Misionero agustino. Nació en el pueblo de Jaén, reino de Granada, España, en 1504; murió en Morelia, “con gran fama de santidad…”, en 1567. Fue hijo de Jorge de Moya y Teresa de Valenzuela.
Fray Juan Bautista Moya Valenzuela.
Su inteligencia se hizo manifiesta siendo muy niño, cuando sus padres notaron que tenía facilidad para retener y practicar idiomas distintos al suyo. Eso los impulsó a ponerle maestro de latín, con buenos resultados. Llegó el momento de incorporarse a una escuela, y lo inscribieron en el Seminario del Convento de Salamanca, perteneciente a la orden de San Agustín. Fungía como rector fray Tomás de Villanueva, y el encargado de los novicios era fray Luis de Montoya.
En el seminario, estudió y aprendió griego y hebreo. Al llegar a la Nueva España, lo ubicaron en lugares donde se hablaba náhuatl, otomí y purépecha, idiomas que fue aprendiendo en convivio con los habitantes.
Al mismo tiempo que era seminarista, debido a sus fáciles avances, se convirtió en maestro de sus condiscípulos. El noviciado lo cursó en los años 1522 y 1523; en este último profesó. Esto lo obligó a tomar el nombre eclesiástico de Bautista, que adoptó la orden de los agustinos. A partir de entonces estuvo bajo la protección de Santo Tomás de Villanueva.
Sus estudios lo llevaron a obtener los grados correspondientes de Filosofía y Teología. Alcanzó cátedras de oposición que le permitían disfrutar de situaciones privilegiadas; sin embargo, optaba por realizar tareas más comunes y pesadas. Prefería ocupar el puesto de refitolero; funciones que practicaba en todos los lugares donde estuvo, pese a que desempeñaba cargos de alto rango, a los que renunciaba por considerarse indigno de ellos, como los de abad o prior.
Los agustinos, orden preparada para realizar misiones evangelizadoras, no tardaron en disponer su primer viaje a tierras de América. Fray Francisco de la Cruz estuvo al frente de él, y partieron en 1533. Estando fray Juan dentro del grupo que iba a la Nueva España, en esa ocasión pidió permiso para visitar a su hermano e invitarlo al viaje, poco antes de la partida. No logró convencerlo. Esto motivó que regresara con retardo. Los misioneros no pudieron esperarlo más tiempo y partieron. Mucho lamentó este retraso; pero no impidió que se incorporara al segundo viaje, que hicieron en 1536.
Después de cruzar el Atlántico y pasar por Cuba, desembarcaron en Veracruz y partieron a la Ciudad de México. Recibió de inmediato las indicaciones para trasladarse hacia el Sur. Le correspondió atender el área de Tlapa y Chilapa. Después de un tiempo, que le permitió aprender el idioma náhuatl, se le trasladó a Huauchinango, donde comenzó en 1544 su obra evangelizadora y, al mismo tiempo, iniciaron sus actos milagrosos. Esta característica que le atribuyen los milagros, como la de un santo, no habría de abandonarlo en el resto de sus días.
Recibió el nombramiento de prior del Convento Agustino de la Ciudad de México, y allá se trasladó; no satisfecho con las actividades del cargo, a las que tenía por insulsas y palaciegas, las abandonó y pidió marchar a la zona de la Tierra Caliente, donde consideraba que su acción redentora sería de mayor provecho para todos. Esta era la finalidad de su vida misionera. Con esta idea fija, partió a la provincia de Michoacán. En el poblado de Guayangareo (hoy Morelia) se construía el convento de la orden y ya se le daba el nombre de Valladolid. Relata la leyenda que en uno de los patios del convento sembró un árbol de limo, que hasta la actualidad existe y da frutos. Cerca de ese lugar se encuentra la sepultura donde permanece el cadáver incorrupto de este venerado agustino, como prueba de su ejemplar vida de santidad.
Encaminó sus pasos rumbo a la Tierra Caliente, y se dirigió a Tiripetío, donde ya la orden se había establecido. En este lugar desempeñó actividades que no correspondían a su rango, y pese a que sus compañeros trataron de impedirlo, él insistió en su empeño, no sin darles la explicación correspondiente. Estuvo poco tiempo con estos misioneros, porque sabía que su presencia y la fe católica hacían falta en las partes bajas y calurosas del Balsas. Siguió hacia otra avanzada ubicada en Tacámbaro, que se consideraba la puerta de entrada a la Tierra Caliente, llegando por ese camino. Allí se estableció en 1553, año que se reconoce como punto de partida para realizar su vida evangelizadora y misionera en esta región. Siguió a Tuzantla, Huetamo, Turipécuaro (San Lucas), hasta llegar a Pungarabato (Ciudad Altamirano), donde se estableció en 1555 y al que tomó como centro de operaciones para ejercer los oficios.
Reunió en lugares apropiados a los pobladores dispersos, y fundó comunidades en sitios más adecuados; les ahuyentaba la práctica de la idolatría sembrándoles en la conciencia las bases del Dios único y las bondades del cristianismo. Levantó iglesias, hospitales y escuelas. Aunada a estas tareas, surgían los hechos asombrosos que fortalecían su prestigio milagroso, que todavía perdura en las tradiciones y en las leyendas de estos rumbos.
En Tacámbaro, plantó su báculo de rama seca, y a los pocos minutos echó raíces, floreció y fructificó. En Pungarabato, sepultó su báculo en promesa de que jamás se inundaría la población, pese a las grandes avenidas de los ríos Balsas y Cutzamala, que lo rodean. En Coyuca, en el tiempo que dura una misa, dejó a la derecha de la puerta de la iglesia su báculo, y éste enraizó, floreció y también dio frutos; se convirtió en una frondosa parota que permaneció de pie muchos años. Estos hechos se repitieron en Zirándaro, Cutzio, Huetamo, pueblos de la Huacana, hoy pertenecientes a Michoacán, y en la población de Ajuchitlán (hoy estado de Guerrero). Esta vida, ejemplar y misteriosa, le creó el bien merecido nombre de Apóstol de Tierra Caliente. Adquirió este título en sus andanzas por la región y las costas del Pacífico, y lo conserva en la historia y en la leyenda de estos pueblos.
Sería larga la relación de sus milagros. Está escrita por los relatores de su biografía, como fray Matías de Escobar, en su obra Americana Thebaida; fray Diego de Basalenque; y, en Michoacán, tradición y leyendas, del licenciado Eduardo Ruiz. También en escritores actuales, como Alejo Montes de Oca, Viliulfo Gaspar Avellaneda y Andrés Luviano Vargas, entre otros.
Este hombre ejemplar, murió en Valladolid, a donde fue trasladado muy enfermo, en parihuelas, desde Pungarabato, en 1567, a los 63 años de edad y 45 de vida religiosa. Descansan sus restos en el Convento de la Orden de los Agustinos, en la ciudad de Morelia.
(FMVH)