Prefectos y/o jefes políticos

Su posición en la estructura del gobierno local y la naturaleza de sus atribuciones hicieron del jefe político un personaje central en la organización del poder y en el proceso de conformación del Estado Mexicano durante todo el Siglo XIX.

Algunos historiadores consideran que el prefecto o jefe político surgió en la época del Porfiriato, porque fue la época en que tuvieron mayores facultades, pero sus orígenes son mucho más antiguos y se remontan a la Ordenanza de Intendentes de 1786 expedida por Carlos III. Esta Ordenanza formó parte de un conjunto más amplio de transformaciones en el sistema de gobierno español que, conocido con el nombre de Reformas Borbónicas, tenía como objetivo reordenar el sistema político-administrativo de la Corona para racionalizar su funcionamiento y ejercer un mayor control sobre las posesiones coloniales.

Una de las principales medidas puestas en marcha para lograr los anteriores objetivos fue el establecimiento, en los gobiernos provinciales, de una cadena de mando compuesta por intendentes, subdelegados y los ayuntamientos. Los intendentes estaban a cargo del gobierno de las provincias, mientras que la jurisdicción de los subdelegados se limitaba a los partidos. Por su posición de intermediarios entre los intendentes y los ayuntamientos, los subdelegados se consideran como un antecedente de los jefes políticos. Aunque la Ordenanza mencionada atribuía una considerable cantidad de tareas y obligaciones a los subdelegados, éstas se restringían en muchas ocasiones a la simple vigilancia y remisión de informes al intendente, que era el que tenía verdadera capacidad de decisión.

De esta manera, las facultades y prerrogativas del intendente anunciaban las atribuciones que se otorgarían con posterioridad a los jefes políticos ya que, según la Ordenanza, aparte de ejercer un estrecho control sobre la administración de los fondos públicos de los ayuntamientos, los intendentes tenían la obligación de hacer cumplir todas las órdenes virreinales, tales como establecer y mantener la paz en los pueblos de sus provincias, y hacer visitas anuales a los territorios de su jurisdicción para frenar los abusos de las autoridades locales y fomentar el desarrollo económico.

La Constitución de Cádiz, publicada en 1812, fue en cierto sentido una continuación de los esfuerzos de los reformistas Borbones por establecer un régimen político-administrativo de naturaleza racional y jerárquica que fuera eficaz, homogéneo y que mantuviera bajo control a las provincias que estaban bajo el dominio de la Corona, principalmente en lo que respecta a la vigilancia ejercida sobre los ayuntamientos que la Constitución encargaba tanto a los jefes políticos superiores como a las diputaciones provinciales. De esta manera, según la Constitución gaditana, los jefes políticos superiores sustituyeron a los intendentes, pues quedaron como encargados del gobierno de las provincias, antecedente que se reflejó en la Constitución federalista de 1824. La Constitución de Cádiz establecía que el jefe político superior estaría a cargo de la tranquilidad pública, del buen orden, de la seguridad de las personas y bienes de sus habitantes, de la ejecución de las leyes y órdenes del gobierno y, en general, de todo lo que pertenecía al orden público y prosperidad de la provincia.

En una situación similar a la establecida por la Ordenanza de 1786, el ayuntamiento en la Constitución gaditana quedó sujeto a la vigilancia y control del jefe político superior y la diputación provincial, pues estaba obligado a enviar al jefe político informes sobre el estado de la administración municipal y remitirle cuentas de Propios y Arbitrios para su aprobación.

Lo más novedoso de la Constitución de Cádiz fue que suprimió al subdelegado, sin sustituirlo por otro funcionario que mediara entre los ayuntamientos y el jefe político superior. Lo anterior dio a los ayuntamientos la posibilidad de desempeñarse sin la intervención directa de un representante del gobierno central.

La disposición de la Constitución de Cádiz que más afectó a los gobiernos locales fue la que estableció que, para formar un nuevo ayuntamiento, se requerían por lo menos mil personas. El resultado fue una notable multiplicación de ayuntamientos a lo largo de toda la Nueva España, lo que produjo una ampliación de la participación política y redundó en un proceso de descentralización del poder. A lo anterior hay que agregar la inestabilidad que se vivió en la Nueva España a principios del Siglo XIX, pues en 1808 el rey de España renunció a la Corona y los ayuntamientos de las ciudades principales en los territorios coloniales argumentaron que, en ausencia del rey, la soberanía había regresado a los pueblos, representados precisamente por los cabildos; esto fue notorio con respecto al ayuntamiento de la Ciudad de México, pero pronto se volvió una idea común que fue adoptada por muchos cabildos. La situación se agravó en 1810, con el inicio de la Guerra de Independencia que fragmentó el control administrativo del virreinato y ahondó aún más las tendencias descentralizadoras que favorecían la autonomía de los gobiernos locales.

De este modo, la existencia de una legislación que favorecía la multiplicación de los ayuntamientos, la difusión de la idea de que la soberanía recaía en los cabildos y los efectos desestabilizadores de la independencia se conjugaron para que, a principios de la década de 1820, los ayuntamientos adquirieran una gran importancia política y se consolidaran como una de las instituciones más importantes del país, al menos para aquellos sectores de la población que habían sido marginados de la representación política y veían en los cabildos una plataforma para defender su derecho al autogobierno.

Por lo anterior, no es de extrañar el papel protagónico que tuvieron en la caída del imperio de Agustín de Iturbide las élites regionales que, utilizando a los ayuntamientos y a las diputaciones provinciales como plataformas políticas, presionaron para que se estableciera en el país un sistema de gobierno republicano y federal, con un gobierno central débil que les permitiera manejar con libertad los asuntos internos de las provincias pero que, al mismo tiempo, mantuviera unido al país. Así fue como surgió la Constitución de 1824 en la que se dispuso que el país estaría conformado por “estados independientes, libres y soberanos en lo que toque a su administración y gobierno interior”. En consecuencia, al erigir las instituciones estatales, los diputados de los congresos locales crearon una organización política y una distribución del poder público que daba prioridad a la eficacia administrativa y a la unidad política con la finalidad de centralizar el poder estatal.

La primera preocupación de los legisladores locales fue establecer una división al interior de los estados que sirviera como base de los aparatos de administración local. Así surgieron los partidos, cada uno de los cuales abarcaba varias municipalidades, pero en la mayoría de los estados los partidos estaban a su vez divididos en departamentos o distritos con el objeto de establecer un control más estrecho sobre el territorio estatal, dado que cada uno de los partidos y departamentos estaba administrado por un jefe político que se desempeñaba como representante del poder Ejecutivo. Así se estableció una cadena de mando conformada por los gobernadores, los jefes políticos y los ayuntamientos, los cuales conformaban una estructura jerárquica cuyo objetivo era ordenar y hacer efectiva la acción del gobierno a lo largo de todo el territorio estatal.

Es conveniente aclarar que en varios estados no se contemplaba la figura del jefe político, como ocurrió en Zacatecas, Yucatán, Chihuahua, Nuevo León y Durango; además, casi todos los estados aumentaron el número de habitantes para poder conformar ayuntamientos, a fin de evitar su multiplicación, y en promedio se requerían 4000 habitantes para erigir una municipalidad.

En virtud de que los estados, de acuerdo a la citada Constitución de 1824, tenían libertad para organizar su régimen interior, las facultades de los jefes políticos, llamados también prefectos en algunas constituciones locales, variaban de un estado a otro, pero, en general, eran similares a las que la Ordenanza de Intendentes de 1786 y la Constitución de Cádiz habían otorgado a los intendentes y jefes políticos superiores. De este modo, los jefes y/o prefectos políticos estaban encargados de conservar la seguridad pública, hacer circular y cumplir las leyes, órdenes y decretos del gobierno, aprehender y perseguir delincuentes e imponer multas y arrestos a quienes lo merecieran, para lo cual tenían a sus órdenes a la milicia cívica local y podían pedir auxilio a las tropas militares cuando lo consideraran necesario; además, tenían la obligación de remitir informes al gobierno sobre la situación imperante en sus partidos; formar estadísticas sobre el número de matrimonios, nacimientos y defunciones; procurar la construcción de obras públicas y proponer medidas para el fomento de la educación, la agricultura, la industria, el comercio y la minería.

Finalmente, los prefectos políticos tenían atribuciones para controlar estrechamente todas las actividades de los ayuntamientos, en especial las finanzas municipales mediante el examen y la aprobación de los planes de arbitrios, sobre la base de que la mayoría de los ayuntamientos estaban en manos de gente ignorante o mal intencionada.

De la confusa variedad de tendencias políticas que siguió a la caída de Iturbide, estaban llamados a surgir dos partidos que, en el curso del tiempo, se llamarían liberal el uno y conservador el otro. Los programas de cada partido diferían radicalmente, pues el conservador adoptaba el centralismo y la oligarquía de las clases preparadas –que se inclinó a la forma monárquica y defendía los fueros y privilegios tradicionales–. Lucas Alamán, su representante más autorizado, formuló sus principios: conservar la religión católica, sostener el culto con esplendor y respetar los bienes eclesiásticos; luchar contra la Federación, contra el sistema representativo, contra los ayuntamientos y contra todo lo que se llamara elección popular.

El primer episodio importante de la lucha entre ambos partidos se desarrolló en los años de 1832 a 1834. La administración del vicepresidente Gómez Farías, en ausencia del presidente Santa Anna, se propuso emprender las reformas eclesiástica y militar, pero las clases afectadas reaccionaron y, al mismo tiempo que se produjo una desmembración del partido progresista, surgió el partido de los moderados. Santa Anna regresó de su hacienda Manga de Clavo, despidió a Gómez Farías y suspendió la legislación reformatoria. El Congreso federal que se reunió en 1835 estuvo integrado en su mayoría por conservadores, destacando la milicia y el clero, de donde surgieron las Bases para la nueva Constitución,que dio fin al sistema federal, y ésta se dividió en siete estatutos, razón por la cual a la Constitución Centralista de 1835 se le conoce como laConstitución de las Siete Leyes. La segunda se aprobó hasta abril de 1836 y en ella se estableció la institución llamada Supremo Poder Conservador. Como consecuencia desaparecieron los estados, los cuales pasaron a llamarse “departamentos”, sujetos a un gobernador dependiente del ejecutivo supremo de la nación. Los departamentos se dividieron en distritos y éstos en partidos.

Una de las facultades de los gobernadores fue la de nombrar a los prefectos y subprefectos de departamento y removerlos, oyendo el dictamen de la Junta Departamental. Se relacionaron los requisitos para ser prefecto, y sus facultades consistieron en cuidar en su distrito el orden y la tranquilidad pública, con sujeción al gobernador que tuvo el poder de nombrarlos; cumplir y hacer cumplir las órdenes del gobierno particular del departamento; velar por el cumplimiento de las obligaciones de los ayuntamientos y disponer del ramo de policía. Se dispuso que en cada cabecera de partido habría un subprefecto, nombrado por el prefecto y aprobado por el gobernador, y sus funciones en el partido eran las mismas que las del prefecto en el distrito.

El Supremo Poder Conservador, el 9 de noviembre de 1839, emitió un proyecto de reforma la cual fue aprobada, y en su artículo 140 dispuso que en cada distrito habría un prefecto, con duración de ocho años y podría ser reelecto. El artículo 142 relaciona las facultades de los prefectos, considerablemente ampliadas en relación a los anteriores, pues tenían la obligación de cumplir y hacer cumplir en sus distritos la Constitución, las leyes y decretos del Congreso, los decretos y órdenes del Presidente de la República, las disposiciones de la junta departamental, las órdenes del gobernador; mantener el orden y la tranquilidad pública; impulsar el establecimiento de escuelas; vigilar que los jueces de su demarcación administraran pronta y debida justicia; velar por el cumplimiento de las obligaciones de los ayuntamientos y demás funcionarios y empleados de sus distritos, principalmente de los que manejaran caudales públicos; perseguir a los delincuentes y ponerlos a disposición de los tribunales respectivos; vigilar todo lo concerniente al ramo de policía y promover cuanto condujera al fomento y adelanto de la industria y al bienestar de los pueblos. Asimismo, en el artículo 143, se dispuso que en cada partido habría un subprefecto con duración de cuatro años y podía ser reelecto, con las mismas facultades que los prefectos en sus partidos.

En 1842 se presentó un proyecto de Constitución el cual no llegó a aprobarse y en él nada se dispuso sobre los prefectos y subprefectos.

En 1843, se expidieron las Bases de Organización Política de la República Mexicana, conocidas como Bases Orgánicas, las cuales fueron sancionadas por Santa Anna. En estas bases subsistió la denominación de “departamentos” para los que hoy conocemos como “estados”, cuyo gobierno estaba a cargo de una asamblea de no más de once vocales; un gobernador nombrado por el Presidente de la República a propuesta de las asambleas departamentales. En ellas se encuentran ausentes los prefectos y subprefectos, cuyas facultades fueron adjudicadas a los gobernadores.

En mayo de 1847 fue jurada y promulgada un Acta Constitutiva y de Reforma, la cual no tuvo vigencia ante la inminente invasión de EU.

Al Plan de Ayutla, del 1 de marzo de 1854, reformado en Acapulco el 11 de mayo del mismo año, sobrevino el Estatuto Orgánico Provisional de la República Mexicana de fecha 15 de mayo de 1856, en el que, al adoptarse nuevamente la República, ya se habla de “estados”, en lugar de “departamentos” y se crearon “los territorios”, que serían gobernados por jefes políticos nombrados por el Presidente de la República y con las mismas facultades que los gobernadores.

Don Juan Álvarez expidió con fecha 16 de octubre de 1855 la convocatoria para el Congreso Constituyente, encargado de elaborar una nueva Constitución, de acuerdo al Plan de Ayutla, pero éste se reunió hasta el 17 de febrero de 1856 y al día siguiente se llevó a cabo la apertura solemne de las sesiones. Los moderados prevalecían numéricamente en la Asamblea, pero los puros ganaron desde el primer momento las posiciones dominantes, y el 5 de febrero de 1857 fue jurada la Constitución y promulgada por Ignacio Comonfort, en su carácter de presidente sustituto de la República Mexicana. El artículo 40 dispuso que: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, federal, compuesta de estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”. En el artículo 109 se prescribió que “los estados adoptarán para su régimen interior la forma de gobierno republicano, representativo, popular”. Respecto a los gobernadores de los estados se determinó que estarían obligados a publicar y hacer cumplir las leyes federales de tal manera que, respecto al régimen interior de los estados, éste quedó sujeto a lo que ordenara la Constitución de cada entidad federativa. Y en nueve de ellas se conservó a los jefes políticos.

Al advenimiento de Maximiliano de Habsburgo, el 10 de abril de 1865, el monarca expidió el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano, el cual estuvo vigente hasta la caída del Imperio en junio de 1867. El título IX del referido estatuto se refiere a los prefectos políticos, subprefectos y municipalidades, y el artículo 28 dispuso que los prefectos políticos eran los delegados del emperador para administrar los departamentos y cuyo gobierno estaría a su cargo y que cada prefecto tendría un Consejo de Gobierno Departamental. Se decidió que cada prefecto tendría un suplente y que en cada distrito los subprefectos eran los subdelegados del poder imperial y los representantes y agentes de sus respectivos prefectos. Su nombramiento debía ser hecho por el prefecto departamental, con la aprobación del emperador. De esta manera, los prefectos equivalían a los gobernadores.

En lo que interesa a la presente entrada analizaremos enseguida lo dispuesto por las constituciones y sus reformas que rigieron en el estado de Guerrero a partir de la primera legislación, denominada Ley Orgánica Provisional para el Arreglo Interior del Estado de Guerrero, expedida en Iguala el 16 de marzo de 1850 por Juan Álvarez, en su calidad de gobernador provisional y comandante general del estado, que estuvo vigente hasta el 26 de junio de 1851, al ser promulgada la Constitución Política del Estado el 14 de junio de 1851. Conforme a esta Ley se estableció el principio de división de poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. El territorio del estado quedó dividido en 10 partidos a los que se denominó distritos. En cuanto al Poder Ejecutivo, el Gobierno del estado se desempeñaría por el gobernador, el Consejo de Gobierno, los prefectos, ayuntamientos, alcaldes y jueces de paz; sin embargo las facultades de los prefectos no quedaron claramente establecidas.

En la Constitución de 1851 persistió la figura del gobernador y del Consejo de Gobierno, pero se agregó al procurador general de Justicia cuyo nombramiento quedó a cargo del Congreso a propuesta en terna del Ejecutivo. La administración de los pueblos quedó a cargo de los prefectos, ayuntamientos, alcaldes conciliadores y jueces de paz, disponiéndose que en cada cabecera de distrito habría un “prefecto”, aunque sus facultades se remitieron a las leyes secundarias.

En 1874 se modificó y promulgó una nueva Constitución, que en poco varió el contenido de la anterior, salvo la adopción de la figura del vicegobernador, para cubrir las faltas temporales del gobernador constitucional.

En 1880 la Constitución anterior fue derogada y se emitió una nueva, en la que se aumentó a 13 el número de distritos, divididos en municipalidades; se impuso al gobernador la obligación de visitar cuando menos una vez al año cada uno de los distritos y procurar el armamento e instrucción de la Guardia Nacional del Estado y disponer de ella; sin embargo, los prefectos siguieron desempeñándose como administradores de los distritos. El artículo 45 determinó que en la cabecera de cada distrito habría un “prefecto”; sin embargo, no se especificaron sus facultades. Moisés Ochoa Campos consigna el dato de que en 1885 fue asesinado por los lugareños el prefecto del distrito de Allende, debido a sus constantes abusos. La Constitución de 1880 no sufrió reformas, en cuanto a los prefectos, hasta su abrogación.

Finalmente y como consecuencia del movimiento revolucionario se promulgó la Constitución de 1917, que obligó a la modificación de todos los ordenamientos constitucionales locales; así, el 27 de septiembre del mismo año se promulgó la Constitución Política del Estado Libre y Soberano de Guerrero, que derogó la anterior de 1880 y en la que la figura de los prefectos y/o jefes políticos fue definitivamente eliminada.

En tal virtud, la Constitución que rigió en Guerrero a partir de 1880, como ya se dijo, aun cuando sufrió reformas, las facultades de los prefectos como administradores de los distritos se conservaron hasta que dicha Constitución fue derogada por la Constitución vigente, expedida el 20 de septiembre de 1917. Por otra parte, la ley fundamental de 1857 recobró su vigencia en todo el territorio nacional a partir de la restauración de la República y aun cuando sufrió reformas, ninguna de ellas se refirió a la existencia y facultades de prefectos políticos. El hecho de que, en efecto, los prefectos políticos a partir de la segunda reelección de Porfirio Díaz no sólo conservaran las atribuciones que tenían en las constituciones locales, sino que se aumentaron considerablemente, se debió a una situación de facto, pues el dictador era el que disponía, al través de los gobernadores, el nombramiento de los prefectos quienes, por sus constantes abusos, llegaron a ser repudiados por el pueblo.

Díaz ejercía un gobierno vertical y no pocos de los prefectos políticos que actuaban en algunos estados fueron amigos suyos, y él mismo llegó a ser prefecto –según dato que aporta Francisco Javier Guerra– antes de asumir la jefatura de la República. El escritor Lázaro Pavía publicó en dos tomos su obra Ligeros apuntes biográficos de los jefes políticos de los partidos en los estados de la República Mexicana, identificándolos como brazos ejecutores de la autoridad presidencial y piezas clave en la implantación de la paz. En su obra, Lázaro Pavía resaltó los datos biográficos sobresalientes de 114 prefectos y jefes políticos, aproximadamente una tercera parte de los jefes políticos en ejercicio en 1891, de los cuales casi la mitad servían en el Ejército, pocos eran profesionistas, aunque la mayoría poseía un grado regular de instrucción.

La actuación de los jefes políticos constituyó un antecedente de la Revolución, pues a partir de 1900 el periódico magonista Regeneración emprendió una labor de denuncia sistemática contra los actos de los jefes políticos y, más tarde, el periódico El País denunció prácticas de corrupción y abusos de autoridad cometidas por miembros locales de la administración porfirista, especialmente relacionados con arbitrariedades de los jefes políticos. En su momento, las denuncias periodísticas cobraron forma de demandas políticas. El Partido Liberal Mexicano y, posteriormente, el Partido Democrático y el Partido Anti reeleccionista integraron en sus respectivos programas políticos la supresión del sistema de jefaturas políticas por considerar que eran la fuente del descontento social y de la opresión del municipio.

Hay que advertir que, entre otras tareas, los jefes políticos tenían la facultad de supervisión de los procesos electorales locales y con ello la garantía de reproducir un sistema de representación política estatal y federal dependiente de Díaz. Francisco I. Madero en su obra La sucesión presidencial revela los métodos porfirianos para “legitimar” su permanencia en el poder, el afán de la política centralizadora y la falta de cambios en la arena política nacional. Así, escribió: “Los gobernadores, siguiendo la misma política del general Díaz, han nombrado a la vez jefes políticos que se han perpetuado en el poder, constituyendo verdaderos cacicazgos. De esa manera, prácticamente se ha centralizado el poder y conservado en manos del general Díaz, pues desde el momento en que los gobernadores deben a él su puesto, así como las autoridades inferiores, verifican las elecciones a su gusto y la elección de diputados, senadores, magistrados, etc. Sólo se consulta la opinión presidencial”. En opinión de Madero el conflicto de Tomó chic se derivó de la actitud del jefe político y de sus informes oficiales que guiaron la orden presidencial de reprimir el movimiento, con las sangrientas consecuencias que tal decisión acarreó.

La condena de las jefaturas políticas adquirió mayor relevancia a través de los juicios emitidos por John Kenneth Turner en su libro México bárbaro, publicado en 1911. Turner censuró las condiciones de la coordinación civil entre autoridades corruptas como el jefe político. Según él, el régimen de Díaz no era difícil de entender dado que el poder Ejecutivo dominaba un esquema vertical de gobierno que de facto opacaba la existencia de los otros poderes. Turner consideraba, con exageración, al Porfiriato como una dictadura perfecta, con un poder centralizado en tres esferas de autoridad: el presidente, los gobernadores y los jefes políticos.

En plena Revolución Mexicana, José R. del Catillo señalaba que:

“Un jefe político, en los tiempos porfirianos, tenía a su cargo la dirección política y administrativa del distrito, la vigilancia y dirección de los Ayuntamientos, la comandancia de las fuerzas de seguridad y de policía, el cuidado inmediato de todos los servicios públicos y municipales, los prisioneros, la beneficencia pública, la vigilancia de la recaudación del impuesto, la ejecución de todas las obras materiales del distrito, el fraude electoral en todas sus escalas, la tutoría de todas las autoridades del orden judicial, la confección de ayuntamientos de los cuales quedaban responsable, las juntas patrióticas y celebración de las fiestas nacionales, la persecución del bandidaje, el catastro, la estadística, las observaciones meteorológicas, la conservación de los puentes, calzadas y caminos del distrito, la conservación de todo el chismerío local para asegurar su poder, la preparación y organización de los festejos locales para recibir y agradar al señor gobernador en cada una de sus visitas, y… todo esto por $150 o $200 mensuales”.

Del Castillo consideró en su obra Historia de la revolución social de México, que los jefes políticos “fueron útiles en una época de anarquía social en la que el gobierno necesitó la acción vigorosa de hombres de pocos escrúpulos, capaces de mantener el orden por medio de la fuerza e impedir la disgregación de los elementos sociales”.

Al término de 1914 Venustiano Carranza asumió las demandas que planteaban intelectuales como Del Castillo, que coincidían con la petición popular de resarcir viejos agravios; y en diciembre de ese año, con las facultades que le delegaba la Revolución, emitió el decreto de abolición del sistema de prefecturas políticas en el territorio mexicano.

No obstante la mala reputación de los jefes políticos, éstos fueron en sus orígenes una parte importante de la institucionalización de la diputación provincial planteada en la Constitución de Cádiz de 1812. Netita Lee Ben son consideró a la diputación provincial como un cuerpo colegiado de representación que, presidida por el jefe político, constituyó la base del federalismo decimonónico mexicano. Así lo escribió en su obra La diputación provincial y el federalismo mexicano. Por su parte Lloyd Mechan, en su obra El jefe político en México, consideró que existen líneas de continuidad entre los jefes políticos porfirianos y la figura del intendente novohispano, considerándolos como emisarios de un proyecto central de gobierno.

Moisés Ochoa Campos, en su voluminosa obra sobre la Revolución Mexicana, dedica el cuarto tomo a “sus causas políticas”. En ella hace un énfasis especial en la “dictadura enana”, esto es, las jefaturas políticas, considerando que los jefes políticos porfirianos contribuyeron en gran medida a asfixiar la vida política de los pueblos.

Otro autor que abordó el tema fue Alan Knight; su vasta obra sobre la Revolución Mexicana se denomina La Revolución Mexicana. Del Porfiriato al nuevo régimen constitucional, y en ella atribuye a los jefes políticos y a las arbitrariedades que cometieron, muchas de las protestas revolucionarias. Sin embargo, el reconocido historiador Franc’ois Xavier Guerra asumió una postura diferente en su obra México: del antiguo régimen a la Revolución considerando a los jefes políticos como importantes actores de un sistema de control ajustado a la política de contención porfiriana. Según él: “Si el régimen de Díaz logró establecer la paz lo debe en gran parte a estos hombres que lograron más a menudo arbitrar los conflictos locales que resolverlos con la fuerza”; y nos da el importante dato de que alguna vez don Porfirio Díaz fue también jefe político y, por tanto, conocía el significado de este cargo para lograr un poder centralizado.

Conclusiones. Los estudios que hasta ahora se han realizado sobre las jefaturas políticas coinciden en identificarlas como un esquema de poder intermediario, subordinado y, por tanto, dependiente de los Ejecutivos estatales.

La figura del jefe político establecida en la Constitución gaditana de 1812 prevaleció en la estructura política de los estados en México a pesar de las vicisitudes históricas del conflictivo Siglo XIX. En este escenario, fueron partícipes del proceso de la formación del Estado Mexicano y, por su propia naturaleza, intermediarios entre la esfera del poder político y la de la sociedad civil. Los hilos del poder se extendieron sobre ciertos estados y en torno a regiones específicas, por el interés económico que tales áreas representaban, como los distritos mineros en el centro o el desarrollo industrial en el norte, o bien por el grado de control que ameritaban distritos conflictivos por naturaleza.

Los jefes políticos adquirieron su máxima importancia durante el Porfiriato, y, como todo gobierno autoritario, con frecuencia los poderes concedidos a los jefes políticos generaron prácticas abusivas que irritaron a las comunidades, a tal grado que hacia el año de 1900 los abusos de los jefes políticos fueron una de las causas de la Revolución Mexicana. Otra consecuencia de la actuación de los jefes políticos fue la disminución de las facultades de los ayuntamientos, que dejaron de ser representantes de los intereses políticos locales, de tal manera que los ayuntamientos se fueron reduciendo a meros cuerpos consultivos mientras las jefaturas adquirieron mayores prerrogativas y por esta razón el reclamo del “municipio libre” fue una de las banderas de la Revolución. Sin embargo, sin la existencia de las jefaturas políticas sería difícil entender la formación del régimen político mexicano contemporáneo.

El decreto de Carranza que abolió las prefecturas políticas se confirió en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en su artículo 115, cuando ordena en su fracción I que “cada municipio será administrado por una autoridad de elección popular, y no habrá ninguna autoridad intermedia entre éste y el Gobierno del estado”.

(JPLC)