Panicum Holciforme. Planta cuyo tallo contiene una médula blanca, porosa y ligera, fácil de labrarse estando ya seca.
Árbol en peligro de extinción que prolifera en varios municipios del Centro y de La Montaña (Tixtla, Chilapa, Olinalá, etc.) y que en determinada época se explotó con gran intensidad. Ha sido parte de la historia artesanal del estado, pues en otros tiempos tuvo mucha demanda para la fabricación de objetos zoomorfos elaborados por los artesanos olinaltecos, y posteriormente por las religiosas (monjas) de Oaxaca, como lo narran los datos históricos que a continuación transcribimos:
Trabajaban también otra artesanía casi olvidada con la pipirucha; acostumbraban hacer con ella pollitos, garzas, cardenales, urraquitas y otras aves a las que ponían los picos con espinas del maguey, y una vez laqueadas de brillantes colores, las insertaban en ramas espinosas o las apoyaban en medias jícaras. En otras ocasiones dejaban la pipirucha al natural, sin barniz, o decorándola con pinturas transparentes, ramilletes de flores y frutas, o blancas cigüeñas con su envoltorio en el pico, que se vendían en Puente de Ixtla, parada obligatoria en la década de los cuarenta del siglo pasado, en el camino hacia Acapulco.
En épocas anteriores, los olinaltecos tenían sus rutas comerciales por caminos de herradura que recorrían con recuas de burros llevando su “obra”, como ellos la llaman, a todas las ferias. La principal era la de Tepalcingo, Morelos, el tercer viernes de Cuaresma. Puebla los comunicaba con la Ciudad de México y con Oaxaca, pues acostumbraban ir hasta la Costa Chica donde en los Pinotepas adquirían las jícaras bastas. En la ciudad de Oaxaca llevaban a las religiosas concepcionistas del Convento de Regina, hacia 1576, rosarios de semillas de linaloé, que se mencionan desde 1682 en documentos del Archivo General de la Nación; también jícaras decoradas y pajaritos de pipirucha para sus nacimientos.
Entusiasmadas las religiosas con tan noble material y tan dadas a coleccionar curiosidades, encargaron a los olinaltecos que les llevaran ramas secas de pipirucha para hacer ellas sus propias figuras, y ellos, como buenos comerciantes y arrieros que nunca faltaban a su palabra, les cumplieron su gusto.
Así nació una artesanía más refinada de la pipirucha, que ellas llamaron camelote, como lo llaman en Tabasco y Chiapas, donde crece en abundancia, y no camalote, que es una tela burda tejida con pelo de camello.
Las religiosas empezaron por hacer figuras para los nacimientos, especialmente borregos, esmerándose en labrar con infinita paciencia rizos ensortijados hasta lograr unos borreguitos que, según la tradición, eran “blancos y esponjados como espuma y resultaban ser el mejor adorno entre el verdor del musgo”. En vista del éxito de sus trabajos navideños con el camalote, las monjas decidieron preparar cajoncitos de dulces para regalo, acompañados de figuras de camelote, para venderlos durante el año y así ayudarse para los gastos del convento, trabajo que probablemente pasó a los conventos de Puebla y hasta la Ciudad de México, a través de las religiosas de la misma orden y de las niñas que educaban, a quienes las religiosas adiestraron en este arte donde se distinguieron, según el Museo Mexicano, que las menciona en 1844; se trataba de cajitas de dulces o “cajitas de entretenimientos”, por llevar, además de chocolates, pequeñas esculturas costumbristas de camelote.
Una vez labradas, las figuras se pintaban y vestían con telitas que desprendían del capullo de las orugas gregarias del madroño, para transformarse en mariposas. Como las orugas son comestibles, los campesinos las recolectan en la primavera antes de las lluvias, producen un tejido de seda silvestre tan ligero y transparente como el nips del abarca, con el que las monjas sustituyeron al tul, pues es una tela que vence en delicadeza hasta la seda y puede pintarse a voluntad. Las mujeres zapotecas de San Pedro Cajones, Oaxaca, acostumbraban hilarlo para atar sus trenzas; quizá fueron ellas las que se lo sugirieron a las religiosas. Estos capullos también se encuentran en la sierra de Puebla.
Con esas telillas hacían los trajes adecuados para cada figura, como pastorcitos y hacendados, inditas, aguadores, o una china con su zagalejo color de grana, orlado de fleco de plata. Cada figura tenía su base y se asentaba sobre una tablilla redonda de chocolate del famoso cacao de Soconusco, perfumado de vainilla, envuelta en papel y para acomodarlas tenían preparados unos ligeros cajoncitos de tejamanil forrados de papel cuyo interior se cubría con un género de seda y, una vez colocadas, las figuras se esparcían entre los claros pequeños papeles de oro y plata. El exterior se adornaba con flores y frutas de camelote como manzanitas, tejocotes y granadas decoradas al pincel con exactitud. A veces, por encargo, se les daba a los cajones una forma especial como un libro, una guitarra o una mitra, según a quienes se destinaban, y en ese caso las figuras tenían que corresponder con el exterior; así se hicieron músicos y hasta monjas de la caridad de blancas togas.
En Puebla, según José Luís Pérez de Salazar Solana, se vendían en Los Portales, así nos lo cuenta en su artículo que apareció en la revista Casas y Gente.
Hoy día sólo se encuentran en colecciones particulares, pues la exclaustración de 1865 dio fin a esta artesanía monjil.
En Olinalá, dos viejecitas, doña Amalia y doña Concha Pérez, son la únicas que trabajan la pipirucha por encargo, con ellas desaparecerá el gusto por labrar este material. (México en el tiempo, núm. 13; junio–julio de 1996).
Los tiempos cambian y las costumbres también, por eso muchas de las tradiciones van dejando de ser parte de nuestros pueblos. Un fenómeno que se presenta con estos cambios es que el material utilizado, en este caso los árboles, en lugar de repoblarse o aumentar el número, cada vez disminuye, lo que provoca su desaparición. Ya no se le cuida y es presa de leñadores irresponsables.
(EA