Leyenda azteca. Recientemente había muerto Ahuízotl, emperador del reino mexica. De acuerdo a las tradiciones, le sucedería en el trono su hijo Tecampa, el Cuali. Éste tenía que realizar algunas acciones para confirmar el derecho de ser heredero. La más importante de todas era cumplir con “la guerra sagrada” o “guerra florida”, consistente en lograr un número determinado de prisioneros para ser sacrificados en las fiestas de la coronación al dios Huitzilopochtli.
Cerro de La Tecampana.
Se dirigirían al sur con ese propósito, directamente al pequeño reino de Mexicapán, perteneciente al grupo chontal, pueblo próspero y aguerrido que les había competido en industrias y comercio.
En las tradicionales ceremonias se rendían honores a los guerreros de la expedición, en el teocalli del Templo Mayor dedicado a Huitzilopochtli, para que volvieran con éxito y con los suficientes prisioneros que serían sacrificados al gran dios.
Terminada la ceremonia, se dispusieron a partir las huestes. Tecampa, revestido de sus atuendos guerreros, bajó las escalinatas del templo y sobre su idea de triunfo se impuso un presentimiento de algo funesto en esta aventura. En el momento, sintió el peso de una mano posarse en su hombro. Era la mano de una hechicera que le dijo en voz baja al oído: “Adiós, no volverás de este viaje; pero tu voz se escuchará por siempre, porque esa misma voz será tu salvación”. Y Tecampa, guerrero antes victorioso en las batallas de Toluca, Tenancingo, Zacualpan e Ixcapuzalco, escuchó imperturbable aquella sentencia y continuó caminando para iniciar su aventura.
Al llegar frente a Mexicapán se percató que la resistencia local estaba preparada con fortificaciones propias de un pueblo guerrero. El mando estaba dirigido por Texol, quien se encontraba listo en un tablado en unión de su familia. Hombre bueno y sabio, iba dispuesto para la contienda, con las prevenciones del caso. Lo acompañaba su hija Na, doncella de 17 años, apreciada por su belleza: tez morena, largos cabellos negros y ojos de mirar profundo.
No se hace esperar el combate; las flechas nublan el cielo, se escucha el choque de las rodelas, brillan los tintes de los penachos, se pierden los gritos entre los peñascos y la sangre corre sobre el suelo. Pasado el día de intensa lucha, se descansa con la noche que llega; Texol y Tecampa retiran los cadáveres producto de la batalla.
Tiempo de resistencia, días de intenso ataque se suceden. Los sitiados pierden Texcalatla, lugar que los proveía de agua, buscaron la forma de traerla de Xuxitla que ofrecía más posibilidades, pero también la dominaban los mexicas. El agua era imprescindible para los sitiados, era urgente poner un plan en marcha.
La princesa Na, que estaba enterada de la crítica situación de su pueblo, dijo al rey Texol su padre: “Yo iré a traer el agua para los guerreros y para ti porque desde ayer que no la beben. ¿Quieres que me acompañen 50 jóvenes que se sacrifiquen conmigo? ¿Quieres, padre?”
Varios capitanes estuvieron prestos ante la propuesta. Texol sabía de la necesidad de que defendieran su puesto en las trincheras, y dejando a su hija que afrontara los riesgos, le dijo: “Ve a traer el agua, y que Tláloc te sea propicio”, y la vio partir.
A temprana hora Na realizó su proyecto. Salió con precaución a Xuxitla en busca del agua deseada. Al llegar a la fuente, se encontró con un joven guerrero mexica. Tímidamente se le acercó y le dijo: “Señor.” Él, absorto como estaba en sus pensamientos, se limitó a decir: “¿Qué quieres, Xochipal?”
–Quiero, a cambio de mi vida, agua para los guerreros de mi padre, porque se mueren de sed. ¿Tú eres acaso, el rey de los aztecas?… Yo sé que es muy bueno el príncipe heredero. Y creo que tú eres… tengo ese presentimiento
–¿Y tú te llamas Na?
–Sí.
–Toma el agua que quieras. Llévala toda, si quieres; así como te llevas mi tristeza a costa de tanta sangre. Pero ya soy feliz, si muero en esta contienda en que las glorias de Aztlán se han detenido con sus alas plegadas; guárdame un suplicio, bella Na, porque alguien me profetizó que a Tenochtitlan no volvería… lleva, pues, el agua; y si algo vale para ti mi amor, mañana, al ocultarse Tonatiuh, te aguardo en el peñasco aquel, donde tu padre hizo correr tanta sangre como agua contiene este pozo. Soy Tecampa, el futuro rey de los mexicanos, quien te ofrece, no sólo agua, sino la sangre de su cuerpo, ya que le has aprisionado el alma.
Na suspiró y dijo: “Gracias, príncipe de Tenochtitlan; los dioses premien tu buen corazón. Voy a llevarle el agua a mi padre y a mis hermanos, los que defienden la libertad de mi pueblo”. Y corrió por carrizales y peñas. Llegó ante su padre entre vítores y algarabías. Relató lo sucedido a su progenitor, y éste, comprensivo, adivinó, pero dijo: “Antes que el amor está la patria”.
El final de esa aventura estaba cerca. El último día de batalla se encontraron Texol y Tecampa. Frente a frente se vieron, y la lucha cuerpo a cuerpo fue terrible. Texol, con un brazo roto; Tecampa, con múltiples heridas que sangraban profusamente. Al caer, la princesa Na, que se hallaba cerca de la contienda, le tendió los brazos y lo acercó a su pecho. Texol, el rey guerrero, dejó escapar un alarido de rabia, y la pareja, unida por lazos de amor y de muerte, fundió su sangre en una sola roca.
Así nació la Tecampana, dos nombres unidos en uno. Dos razas fundidas en una roca, dos enamorados unidos en una piedra.
Así se cumplió la profecía de la hechicera que le habló a Tecampa cuando partía a la guerra.
(FMVH)