciado Alejandro Cervantes Delgado y el director del INAH, Enrique Florescano Mayet. Acudieron al mismo destacados investigadores, con un cúmulo ya de información obtenida en todos esos años anteriores.Un gran número de aquellos estudios fueron excelentes informes preliminares que hacían vislumbrar publicaciones más completas y detalladas a futuro, como pudo constatarse años después.
Un gran porcentaje de los expositores constituían parte de la planta de investigadores del INAH, pero también hubo intervenciones de estudiosos de la UNAM y de instituciones extranjeras. Resaltaron en las sesiones los trabajos de estudio de diversas áreas y el énfasis en las interrelaciones culturales e influencias, especialmente de las culturas olmeca, teotihuacana y mexica.
Los temas tratados fueron variados y heterogéneos y abarcaron desde la descripción detallada del arqueólogo Pedro Ortega Ortiz Montero sobre una iglesia agustina del siglo XVI en Tetela del Río (municipio de Heliodoro Castillo), así como el estudio sistematizado de petrograbados que presentó la arqueóloga Martha Cabrera Guerrero (INAH), donde resaltaba la riqueza epilítica del sitio arqueológico de Palma Sola en Acapulco.
Paul Schmidt y Jaime Llitvak presentaron un insólito panorama histórico de la arqueología de Guerrero y una propuesta para desarrollar sistemáticamente la investigación en este aspecto. Schmidt, cuya presencia en Xochipala, municipio de Eduardo Neri, y en el lugar de La Cueva, municipio de Chilpancingo de los Bravo, era ya muy conocida, presentó además, en otra intervención, una detallada secuencia del primer sitio.
El sorpresivo hallazgo en el municipio de Copalillo de un sitio denominado en un principio “Teopantecuanitlan” hizo que la arqueóloga Guadalupe Martínez Donjuán diera a conocer las primicias de un prometedor proyecto con la presencia de un gran número de rasgos olmecas, entre ellos un recinto ceremonial con escultura colosal, utilización de grandes bloques de piedra en la construcción, cerámica, red de canales de agua, etcétera.
En este mismo proyecto, la académica francesa Cristina Niederberger Betton reportó un área de habitación doméstica de este lugar al que ella denominó “Tlacozotitlán”. Su trabajo incluyó referencias a la cerámica olmeca del sitio, lítica, materiales y técnicas de construcción y la posible existencia de un taller de trabajo en concha.
El proyecto arqueológico Cocula, que cubría una amplia zona del estado, propició la intervención del arqueólogo Rubén Cabrera Castro, quien reportó los avances de varias temporadas de campo y 95 sitios arqueológicamente sondeados, bien a base de pozos estratigráficos o de excavación de estructuras. La localización de asentamientos era variada: cerca de ríos, sobre lomeríos, en las cimas de los cerros y en cuevas.
En otra ponencia el mismo expositor hizo un esbozo del desarrollo cultural prehispánico en la región del Bajo Balsas. Fue en realidad un resumen integral que abarcaba tanto el aspecto cronológico como el patrón de asentamiento, cerámica, economía, arquitectura monumental y doméstica, etcétera, logrando en algunos casos hacer inclusive una interpretación de la organización social de los grupos que vivieron en esa región.
La obra hidroeléctrica de El Caracol, en la cuenca del río Balsas, le proporcionó al maestro Felipe Rodríguez Betancourt reconocer un área de casi 2000 km cuadrados en la cual registró una secuencia de habitación que abarcaba desde el Preclásico Medio (1200–400 a. C.) hasta el Postclásico Tardío (1200–1521 d. C.).
Figurilla encontrada en la zona de Mezcala.
La arqueóloga María Guadalupe Goncen Orozco (INAH) informó sobre una tumba troncocónica en Chilpancingo, la cual probablemente formaba parte de un sitio arqueológico hoy en día cubierto por la mancha urbana cada vez más extensa de esa ciudad.
Dos estelas donadas en 1983 al Museo Nacional de Antropología, procedentes de Tepecoacuilco, fueron descritas por la maestra Clara Luz Díaz Oyorzábal (INAH) y quedó así demostrada la influencia teotihuacana en el territorio del estado.
El gran proyecto del Templo Mayor (INAH) fue ilustrado por el responsable del mismo, el arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma, quien presentó además a miembros de su equipo que expusieron resultados hasta ese momento de las excavaciones. Oscar J. Polaco Ramos habló sobre restos biológicos que aparecieron en las ofrendas, muchos de los cuales provenían probablemente de las costas de Guerrero y Oaxaca. Así también la investigación de Carlos Javier González González y Bertina Olmedo Vera, estudiantes destacados del proyecto, trataba de las numerosas piezas de estilo Mezcala que allí se encontraron.
Las aportaciones arqueológicas –expuestas por investigadores del INAH y de la UNAM– abarcaron diversos puntos del dilatado territorio del estado de Guerrero, más las intervenciones sobre la etnohistoria tendieron a concentrarse en la parte oriental de la entidad.
La lingüista del Instituto de Investigaciones Filológicas (UNAM), Karen Dakin Anderson, analizó la etimología de los nombres en náhuatl del Códice Azoyú y el Lienzo de Tlapa. Su hipótesis se basó en el sentido de que el náhuatl de estos documentos pudo haber representado el papel de lengua franca, o sea, de uso general en el área. Sobre las mismas fuentes pictográficas, la maestra Constanza Vega Sosa (INAH) adelantó parte de sus avances de investigación y asentó que tal tipo de documentos presentan datos que se relacionan en glifos y toponímicos, nombres y linajes de los teuhtli –grandes señores– nahuas y mixtecos de la provincia de Tlachinollan (Tlapa).
El arqueólogo Felipe R. SolísOlguín (INAH) presentó una descripción del Lienzo de Totomixtlahuaca (municipio de Tlacoapa) o Códice Condumex, señalando las características y la explicación efectiva de los elementos pictográficos que lo integran y la importancia del lienzo en relación a la delimitación y defensa de las tierras comunales del lugar.
El etnólogo Joaquín Galarza (SEP–CIESAS), que había publicado en idioma francés su estudio sobre los lienzos de Chiepetlán, relató de manera amena las vicisitudes que pasó para ganarse la confianza de los habitantes de San Miguel Chiepetlán (municipio de Tlapa), que lo llevaron al análisis exhaustivo de los lienzos resguardados celosamente por los lugareños.
En el mismo sentido de la investigación sobre documentos pictográficos el entonces estudiante de etnohistoria Alfredo Ramírez Celestino presentó su estudio sobre El mapa de Tepecuacuilco, donde analizaba los topónimos en náhuatl de los poblados que conforman el lugar y su relación con los nombres dados por los españoles a estos puntos geográficos.
El mapa que analizó Carlos Barreto Mark (INAH) y que se encuentra en la Biblioteca Nacional de París le permitió hacer una disertación sobre el origen y la historia de este documento. Después de examinar los trabajos elaborados y analizar sus particularidades, a manera de hipótesis planteó que no pertenece a Coatlán del Río (Morelos) y sí posiblemente a la actual localidad de Chontalcoatlán (municipio de Tetipac). Al parecer, la finalidad del mapa era servir de “testimonio comprobable” en sus derechos de tierra.
El arqueólogo Humberto Besso–Oberto González presentó su estudio sobre tres minas productoras de óxido férrico (tecozáhuitl) o cinabrio y las construcciones en asociación a la explotación del mineral fechando el hallazgo hacia el Postclásico Tardío. La ponencia estuvo acompañada de una proyección fílmica de las mismas. Las minas estudiadas se encuentran entre los municipios de Taxco e Ixcateopan en un punto denominado Chichila.
La maestra Malinali Meza Herrera (SEP) disertó sobre la polémica en torno a los yopes y tlapanecos y sustentó la hipótesis en cuanto a la contemporaneidad de estos dos grupos. En el transcurso de su trabajo la autora pretendía desentrañar para ella los puntos esenciales –territorio, idiomas, costumbres– que le permitían caracterizar a estos pueblos.
El trabajo de la arqueóloga Eneida Baños Ramos (INAH) realzó la importancia de la cartografía antigua ya que ésta representa un valioso elemento de apoyo en la investigación del proceso histórico en determinado ámbito geográfico. Este fue un trabajo basado en la información que la cartografía de los siglos XVI al XIX proporciona sobre los grupos étnicos que habitaron el actual estado de Guerrero.
La participación del maestro Anselmo Marino Flores (INAH) fue con un estudio de la distribución de las lenguas indígenas en la época prehispánica. El autor se apoyó en algunas fuentes primarias –relaciones geográficas del Siglo XVI– así como contemporáneas –Mendizábal, Jiménez Moreno, entre otros– y en un mapa para la distribución geográfica del territorio. Marino Flores demostró que en la época prehispánica se hablaron 24 lenguas, reduciéndose en la actualidad a cuatro: amuzgo, mixteco, nahua y tlapaneco.
La Asociación de Historiadores de Guerrero, A. C. se hizo presente con la participación de dos de sus miembros. El doctor Edgar Pavía Guzmán presentó dos trabajos: el primero fue un estudio sobre la provincia de Tlapa, sus características y la posible procedencia de sus moradores. Hizo mención de algunas fuentes al respecto y resaltó el aspecto económico por los nexos comerciales que tenían con la nao de China y las flotas del Perú. El segundo, Theatro Americano (1747), nos mostró su preocupación por las omisiones en que incurrió Antonio de Villa Señor y Sánchez, autor de la obra, en particular en lo referente a Tlapa, y citó algunos autores que también han manifestado sus dudas acerca de la veracidad de la información proporcionada por el autor en cuestión.
El trabajo del maestro Rafael Rubí Alarcón fue una relación sobre la génesis y las características de la encomienda así como su implantación en Nueva España, particularmente en la región de La Montaña. Mencionó las encomiendas de Tlapa, Olinalá y Huamuxtitlán, los tipos de tributos, el monto de éstos, etcétera. En sí, brindó un panorama general de esta institución que contribuyó a enriquecer el conocimiento de la historia regional.
La doctora Una Canger, de la Universidad de Copenhague (Dinamarca), consideró en su intervención que en base a su extensión los dialectos del náhuatl han adquirido ciertas variantes. Es por ello que en 1978 propuso la clasificación de los dialectos del náhuatl en centrales y de la periferia. Sustentó que los del centro recibieron una mayor influencia de Tenochtitlan en comparación con los de la periferia –que caen dentro de la categoría del náhuatl denominado “corrompido”–. Así, en este trabajo, se trasplantó esa proposición con la comparación de los dialectos del náhuatl en el estado y para su estudio los dividió en tres grupos: náhuatl del norte de Guerrero, del sur (de la Costa) y el náhuatl del Guerrero central.
El ensayo de la doctora Doris Heyden Selz (INAH) sobre Xipe Tótec constituyó una interrogante sobre el origen de esta deidad y sugirió que cuando los mexicassojuzgaron parte del estado de Guerrero adoptaron su culto y lo incorporaron a su marco religioso. Nos comunicó que este dios se asociaba con las grandes riquezas naturales y de ahí su propagación –bajo diversas formas– en otras culturas y latitudes.
Stanislaw Iwaniszewski, maestro visitante de la UNAM del Museo Estatal Arqueológico de Varsovia (Polonia), presentó en su exposición una revisión de las teorías sobre el significado de la orientación de varios edificios y centros ceremoniales con algunos ritos y ceremonias contemporáneos. Planteó su hipótesis en base a la comparación de la topografía de un sitio del Postclásico Temprano (900–1200 d. C.), Nahualac, en las laderas del Iztaccíhuatl, con uno de la actualidad, el cerro Ehécatl en San Pedro Petlacala (Tlapa).
El antropólogo Gabriel Moedano Navarro abundó en más datos de carácter sociocultural sobre la población negra en el estado relativos a las épocas colonial, independiente y moderna. Destacó la necesidad de una mayor profundidad a través de nuevos planteamientos teóricos, dada la importancia de estos grupos en la formación socioeconómica y cultural de la entidad.
El estudiante Juan Carlos Catalán Blanco participó con una legítima y encomiable inquietud sobre el Archivo Paucic. En su exposición hizo una minuciosa relación de materiales recabados y acumulados desordenadamente por el ingeniero Alejandro W. Paucic a lo largo de su vida. Cartógrafo oficial y figura familiar para los chilpancingueños, seguía rodeado de un misterio infranqueable aún después de su muerte. Como hemos expuesto en líneas anteriores, el Archivo Paucic se encuentra en la actualidad resguardado por el Gobierno estatal en la ciudad capital, Chilpancingo.
El erudito maestro don Wigberto Jiménez Moreno, figura notable de la antropología mexicana, hizo acto de presencia en este coloquio y distinguió al evento con su participación. Seguro de sí mismo se presentó como siempre a improvisar, con un discurso ameno pero enjundioso sobre “la costa suroccidental de México y los contactos andino–mesoamericanos”. Ante el auditorio recordó a Anselmo Marino Flores que ambos eran los “únicos supérstites” de aquel otro evento, el Congreso de Historia celebrado en Chilpancingo hacia ya 35 años y que reuniera además a Armillas, Covarrubias, Vivó, Weitlaner, Moedano K., Barlow, Hendrichs…
Al final del evento, ante la solicitud de los organizadores, llevó a cabo brillantemente la relatoría final. Prometió entregar por escrito su ponencia, como siempre lo hacía, pero no pudo cumplir su promesa. Pasaron los meses y la muerte le sorprendió poco tiempo después de regresar de Oaxaca. El coloquio fue el penúltimo evento en que participara.
El maestro Andrés Medina Hernández (UNAM) realizó una semblanza de tal personaje que se unió a la memoria impresa del Primer Coloquio de Arqueología y Etnohistoria del estado de Guerrero, mismaque se publicó en 1986 en coedición del Gobierno del estado y el INAH.
Desde 1981 entre el Gobierno del estado y el INAH se inició una serie de actividades tendientes a rescatar aquellos aspectos de la cultura de la entidad por largo tiempo relegados. El hallazgo arqueológico en las cercanías de Copalillo había motivado el interés y la curiosidad por ahondar nuevamente en el proceso histórico y cultural de Guerrero. Al efecto se inauguraron cuatro museos, se efectuó un coloquio, se creó un instituto de cultura y se editaron varias obras de temática acorde. Dentro de esta labor estaba contemplada la bibliografía antropológica sobre el estado de Guerrero del maestro Anselmo Marino Flores, quien desde hacía varias décadas se interesaba en la recopilación de fichas sobre el tema, mismas que habían sido publicadas parcialmente.
Sin embargo, gran parte del material del maestro Marino se encontraba rezagado en relación a la cada vez más prolífica y diversificada literatura de ciencias sociales sobre el estado. Por lo tanto, el acervo tenía que ser revisado y enriquecido para lograr su actualización. La salud del antropólogo al mismo tiempo había decaído notablemente. Se determinó así que para una mayor aproximación a la totalidad de la bibliografía referencial era preciso formalizar este primer intento como una obra de colaboración colectiva. Los autores adjuntos y los estudiantes investigadores proporcionaron nuevos títulos, comentarios, información y precisiones colaterales.
El acopio bibliográfico fue dividido en ocho secciones: I. Obras generales, II. Antropología social y Etnografía, III. Arqueología, prehistoria y arte, IV. Etnohistoria, V. Lingüística, VI. Folclor y narrativa indígena, VII. Antropología física y VIII. Miscelánea. La obra compendió 940 fichas o entradas de otros tantos libros, noticias, reseñas o artículos referidos a la entidad, actualizados hasta 1987. Aunque pudieron haberse deslizado omisiones y su estructura no fuera estrictamente ortodoxa, la obra resultó un buen intento y un desafío para actualizarla y afinarla en lo futuro.
La Bibliografía antropológica del estado de Guerrero apareció en 1987 bajo el auspicio del Instituto Guerrerense de la Cultura. Firmaron como autores el propio maestro Anselmo Marino Flores y Juan Carlos Catalán Blanco y Roberto Cervantes Delgado como colaboradores. El día en que salió de la imprenta el primer ejemplar le fue entregado al maestro Marino Flores en su lecho de enfermo. Días después, en el mes de marzo de aquel año, este destacado coterráneo falleció.
Un área cultural de población indígena de habla náhuatl de nuestra entidad es la comprendida en la región denominada del Alto Balsas. En años recientes, sus pobladores adquirieron notoriedad por oponerse enérgicamente a la construcción de una presa. Este hecho evidenció la carencia de investigaciones sistemáticas sobre los diversos aspectos culturales de ese conglomerado geográficamente localizado a lo largo y ancho del Alto Balsas.
Catherine Good Eshelman había venido estudiando esta región donde además de aprender la lengua náhuatl se dedicó a estudiar el proceso completo de la artesanía del amate pintado en la comunidad de Ameyaltepec, municipio de Eduardo Neri, pero, sobre todo, los mecanismos de comercialización de la artesanía manejados por los mismos artesanos nahuas. Esta autonomía había permitido que el grupo productor gozara de cierta notable prosperidad sin perder su identidad étnica y los había salvado de desaparecer como indígenas para convertirse en mestizos marginados.
Estos antiguos arrieros que regresaban de la costa del Pacífico con sus mulas cargadas de sal para venderla precariamente en los muchos pueblos de los alrededores sufrieron las crisis periódicas que se sucedieron entre 1940 y 1960 y que los enfrentara a una lucha de sobrevivencia, como muchos otros grupos indígenas. Después de muchos infructuosos intentos los pobladores de Ameyaltepec, como otros vecinos, producían una cerámica blanca decorada con motivos ocres, abstraídos de su contexto natural: aves, plantas, animales domésticos y silvestres, etcétera.
A estos motivos les fue agregada una extensa gama de colores que, con gran plasticidad, trasladaron a la superficie del papel amate, traído de un pueblo otomí llamado San Pablito, en la Sierra de Puebla. El variado colorido de los dibujos captó de inmediato la aceptación turística y después la estima general, ya que su comercialización, que era manejada por los propios artistas itinerantes por todo el territorio nacional, había marcado la aceptación de esta expresión artesanal de Ameyaltepec, que fue imitada por los lugareños de Oapan, Xalitla, San Juan Tetelcingo, Maxela, del municipio de Tepecoacuilco.
Grabado en papel amate.
Todo este universo etnográfico e histórico fue captado profesionalmente por Catherine Good, quien hasta hoy ha convivido fraternalmente con los pobladores nahuas de esos lugares, y quienes han visto su producción y venta de amates pintados convertida en una de sus mayores fuentes de ingreso. La manera como se ha desarrollado este pujante comercio, sin las consecuencias desastrosas para la cultura tradicional, requiere de explicación, y ése es el tema central de la obra Haciendo la lucha. Arte y comercio nahuas de Guerrero, editado por el FCE en 1988.
En 1979 se había editado un libro que significó un homenaje a la artesanía del papel amate pintado. El texto, que firmaba el señor Antonio Saldívar, recogía el testimonio oral de la vida cotidiana del pueblo de San Agustín Oapan expresada y plasmada por el artista local Abraham Mauricio Salazar en una larga y colorida serie de estampas. En ellas se describía al pueblo, la vida en familia, el río y la pesca, las tareas agrícolas, los cultivos, los animales domésticos, la fiesta del pueblo, la cosecha, la artesanía del barro, los problemas y las expectativas de sus habitantes, etcétera, aspectos que comprendían los capítulos: a) San Agustín Oapan, b) El tiempo del campo, c) El tiempo del pueblo y del comercio, d) El tiempo del amor y la esperanza y e) Epílogo. En esta última parte se destacaba el aislamiento, la marginalidad y la miseria del pueblo como contraposición a la sensibilidad artística de sus artesanos. La lujosa edición de El ciclo mágico de los días. Testimonio de un poblado indígena mexicano fue patrocinada por la SEP y el Fondo Nacional para las Actividades Sociales (FONAPAS).
El desarrollo de la arqueología del estado de Guerrero parece haber quedado supeditada a la construcción de las grandes obras hidroeléctricas, al trazado de carreteras y autopistas, a construcciones inmobiliarias, a denuncias tardías; es decir, ha dependido en la mayor parte de sus incursiones como si fuera el resultado de la aleatoriedad. No obstante, desde varias décadas atrás los lineamientos para realizar trabajos científicos han partido de personas como los pioneros, entre ellos Armillas, Weitlaner, Barlow, Hendrichs, Covarrubias, Brand, Lister, García Payón, Ekholm, Brush y otros nombres más, autores imprescindibles de valiosos informes y artículos dispersos que reflejan su influencia en las obras que ahora se han concretado en volúmenes precisos.
La región a lo largo del río Balsas ha sido, desde los años 70, la más atendida en los salvamentos arqueológicos derivados de la construcción de la presa El Infiernillo, entre Guerrero y Michoacán. De los primeros informes resultantes fueron los trabajos de Florencia Müller: Estudio tipológico provisional de la cerámica del Balsas Medio, que analizó material cerámico (tiestos) proveniente del lugar y logró hacer una lista de elementos diagnósticos, comparando los materiales con otros provenientes de pueblos de Mesoamérica y posiblemente más lejanos.
La cronología del material fue determinada de acuerdo a su antigüedad desde 1600–800 a. C. (Preclásico Medio), 800–200 a. C. (Preclásico Superior), 200 a. C.–100 d. C. (Protoclásico), 100–800 d. C. (Clásico), 800 hasta 1200 d. C. (Postclásico Temprano), 1200–1500 d. C. (Postclásico Tardío). Este análisis fue publicado por el INAH en 1979. El siguiente informe, también de 1979 y por la misma institución, fue el del arqueólogo Norberto González Crespo, quien presentó Patrón de asentamientos prehispánicos en la parte central del Bajo Balsas. Un ensayo metodológico, un intento que buscaba definir los elementos concernientes a los diversos sitios: 1. Ángulo de pendiente. 2. Distancia al río Balsas o Tepalcatepec. 3. Distancia al agua. 4. Altura sobre el río Balsas o Tepalcatepec. 5. Altura sobre el agua. 6. Área total del sitio. 7. Área construida. 8. Porcentaje de área construida. 9. Número total de estructuras. 10. Número de conjuntos. 11. Número de estructuras de cuatro ángulos (rectángulos). 12. Número de estructuras circulares. 13. Área de las estructuras, modo.
El autor advierte “que este trabajo es sólo un ensayo del estudio del patrón de asentamiento y que las conclusiones derivadas de él no son definitivas, pues sólo con el estudio integral de los materiales arqueológicos se puede llegar a resultados más cercanos a la realidad cultural del área de estudio…”
Otra de las características de las exploraciones arqueológicas en el estado, aceptadas por los mismos investigadores, es que éstas han sido “escasas, esporádicas, inconexas y discontinuas” pero poco a poco se van conociendo informes sobre determinadas regiones además de las mencionadas. El plan que desde 1975 se estuvo realizando en el norte del estado se presentó con un gran avance en 1990 con el nombre de Proyecto Coatlán. Área Tonatico–Pilcaya. En esta gran área la arqueología “trató de identificar, entre otros elementos, los niveles de desarrollo cultural alcanzados por cada grupo que habitó la zona”, así como “establecer las rutas de comercio y de intercambio que debieron existir en la misma región y hacia el exterior; detectar sistemas de irrigación, tipos de cultivo y patrones de asentamiento, determinantes de conductas socioculturales en el área, etcétera”. El libro lo publicó el INAH en 1990.
Los otros dos títulos de la misma colección científica del INAH fueron editados en los años 90 del pasado siglo. El primero de ellos fue Cerámica de época olmeca en Teopantecuanitlán, Guerrero, y es uno de los informes que reportan los primeros resultados de los estudios sobre este sitio, fortuitamente reportado en el municipio de Copalillo. Y como según se explica, la disciplina antropológica no sólo se inclina a las evidencias de carácter monumental, sino que estudia a profundidad los restos de todos aquellos materiales que pudieran conducir a establecer pautas del desarrollo cronológico–culturales en el tiempo y el espacio de Mesoamérica. Este es un estudio de restos cerámicos encontrados en el sitio y un intento serio de clasificación de los mismos como tipos cerámicos de vasijas y tipos de figurillas. La antigüedad que se les determinó fue de 1000 y 600 a. C. Este sistematizado estudio fue hecho por la arqueóloga Rosa María Reyna Robles y publicado en 1996.
El siguiente reporte fue el que se refería al Rescate arqueológico de un espacio funerario de época olmeca en Chilpancingo, Guerrero, que trata del hallazgo accidental, en 1988, de una fosa prehispánica en los terrenos de la construcción de una unidad habitacional al oriente de la ciudad. Además, una de esas tumbas de todo el espacio de enterramientos tuvo la característica de contar con una “bóveda falsa”, rasgo muy apreciado para los arqueólogos, y se pudieron recuperar, tras arduos trabajos, los datos de otros entierros en criptas y cistas o cajas. Por supuesto, estos testimonios habían sido ya saqueados, pero los restos óseos y varias ofrendas pudieron salvarse para su estudio. Se logró rescatar 35 vasijas así como 631 tiestos o pedacería de cerámica y restos de concha, además de muestras biológicas de las semillas que contenían algunas vasijas y el suelo mismo.
Los arqueólogos tuvieron que trabajar con premura para no detener el proceso de la construcción habitacional y todos los materiales fueron estudiados en la Ciudad de México. Los análisis demostraron que el área donde se encontraron estas evidencias mortuorias hacían suponer que estuvo densamente poblada desde 2500–1200 a. C. (Preclásico o Formativo) hasta 900–1200 d. C. (Postclásico temprano).
Este descriptivo trabajo de rescate fue firmado por la arqueóloga Rosa María Reyna Robles y el biólogo Lauro González Quintero en 1998, quienes coordinaron el trabajo de equipo que requirió el estudio interdisciplinario.
Los arqueólogos Jaime Litvak King y Paul Schmidt Schoenberg, del Instituto de Investigaciones Antropológicas (IIA) de la UNAM, han mantenido una presencia regular a través de varios lustros en el espacio que han elegido para realizar sus estudios: el centro del estado. Schmidt presentó en 1990 el resultado de sus indagaciones en el área de Xochipala, adonde arribó con su proyecto en 1975. Arqueología de Xochipala fue publicado por la UNAM y resultó un exhaustivo estudio de esta área y un paso más para dilucidar si “Guerrero pertenece a Mesoamérica o al occidente de México”.
En 2001, LiItvak y Schmidt presentaron Arqueología de Buenavista de Cuéllar, Guerrero. Recorrido preliminar de superficie, reporte de un proyecto iniciado en 1997 donde el objetivo central era estudiar la región comprendida entre el valle de Iguala y el valle de Morelos. El valle de Buenavista de Cuéllar resulta el paso natural entre aquellas dos planicies, área donde existían datos que proporcionaban una secuencia cronológica de ocupación que abarcaba desde 1200–400 a. C. (Preclásico Medio) o tal vez desde el Preclásico Inferior (1800–1200 a. C) hasta el momento de la Conquista.
Además, la situación misma del valle de Buenavista hacía suponer parte de una ruta que conectaba al centro de Guerrero –el área de Mezcala– con las llanuras de Morelos y México en varias épocas, por lo que existía la posibilidad de determinar rutas de intercambio. El reporte general de esta primera fase del proyecto fue publicado igualmente por la UNAM.
La última publicación referida a Guerrero es una compilación de diversas ponencias o artículos, algunas de cuyas primicias se remitían al Primer Coloquio de Arqueología y Etnohistoria celebrado en 1984, así como a otros encuentros posteriores e investigaciones recientes. Esta obra, coordinada por las arqueólogas Christine Niederberger (q. e. p. d.) y Rosa María Reyna Robles, y editada por el INAH, el CEMCA y el Gobierno de estado en 2002, se denominó El pasado arqueológico de Guerrero.
De excelente presentación en diseño y tipografía, esta propuesta sin embargo parece haber sido destinada a la consulta únicamente de aquellos especialistas completamente familiarizados con la región y la temática arqueológica de la entidad. Al neófito o curioso le será difícil acceder al contenido, pues éste carece de prefacio, introducción o prólogo que conduzca al lector al propósito del estudio, las tesis desarrolladas, los comentarios de carácter general a las investigaciones que han precedido al trabajo que se presenta, etcétera.
Los temas tratados en 23 aportaciones se refieren primordialmente a puntos muy precisos: la cultura Mezcala, los sitios a lo largo del río Balsas, el valle de Cocula, Cuetlajuchitlán, el sitio que puso al descubierto la construcción de la autopista Cuernavaca–Acapulco, el valle del río Cutzamala, los litorales de la Costa Grande, la arqueología de Tlapa, la frontera tarasca, la arqueología de Zacatula, el culto de Xipe Totec y varios temas más que sumaron casi 600 páginas.
Como hemos constatado en líneas anteriores, la antes olvidada región de La Montaña se ha convertido en un verdadero punto de atención de los estudiosos de las ciencias sociales. Cada vez aparecen más tratados sobre los diversos aspectos socioculturales que caracterizan a los pueblos indígenas de esa parte del estado.
En 1994 Marcos Matías Alonso, originario de la región, presentó una compilación de 17 lecturas de diversos autores, denominada Rituales agrícolas y otras costumbres guerrerenses (Siglos XVI–XX) que, editada por el CIESAS, reunió desde aspectosetnohistóricos sobre supersticiones e idolatrías antiguas hasta creencias vigentes sobre la “sombra” y el rito para “levantarla” o los métodos de adivinación que se dan en varios pueblos mixtecos, nahuas y tlapanecos y afromestizos. Predominan aquellas referidas a los rituales de petición de lluvias en el pozo y cerro de Ostotempa, cerca de Atliaca (municipio de Tixtla), así como en Petlacala (municipio de Tlapa) y de los propiciados por las diversas fases del ciclo agrícola que se siguen observando entre grupos indígenas como la ceremonia de emborrachamiento de ratones en Zapotitlán Tablas.
Se incluyó material tan variado como el proveniente de Hernando Ruiz de Alarcón, fray Juan de Grijalva, Schultze–Jena, Paucic, Weitlaner, Aguirre Beltrán y de investigaciones y autores más recientes de gran mérito etnográfico. El compilador concluye: “Los rituales cumplen la función de darle continuidad a la cultura indígena, de reforzar la tradición y de sostener la identidad comunal”. El mismo autor publicó en 1997, en la editorial Plaza y Valdés, La agricultura indígena en la Montaña de Guerrero, que resultó un estudio y balance socioeconómicos de los sistemas agrícolas tradicionales y los proyectos modernos experimentales que pretenden complementarse como una alternativa de supervivencia campesina.
El texto pretendió dar respuesta a cuestiones de cómo y por qué se modifican los sistemas de producción agrícola, las consecuencias sociales que pueden generarse por el tránsito de una sociedad agraria tradicional hacia una sociedad rural modernizada y de que si resulta irreversible la declinación paulatina de los sistemas agrícolas tradicionales. Este tipo de proyectos que rebasan la perspectiva meramente antropológica se han originado como otros tantos en el CIESAS, apoyados por organismos de desarrollo social, nacionales y extranjeros.
En 1994, la antropóloga francesa Françoise Neff dio a conocer su libro, editado por el INI, El rayo y el arcoiris. La fiesta indígena en La montaña de Guerrero y el oeste de Oaxaca que representaba un análisis desde el punto de vista de la simbología del antecedente histórico de las fiestas religiosas que realizan las comunidades nahuas, mixtecas, tlapanecas y amuzgas. La autora afirma que tales celebraciones provienen desde la época prehispánica y que éstas se adscribieron al calendario cristiano que les impusieron los misioneros evangelizadores después de la Conquista.
Este calendario resultó, en una gran parte de los casos, casi coincidente con el ciclo ceremonial o ritual de los pueblos sometidos y a esta interpretación la antropóloga se propuso dar su propia visión de lo que significa la “fiesta” y la organización social y ritual que implica. Se derivan de ésta los cargos y mayordomías, los cerros y los pozos cuyo culto propicia las lluvias, las fiestas del ciclo de vida, las ofrendas, las danzas y toda una serie de aspectos que, en su visión muy particular, la condujeron a conclusiones muy peculiares.
La obra que firmaron como autores Alejandro Casas, Juan Luis Viveros y Javier Caballero, biólogos adscritos al Programa de Aprovechamiento Integral de los Recursos Naturales (PAIR), se refiere a la Etnobotánica mixteca. Sociedad, cultura y recursos naturales en La Montaña de Guerrero yfue editada por el INI en 1994.Este tipo de estudios resultan aún un campo pocas veces abordado por la etnografía mexicana y se refieren al aprovechamiento de los recursos en el entorno de una comunidad rural de habla mixteca. Las comunidades elegidas correspondieron al municipio de Alcozauca y sus plantas útiles, dentro de un conjunto de información geográfica, ecológica, histórica, socioeconómica y cultural, así como de los sistemas de producción que se practican en el área y el papel que ejercen en la subsistencia campesina.
Los recursos vegetales utilizados por la población local fueron el objetivo de los investigadores, pero no descuidaron hacer observaciones –inclusive– sobre los rituales agrícolas y de petición de lluvia que se practican para asegurar los cultivos y sobre todo la importancia que representan para la precaria dieta nutricional de los habitantes de Alcozauca. Los campesinos mixtecos del lugar “utilizan alrededor de 400 especies de plantas y animales para la satisfacción de sus diferentes necesidades de subsistencia; cerca de la mitad de estas especies es utilizada en la alimentación”. La experiencia de Alcozauca puede fácilmente generalizarse para casi todos los municipios de la región.
El economista guerrerense Mario O. Martínez Rescalvo volvió a proponer en 2000 una serie de lecturas referidas preferentemente al punto focal de la región oriental del estado: Tlapa de Comonfort, cabecera de la antigua Tlachinollan y lugar de donde él es originario. Tlapa: origen y memoria histórica reúne once ensayos que tratan diversos aspectos históricos sobre el pasado de este centro rector del cual irradiaba influencia y poder para toda una región concebida como “un producto de la actividad humana, que modela un espacio natural, de tal modo que ésta forma un conjunto económico social” y que en este caso resultó por siglos el espacio de mixtecos, nahuas y tlapanecos. El prólogo, del cual esautor elcompilador, nos introduce gráficamente a su contenido.
La arqueóloga Elizabeth Jiménez García se remite al pasado más remoto de esta área y nos ilustra sobre la antigüedad de su ocupación humana desde 2000–800 años a. C. (Formativo Temprano), lo cual se deduce por los elementos olmecas correspondientes a ese periodo. Para el Clásico (200–800 d. C.) aparece la influencia teotihuacana y de 900 a 1200 d. C. la tolteca. Los sitios detectados por su ubicación parecen haber sido fortalezas o puntos de observación.
La contribución de Raúl Vélez Calvo es sobre la población prehispánica de habla tlapaneca cuya antigüedad la sitúa hacia el año 2500 a. C. Después llegaron los mixtecos y por último arribaron los nahuas para convertir a Tlapa en “el reino más importante del sur de Mesoamérica”.
Las instituciones coloniales como la encomienda, los corregimientos y alcaldías mayores o gobiernos, la república de indios, barrios, estancias y sujetos, fueron impuestas por los españoles en la región y para ello contaron –según Rafael Rubí Alarcón– con la anuencia de los gobernantes indígenas quienes llegaron a hacer concertaciones con sus nuevos señores y convertirse en intermediarios político–culturales indígenas, mismos que “jugaron un papel muy importante en la época del dominio español”.
El historiador Moisés Santos Carrera estudia lo que denomina periodo de consolidación del imperio español fundamentado en el acaparamiento de tierras. Esto dio origen en el Siglo XVIIl a la figura de la hacienda, misma que se fortaleció en el XIX, aunque el largo periodo no estuvo exento de la lucha por la tierra de los pueblos ya fuera por constantes litigios o por expresiones de clara violencia.
La varias veces citada Danièle Dehouve describe, en largos periodos, la conformación de La Montaña como una región de rasgos muy propios derivados de su particular desarrollo “desde la formación del reino de Tlachinollan hasta conformar la Alcaldía Mayor de Tlapa, que conservó en lo general la misma extensión territorial del reino precortesiano”. Según su ensayo, Tlapa era un punto importante de paso para las diversas relaciones que se habían establecido entre la metrópoli de Puebla y la Costa Chica, lo que la sustrajo de la dependencia de las minas y el camino real de Acapulco.
El doctor Edgar Pavía Guzmán trató el tema de la presencia en esta región de elementos de características somáticas negroides entre 1743 y 1791. Los sitúa dentro de la compleja sociedad colonial como caballerangos, subalternos o esclavos de las autoridades coloniales. El derrotero de estos individuos no era el de llegar a la Costa Chica, como pudiera pensarse, sino que se incrustaron entre la población indígena y española del área de influencia de Tlapa para cumplir diversos oficios y ocupaciones hasta mimetizarse y desparecer como fenotipo destacable, según las fuentes consultadas por el autor y las conclusiones del mismo.
El compilador Martínez aborda en su capítulo un largo periodo del Siglo XIX con la sucesión de los momentos históricos nacionales y su repercusión en Tlapa: desde la Guerra de Independencia hasta la erección del estado de Guerrero, cuya porción oriental fue segregada del estado de Puebla. Reconoce el economista que la parte que con más énfasis abordó en su ensayo fue aquella de la prefectura de Ignacio Comonfort en el Distrito de Tlapa, las guerras indígenas de 1842–1845 y el accidentado proceso que culminó con la conformación de la entidad sureña.
El historiador regional de origen mixteco, Jaime García Leyva, dedica su ensayo al relato de los bandidos, rebeldes y otros incidentes en la región de Tlapa en los años 1880 a 1890, o sea, a los movimientos sociales durante esta década del Porfiriato y que, aunados a un descontento general, propiciaron los premonitorios sucesos que se avecinaban. El poder, detentado arbitrariamente por los prefectos políticos, se ensañaba con la población indígena y se aliaba con los comerciantes españoles, situación que incrementaba el descontento social y daba lugar a emergentes caudillos regionales como Pascual Claudio y Silverio León. Mientras tanto, Tlapa conservaba e incrementaba su importancia como punto de convergencia de las relaciones y sus conflictivas derivadas de la situación y elevaba asimismo su categoría de villa a ciudad.
La contribución de Renato Ravelo Lecuona gira en relación a la figura mítica de Emiliano Zapata, cuya ideología e insurrección se proyectaron sobre el paisaje guerrerense y la región de La Montaña, y rescata la figura de Cruz Dircio, líder mixteco que circunstancialmente se unió a las fuerzas de Juan Andreu Almazán, “un joven galán ilustrado de Olinalá”. Así el autor reflexiona sobre la herencia que de Zapata pesa aún sobre los campos de Guerrero y que podría ser la esencia secular de las esporádicas pero regulares manifestaciones de descontento, cualquiera que sea el pretexto o reclamo enarbolados, por seres que sobreviven en un ambiente que “representa los puntos más bajos de todos los indicadores de bienestar, los máximos en malestar, de toda la nación”.
La elección presidencial en el México de 1940 conmovió a todo el país, pero en Tlapa la repercusión fue más que trascendente, pues uno de los dos candidatos era oriundo de la región: Juan Andreu Almazán, general perteneciente a una nobleza ranchera de Olinalá, en la alta Montaña. A este episodio se refiere el trabajo de José C. Tapia Gómez y la trascendencia que tuvo en Tlapa y sus alrededores, detallándonos los antecedentes de aquel momento político en que la lucha por el poder enfrentó al guerrerense con el poblano Manuel Ávila Camacho. En la ciudad de Tlapa surgieron clubes y comités en favor de Almazán y sus pobladores tenían regulares enfrentamientos con los oficialistas. A pesar de ello, la recepción fue apoteósica cuando el olinalteco visitó la cabecera del distrito. Posteriormente, la derrota del paisano provocó –como en tantas otras partes del país– la desilusión en toda la comarca, que continuó con tensiones poselectorales de graves consecuencias.
El general, del que se esperaba un levantamiento rebelde desapareció del panorama político y ya en su calidad de exitoso empresario su recuerdo y figura se desvanecieron en el tiempo. No obstante, el autor considera que debe permanecer en la memoria colectiva pues “el general asestó un duro golpe al poder del estado y abrió a la historia los fraudes políticos, reviviendo el secreto de la acción electoral de las masas populares”.
La compilación culmina con la contribución de Abel Barrera Hernández, quien nos ofrece una visión de la antigua villa de Tlapa, que no por incisiva y certera deja de ser evocadora. El autor, originario del lugar, nos ilustra sobre el proceso histórico y social que ha determinado la actual imagen de la ciudad, en su carácter de centro operacional de las políticas indigenistas e integracionistas que se hacen presentes con la creación del centro coordinador, de la precaria efectividad de los planes gubernamentales de desarrollo, de las procuradurías sociales y otros paliativos de carácter oficial.
Asimismo, tipifica a los auténticos lugareños, los que descienden de los antiguos comerciantes españoles, orgullosos de detentar un apellido de tal origen, y los indígenas que han sido explotados y discriminados por tales representantes del poder económico. En su remembranza, registra el crecimiento que ha experimentado tanto en su espacio como en su composición social, cuando Tlapa se reducía a cuatro calles principales y siete barrios, y ahora con 22 nuevas colonias y la inmigración constante de familias que bajan de los cerros o llegan del exterior para instalarse en el afamado centro rector.
Junto a este fenómeno se agrega la salida de otros tantos hacia la Ciudad de México y otros conglomerados urbanos. A todo esto se agregan los cambios culturales inevitables, así como la pluralidad religiosa que, junto a las luchas políticas por la educación y la tierra y otras reivindicaciones, han militarizado y violentado el actual paisaje social de Tlapa y su área de influencia.
El panorama actual de Tlapa termina con la descripción de los migrantes que han llegado hasta más allá de las fronteras nacionales y forman un grupo de identidad en el corazón mismo de Nueva York, razón por la cual Barrera Hernández titula su colaboración: “Tlapa, en la ruta del tercer milenio: de la Montaña a Manhattan”.
El último estudio sobre la región oriental del estado es el resultado de un proyecto interdisciplinario e interinstitucional coordinado por Beatriz Canabal Cristiani y cuyos resultados quedaron comprendidos en el volumen titulado Los caminos de La Montaña. Formas de reproducción social en La Montaña de Guerrero, publicado en 2001 por el CIESAS y la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco. Se incluyen en él siete capítulos que abordan, desde varias perspectivas temáticas, diversos aspectos del territorio que habitan los pueblos indios de la región, vinculados a su tierra, a sus entornos próximos, al espacio que heredaron de sus ancestros, a las estrategias propias que han permitido su continuidad y sobrevivencia hasta la actualidad.
El enfoque general pretende ofrecer una visión integral de esa región a la cual se le subdivide en: a) Montaña, propiamente dicha, cuyo centro es Tlapa, b) Montaña Baja, con Chilapa como punto de influencia y c) Montaña Costa, con Ometepec como núcleo del parteaguas hacia el océano Pacífico.
Los capítulos van abordando temas como las posibilidades de desarrollo de las familias montañeras que tienen en la migración una opción que deriva en ingresos para equilibrar su economía; el estudio de caso de Copanatoyac, “municipio donde conviven tres grupos lingüísticos y diversas situaciones que pueden bien ejemplificar lo que sucede en la montaña”; las relaciones que se establecen con Tlapa, que es el centro rector de la región y donde confluyen los indígenas para adquirir servicios, pernoctar, comprar o vender, o como lugar de paso para los que transitan hacia otras partes. Se estudian también los conflictos y luchas comunitarias que se resuelven con la creación de nuevos municipios, como el de Acatepec, o con la presencia de corrientes izquierdistas vigentes, como en Alcozauca.
Otro tema es el dedicado a las particularidades de la tenencia de la tierra que, junto con el problema de los límites territoriales, evidencian el trasfondo histórico en el que se han venido sucediendo hasta hoy; la religiosidad es también otro tema abordado, por la trascendencia que tiene en la vida comunitaria y regional y el marcado alcance que tuvo en su momento la presencia del primer municipio de oposición. Insólitamente, para este tipo de estudios, al final del libro ofrecen los autores una larga serie de alternativas y propuestas para emprender, tentativamente, programas de desarrollo a nivel regional. Los autores fueron, además de Canabal Cristiani, la coordinadora, Marguerite Bey, José Joaquín Flores Félix, Evangelina Sánchez Serrano, Claudia E.G. Rangel Lozano y Sergio Sarmiento Silva.
En la década de los 90, el INAH y la Universidad de las Américas (UDLA) (antiguo México City College) acordaron reunir las obras de Robert H. Barlow, tanto las publicadas en los años 40 y 50, como las contenidas en el archivo particular del historiador –cuya custodia había obtenido la UDLA– y publicarlas en forma compendiada.
Para 1995 las Obras de Robert H. Barlow. Fuentes y estudios sobre el México indígena habían arribado al volumen VI en el cual quedaron incluidos los trabajos del destacado investigador referidos concretamente al estado de Guerrero. Algunos de ellos fueron publicados entre 1943 y 1949, y otros después de su muerte, entre 1954 y 1963, por iniciativa de algunos colegas. Los últimos fueron rescatados del resguardo bajo la responsabilidad de la UDLA y se publicaron por primera vez.
El bloque correspondiente al estado comprende los siguientes escritos que abajo se enumeran:
1. La Descripción de Alahuiztlán, 1789 [municipio de Teloloapan] / 2. La Relación de Zacatula, 1580, [municipio de La Unión] / 3. La Relación de Chiepetlán, Guerrero (1777) [municipio de Tlapa] / 4. La Relación de Tlacozautitlán,1777 [municipio de Copalillo] / 5. El Códice de Tetelcingo, 1557[municipio de Tepecoacuilco] / 6. El Palimpsesto de Veinte Mazorcas [asesorado por “un ingeniero Paucic”] / 7. Expediciones en el oeste de Guerrero: la temporada de primavera de Weitlaner, 1944 / 8. La leyenda de la migración de Tlacotepec (1570?) [municipio de H. Castillo] / 9. Un Cuaderno de Marqueses / 10. Apuntes para la historia antigua de Guerrero (provincias de Tepecoacuilco y Cihuatlán) / 11. Entre Taxco y Acapulco. Culturas indígenas del estado de Guerrero / 12. Expediciones en el occidente de Guerrero: III, enero de 1948 / 13. Nuevos apuntes sobre Chilacachapa, Guerrero [municipio de Cuetzala del Progreso] / 14. Todos santos y otras ceremonias en Chilacachapa, Guerrero, 1946 / 15. Chilacachapa, Guerrero. Apuntes lingüísticos / 16. Algunos ejemplos de la alfarería geométrica Yeztla–Naranjo, 1946 [municipio de H. Castillo] / 17. Objetos de piedra de Cocula y Chilacachapa, Guerrero, 1947 / 18. Figuras de piedra de Balsadero, Guerrero [municipio de Coyuca de Benítez] / 19. Tres complejos de cerámica del norte del río Balsas, 1948 / 20. La cerámica de la Sierra Madre del Sur, estado de Guerrero / 21. Escultura mexica en el estado de Guerrero, 1949 / y, 22. Figurilla de cobre en Guerrero, 1949.
Con esta larga relación se comprende ampliamente la importancia que la obra de Barlow representa para el conocimiento de la historia antigua y la etnohistoria de la entidad del sur. La edición del volumen VI de sus obras, que comprende además documentos referidos a los estados de Colima, Hidalgo, Michoacán, Morelos, Oaxaca, Puebla, Tlaxcala, Veracruz y Yucatán, fue elaborada por Jesús Monjarás Ruiz, Elena Limón y María de la Cruz Paillés H., investigadores del INAH en colaboración con la UDLA.
Códice Azoyú.
El estudio de los códices o “libros pintados” ha merecido la atención de muchos estudiosos de estos documentos en fechas recientes. Este tipo de documentos pictográficos, de origen prehispánico o colonial, contienen una cantidad enorme de información: localizaciones geográficas, linderos reales o imaginarios de las tierras de los pueblos, mitos de origen, justificación de los títulos nobiliarios, como elementos que propician los rituales, etcétera.
A la investigación de estas fuentes históricas se han dedicado Blanca Jiménez P. y Samuel L. Villela F. y han logrado reunir en su estudio más de 60 documentos referidos a nuestra entidad en su obra Historia y cultura tras el glifo: Los códices de Guerrero, editado por el INAH en 1998.
Los autores nos informan que la mayor parte de los documentos se refieren a lugares y pueblos localizados en el área de influencia de Tlapa, pues era, en la época prehispánica, el asiento de “varios señoríos que fueron sometidos a la dominación mexica. Es por ello que la principal tradición pictórica que predomina en sus códices es de tipo náhuatl”. La región norte del estado y la del Alto Balsas también tienen algunos testimonios iconográficos de gran interés.
Jiménez y Villela han clasificado los documentos, de acuerdo con su contenido, en aquellos que tratan aspectos económicos (procesos y tributos), genealógicos, etnográficos, históricos, histórico–cartográficos, sobre migraciones, así como mapas diversos. Un buen porcentaje de ellos se localizan formando parte de los acervos nacionales: el Fondo de documentos pictográficos de la Biblioteca Nacional de Antropología e Historia (BNAH) y el Archivo General de la Nación (AGN). Otros se encuentran en instituciones extranjeras como la Biblioteca Nacional de París, Biblioteca Estatal de Berlín, Universidad de Texas, Biblioteca Latinoamericana de la Universidad de Tulane. Algunos pocos se encuentran todavía en manos de los habitantes de los pueblos y les sirven en algunos rituales comunitarios. Uno de los primeros en salir del país fue el adquirido por Alexander von Humboldt durante su estancia en México y obsequiado a la Biblioteca Real de Berlín en 1806, y el cual se reconoce con el nombre del afamado científico viajero.
Entre los códices más mencionados está el Códice Azoyú I (El reino de Tlachinollan), estudiado ampliamente por Constanza Vega Sosay editado porel FCE en 1991. La amplia relación que nos dan a conocer Jiménez y Villela menciona los nombres de aquellos pueblos que cuentan con documentos pictográficos para reforzar su propia historia. Entre ellos están: Tlapa, Ohuapan, Tetelcingo, Teloloapan, Muchitlan, Cualac (códice estudiado por Florencia Müller en 1958), Coatepec Costales, Ayutla, Tecpan, Tistla, Real de Tetela, Petlacala (lienzo analizado por Oettinger y Horcasitas en 1982), Chiepetlán (lienzos examinados por Galarza en 1972), Totomixtlahuaca, Tepetixtla, Tecomatlán, Quechultenango, Tepecuacuilco… La investigación de Blanca Jiménez y Samuel Villela resulta un valioso e indiscutible aporte para el conocimiento de las fuentes primarias que contribuyen al estudio del proceso histórico de nuestro estado.
La parte oriental costera de la entidad empieza ya a sumar análisis socioantropológicos que recurren ocasionalmente a los testimonios de historia regional de López Barroso y Vázquez Añorve, y que hacen prever que esta porción será un nuevo punto de atención, como lo demuestran las actuales contribuciones. Desde el estudio del doctor Aguirre Beltrán sobre Cuajinicuilapa en 1948–1949 pasaron varios años para que la comarca fuera un objetivo preciso y este momento llegó cuando un grupo de investigadores decidieron estudiar, en 1974, los efectos de la implantación de un ejido colectivo y sus implicaciones socio–económico–políticas a nivel local, regional, nacional e internacional.
El ejido seleccionado para un estudio de caso fue el correspondiente a Cuajinicuilapa y tras un extensivo trabajo de campo y de acopio documental resultó un tratado metodológico a nivel de microrregión de los efectos del imperialismo sobre la tenencia de la tierra, el crédito, la producción agrícola y pecuaria, su comercialización, consumo y fuerza de trabajo, etcétera. La obra Cooperativas ejidales y capitalismo estatal dependiente fue firmada por Úrsula Oswald S., Jorge R. Serrano y Laurentino Luna y editada por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en 1979.
El ejido colectivo al que nos hemos referido en líneas anteriores es una forma de posesión de la tierra resultante de los efectos casi inmediatos de la Revolución Mexicana y la política agraria que era uno de sus postulados. La solicitud del ejido de Cuajinicuilapa fue hecha en 1922 y la dotación definitiva la otorgó el general Lázaro Cárdenas en 1935. Este y otros datos más nos los proporciona el ensayo de María de los Ángeles Manzano Añorve: Cuajinicuilapa, Guerrero: Historia oral (1900–1940), aparecido en 1991. El periodo mencionado es de vital importancia en la lucha por la tierra, no sólo para la región sino para todo el país; por lo pronto, el libro de Manzano nos ilustra sobre las características de aquélla a nivel de esta particular comunidad durante la vida prerevolucionaria, el auge y decadencia de la Casa Miller y la emergencia de las colonias agrícolas y otros cultivos junto con muchos cambios trascendentales.
Aunque el estudio se apoya en los testimonios vivenciales de su gran cantidad de entrevistados –por lo que justifica su calidad de historia oral con un énfasis etnográfico– el complemento documental que lo sustenta proviene de la consulta en los pocos archivos locales, en los estatales, el Archivo General de la Nación, el de la antigua Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, de la Reforma Agraria y de los archivos particulares de sus propios informantes.
El texto es pues un viaje al pasado del pueblo cuijleño en el que se proyecta, por todo el distrito y los vecinos oaxaqueños, la sombra de don Germán Miller y su herencia, de aquella hacienda de peones “libres” pero renteros, del cultivo del algodón y la despepitadora, de los ganados mayores, de la fábrica de jabón, de los barrios y las familias de negros junto a sus “redondos” y de las primeras casas de adobe, del paso de los zapatistas, de la vida cotidiana, de sus fandangos y fiestas, del primer avión que arribó al pueblo… hasta la llegada del reparto agrario y sus primeras consecuencias.
Un autor, dedicado desde sus principios al estudio de diversos aspectos del complejo social y cultural de la Costa Chica, dio a conocer en 2001 una propuesta sugerente para abordar el estudio de las sociedades indígenas de la región. El antropólogo social Miguel Ángel Gutiérrez Ávila, a través de la UAG, presentó su trabajo denominado Déspotas y caciques. Una antropología política de los amuzgos de Guerrero en el cual aborda la problemática del caciquismo, el enfrentamiento de facciones y la lucha por el poder en el municipio de Xochistlahuaca.
Este universo de estudio, acotado por los mismos linderos político–administrativos de la municipalidad, se convierte en el escenario donde Gutiérrez Ávila realiza un estudio de antropología política en vista de que –según la presentación de Danièle Dehouve– “sin el poder político municipal no se puede hacer nada a nivel económico, y ésta es la razón por la cual los conflictos entre todos los actores sociales locales se concentran en la lucha por el ayuntamiento”.
El municipio indígena de referencia, de manera casi cíclica, se violenta en cada cambio del cabildo y presenta movilizaciones sociales muy significativas y neurálgicas para la región y el Gobierno estatal. Gutiérrez se aplica al estudio de este fenómeno analizando los 20 años del azaroso proceso político, de 1979 a 1999, en que ha participado la población y que hace surgir grupos en contra del que parece ser el único interesado en detentar el poder político por siempre.
Toda una serie de sucesos y testimonios son recabados por el antropólogo en su largo e intenso trabajo de campo, que le permiten remitir al lector a cuestionamientos y reflexiones, no sólo por el novedoso enfoque empleado, sino por la realidad reflejada.
Gutiérrez Ávila es autor también de Corrido y violencia entre los afromestizos de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca (UAG, 1988) y Derecho consuetudinario y derecho positivo entre los mixtecos, amuzgos y afromestizos de la Costa Chica de Guerrero (UAG, 1997).
En Tlacoachistlahuaca, cabecera del municipio del mismo nombre, se escenifica cada año La danza de la Conquista o La Batalla (Danza de Conquista), durante los sucesos con los cuales se celebra la fiesta patronal el 8 de diciembre, día de la Virgen Purísima de la Concepción, siendo el principal de ellos esta epopeya de concepción popular sobre el enfrentamiento de “españoles” y “mexicanos” y la derrota consecuente de estos últimos.
La autora del Estudio etnocoreográfico de la Danza de Conquista de Tlacoachistlahuaca, Guerrero, Maira Ramírez Reynoso, presenció por primera vez esta representación en 1989 en Xochistlahuaca, también en su fiesta patronal de San Miguel Arcángel, un 29 de septiembre, y en la que tal vez fuera una de las postreras puestas en escena en este último lugar. Todo parece indicar que la tradición se sigue observando en Tlacoachistlahuaca, lo que tal vez fue la razón para que la antropóloga decidiera continuar con su estudio ahí mismo, durante más de siete años de espaciadas temporadas de trabajo de campo y más de diez veces de presenciar la representación de esta danza–drama o danza–teatral. Además de atestiguar los ensayos y preparativos, la investigadora testificó otras tantas veces el desarrollo de la misma y por lo cual volvía cada año a la comunidad.
La versión de La Batalla o Danza de Conquista dura 13 horas continuas, acción que se inicia en las primeras horas de la noche y termina en las primeras del día siguiente. Algunos otros estudiosos han mostrado interés en el discurso contenido en los largos parlamentos que, como diálogos, muchos indígenas amuzgos monolingües aprenden dificultosamente de memoria para recitarlos apresuradamente durante el drama.
Este discurso contiene una concepción muy particular de los hechos supuestamente históricos que lo inspiraron. Sin embargo, Maira Ramírez registró meticulosamente todos y cada uno los movimientos corpóreos que cada uno de los protagonistas o danzantes ejecutan no sólo con sus pies sino con todos los demás miembros de su cuerpo. Estos movimientos dancísticos son motivados por las diversas piezas musicales y los sones que acompañan el desarrollo del drama, por lo cual ella misma nos explica que “basándome en el eje kinético (morfokinemas), coreográfico (trayectorias espaciales) y sonoro (verbal y musical), reconstruyó la segmentación del continuum dancístico”. Esta aseveración hace que la obra de la etnóloga y bailarina profesional Ramírez, publicada por el INAH en 2003, marque una propuesta tan singular como inédita en el campo de la antropología mexicana.
En su trabajo pionero sobre la población negra o afromestiza de Cuajinicuilapa, el doctor Aguirre Beltrán registró un rasgo característico de la misma: la unión matrimonial sin sanción civil o religiosa denominada queridato (amasiato o amancebamiento), unión que entre hombre y mujer es usual dentro de sus habitantes. Esta clase de alianzas conyugales, que pueden durar toda la vida, origina un tipo especial que matiza las relaciones intrafamiliares y de la comunidad.
Estos acuerdos personales son aceptados socialmente y en ellos puede darse la matrifocalidad, o sea, la preeminencia de la madre o de las mujeres en los lineamientos que rigen la vida hogareña o del grupo doméstico donde el papel del hombre es mínimo o nulo. Las relaciones de parentesco a que pueden dar origen las relaciones que se derivan de este tipo de convenios matrimoniales son tan complejas que deben someterse a mecanismos tan convincentes como efectivos para asegurar la estabilidad de la sociedad afromestiza de la Costa Chica.
Los hijos de crianza es otro de los aspectos que estudia la antropóloga María Cristina Díaz Pérez, como una característica más en la que el rol de la mujer es tan destacado como trascendente. Los hijos dados en adopción, generalmente a otras mujeres, son aquellos cuyo padre biológico no los reconoce, los de padres separados, por el recasamiento de la madre, por la emigración de los padres, por la muerte de la madre o de ambos cónyuges, por rebasar el número de los hijos concebidos y deseados, por el sexo del niño, por su apariencia física o por el color de la piel.
La madre adoptiva es casi siempre una mujer que ha cumplido su ciclo reproductivo, por no haberlos concebido, por haber concluido el cuidado de los propios que ya son independientes, por ser viuda. Las mujeres de la parentela del padre, la abuela y las tías son las elegidas preferentemente para convertirse en las madres sustitutas y es por ello que un individuo llega a tener un regular número de tías.
La matrifocalidad y las uniones conyugales heterodoxas, así como otros rasgos característicos de las poblaciones afroamericanas de la Costa Chica se remiten, según los autores, al pasado del origen remoto africano y/o esclavo de las mismas, en una supervivencia que las rige aún.
Lo anterior es sólo una visión somera de otra obra con enfoques y temas novedosos como los desarrollados por Díaz Pérez en Queridato, matrifocalidad y crianza entre los afromestizos de la Costa Chica, editado en 2003 por la Unidad Regional Guerrero de Culturas Populares (CONACULTA). Las comunidades de estudio fueron San Nicolás Tolentino (municipio de Cuajinicuilapa), y Santiago Tapextla (cabecera del municipio del mismo nombre) y El Ciruelo (municipio de Santiago Pinotepa Nacional), ambos ya en la costa de Oaxaca.Un interesante glosario de términos e ideogramas locales enriquecen el contenido del estudio.
Los trabajos del antropólogo Gabriel Moedano Navarro sobre la misma región tratada en la reseña anterior discurren sobre muchos aspectos etnográficos de la población afromestiza tanto de Guerrero como de Oaxaca. La mayor parte de sus aportaciones se encuentra difundida en artículos, ponencias y ensayos; sin embargo, sus obras más sobresalientes no están comprendidas precisamente en libros, sino en fonogramas o discos compactos. En el texto introductorio o presentación adjunta a este tipo de grabaciones el autor proporciona, después de una profunda investigación, una rica cantidad de datos y fotografías sobre la vida en las comunidades donde se especializa en registrar magnetofónicamente la música, las canciones, los corridos, los fandangos, las chilenas y los sones tan propios de esos distritos, con un peculiar léxico en su expresión verbal. Su especialidad es pues la etnomusicología, que “es el estudio antropológico de la música como fenómeno específico de una cultura”.
El primero de los discos compactos que aquí trataremos es Soy el negro de la costa… Música y poesía afromestiza de la Costa Chica, editado por la Fonoteca del INAH en 1996. En el texto de presentación hay datos desde los antecedentes históricos, el panorama etnográfico, el arte verbal afromestizo, de los temas de los corridos (históricos, de valientes, bandoleros, raptos, persecuciones, alevosías y asesinatos y otros de accidentes y desastres), así como coplas, cantares y jácaras y otros asuntos más. También nos ilustra sobre el baile o fandango de artesa y sobre la danza de Los Diablos.
El disco está dedicado a la memoria del doctor Gonzalo Aguirre Beltrán, pionero de los estudios sobre esta franja del litoral del Pacífico. Se incluyó en el mismo el Corrido de Filadelfo Robles, grabado en 1949 por el propio doctor Aguirre Beltrán en un aparato de alambre y transferido por la tecnología moderna al audio con nitidez de calidad normal. Otras selecciones son Arriba del cielo (canción de arrullo), La víbora (son de artesa), Coplas de amor y de aborrecimiento (recitadas), Parabienes (”despedimiento” de angelito), Qué alegre soy (huapango), Soy pescador (chilena), Arenita azul (huapango) y Son de tarima (tradicional e instrumental).
La siguiente producción de Moedano Navarro es una antología dedicada al género lírico musical de los corridos que son todavía escuchados en la región: Atención pongan señores… El corrido afromexicano de la Costa Chica, también editado por la Fonoteca del INAH en 2000. Al ser todas estas selecciones de autor anónimo el antropólogo no deja de consignar los nombres de algunos trovadores o compositores guerrerenses como Emilio Petatán, de San Nicolás Tolentino; Isaías Magallón, Efraín Quintero y Gabino García, de Huehuetán; Ismael Añorve, de Cuajinicuilapa; Vidal Ramírez y Manuel Sánchez, de Ometepec, entre otros.
También se esmera en describir los contextos en que los corridos son ejecutados, principalmente en las ferias “que se desarrollan durante la temporada de secas y se inician el 1 de enero en Jamiltepec, Oaxaca, para terminar con las de Semana Santa en Ometepec, Guerrero y Pinotepa Nacional, Oaxaca”. Pero también se les puede escuchar en toda fiesta o fandango, matrimonios y en “levantamientos de sombra”. Los intérpretes le merecen atención especial, pues son los que guardan la tradición y la memoria y para quienes las “rockolas”, las grabadoras de casetes portátiles y los equipos modulares en las casas han dado un vigoroso impulso al género.
La selección consta de los siguientes ejemplos: El barco de la viuda (cantado por Lorenzo Cisneros con la guitarra de Cándido Silva), Moisés Colón (con la voz y requinto de Manuel Magallón), Herminio Chávez (con Lorenzo Cisneros y Cándido Silva), Alfonso Cruz (con Manuel Magallón), “Gomesindo” (Gumersindo) Pastrana (con Cándido “Canducho“ Silva), Quintila (Enrique Ayona en la voz y Cándido Cisneros en la guitarra), Zoila León (con Apolonio Fuentes Mateos, en la voz y la guitarra), Tacho y Odilón (con Gabino Noyola, voz y guitarra) El carrizo (con Delfino Clavel Bolaños, voz y guitarra), Everardo Reyes (con Lorenzo Cisneros en la voz y Cándido Silva en la guitarra) y Julia Magadán (con la voz y requinto de Manuel Magallón).
Después de escuchar estas selecciones hemos atestiguado la leyenda de naufragios, de la suerte de caudillos regionales, de cabecillas de brosas, de mujeres audaces, de doncellas por las que se ha pagado un precio y de muertes violentas, pues la violencia y el corrido regional han estado ligados siempre dado el carácter contestatario de los afrocostachiquenses.
En esencia, los fonogramas del maestro Moedano Navarro tienen “la intención de contribuir a la recuperación de la memoria histórica e identidad étnica de los afromexicanos de la Costa Chica” y otorgar reconocimiento a “los protagonistas, compositores e intérpretes –muchos ya fallecidos–, que no morirán dos veces mientras se les siga recordando a través de estos corridos”.
Con la anterior reseña damos por concluido este largo y espaciado recorrido por el desempeño que la antropología ha dedicado al estado de Guerrero; sin embargo, antes de concluir quisiéramos hacer una reflexión referida a la relación estrecha que ha existido entre esta disciplina y la historia. Durante muchos años una o dos obras fueron consideradas como las historias oficiales de la entidad. Muchos antropólogos dejaron consignados sus títulos en la bibliografía que se consultaba para contextualizar su comunidad de estudio y familiarizarse con el pasado del estado.
Ahora, afortunadamente, nuevos puntos de vista y otras concepciones teóricas y metodológicas van enriqueciendo el corpus de la bibliografía histórica estatal. La edición de los cuatro volúmenes de la Historia general de Guerrero, en 1998, que parte desde la época prehispánica hasta la cuarta década del Siglo XX resulta una acertada obra colectiva que marca sin duda un momento muy importante en la investigación del retrospectivo sureño e inicia un nuevo impulso prometedor que ha propiciado la aparición de títulos que sólo deseamos dejar asentados en reconocimiento: Anhelos y realidades del sur en el Siglo XIX. Creación y vicisitudes del estado de Guerrero. 1811–1867 (2001), de María Teresa Pavía Miller; la compilación coordinada por Tomás Bustamante Álvarez y Sergio Sarmiento Silva, El sur en movimiento. La reinvención de Guerrero del Siglo XXI (2001) y Las raíces de la insurgencia en el sur de la Nueva España. La estructura socioeconómica del centro y costas del actual estado de Guerrero (2002) de Jesús Hernández Jaimes.
(RCD)