De etimología náhuatl: quiere decir “revoltura que se come”. Francisco Vázquez Añorve, en el Ayer de mi costa, indica que al existir las palabras nahuatlacas pizotl o cochini (formas de denominar al cerdo), desde antes de la Conquista, las culturas prehispánicas ya se alimentaban con pozole.
Existe, además, el relato, que se cuenta desde el Siglo XVIII, respecto al origen del ahora tradicional platillo; señala que era inminente la visita a Chilapa de un alto dignatario de la iglesia, que procedía de Puebla. Los feligreses de la comarca, queriendo organizar una buena comida, digna del ilustre visitante y su séquito, pusieron a hervir una considerable cantidad de maíz en grandes ollas, a fin de hacer tortillas que serían consumidas en el banquete. Ya cocido el maíz, se advirtió que no había suficientes mujeres para hacer las tortillas; entonces, alguien propuso que a las ollas se les agregara carne de cerdo o de pollo, algunas yerbas y otros ingredientes.
Al servirlo, le agregaron cebolla, limón y chile, quedando satisfechos los comensales; y hasta el invitado especial opinó que el guiso era muy sabroso. Después, el platillo surgido en circunstancias tan especiales, se extendió por diferentes partes de México.
En Guerrero es comida tradicional que se sirve en los acontecimientos sociales importantes, con algunas variantes gastronómicas de acuerdo a la región de que se trate. En los rituales y ceremonias religiosas adquiere significado singular. En los bautizos, casamientos, cumpleaños y santos, sobre todo en las comunidades, la comida que se sirve y se comparte es el pozole. Lo mismo sucede en la celebración de la Navidad y el Año Nuevo, en la mayoría de la población. En Chilapa, por ejemplo, difiere un poco del pozole de otras regiones; es cargado en maíz, poco caldoso, los trozos de carne son especialmente de cabeza y brazuelo de cerdo, colocados encima de los granos; las cazuelas son más grandes que en la generalidad de los lugares donde se consume este platillo, principalmente en Chilpancingo, de la región Centro.
En las costas y Tierra Caliente lo guisan con ajo, para conservarlo de las altas temperaturas, pues muy rápido se espesa o se “atola”, obteniendo otro sabor y otra presentación. Debe ser consumido el mismo día.
La demanda de este suculento platillo ha hecho que lo adopten los grandes consorcios restauranteros de nuestros principales centros turísticos en el estado. Los hoteles, en grandes anuncios, promueven los “jueves pozoleros”.
En los años 40, en la capital del estado, funcionarios de gobierno de los tres niveles e invitados tomaron como punto de reunión las tranquilas casonas rodeadas de ramadas de bugambilias, jazmines azules y helechos. En sus espaciosos patios y traspatios se instalaban largas mesas de tablones de madera, cubiertas de manta o bramante, donde se colocaban los sencillos condimentos: orégano, doradito y limpio, chile molido en metate o molino de mano, previamente dorado en comal, cebolla finamente picada, limones y limas rebanados, chiles verdes enteros y picados; todo en pequeñas cazuelitas de barro. Se colocaba un plato con sardinas o salmones entomatados, huevos crudos y aguacates rebanados. El buen mezcal de Amojileca o de los alambiques de Las Petaquillas, y otros lugares, estaba presente para iniciar los brindis, que eran acompañados por los chicharrones “pilinques” recién salidos del cazo, o lengua de cerdo a la vinagreta.
Después de preparar el estómago con algunos tragos, venía el plato principal: una cazuela del tamaño de un plato grande y hondo, donde los bien cocidos granos de maíz se adornaban con carne deshebrada de lomo y filete de cerdo, y, como toque final, trocitos de trompa y oreja.
Aunque era tradición acudir a comer pozole los sábados por las noches, también era servido muy de mañana los domingos, acompañado de un café negro de la sierra de Atoyac, para despejar las cabezas de los desvelados. La demanda de este alimento hizo que se establecieran los miércoles nocturnos para que la población tuviera oportunidad de disfrutarlo con mayor frecuencia.
Se afirma que el surgimiento del “jueves pozolero” se debió a que los días miércoles sobraba mucho pozole y, para aprovecharlo, las cocineras de aquellas épocas crearon el pozole verde, un platillo que vino a enriquecer la gastronomía chilpancingueña. Como ya se tenía el pozole blanco, sólo era necesario agregar el mole verde, que se preparaba en Mochitlán, lugar donde se especializaban en la elaboración de esta pasta, que es la base para un buen pozole verde y cuyos ingredientes son: pepita molida, hojas de mole (lenguas de vaca; llamada en náhuatl amamaxtla), epazote fresco, chiles verdes y tomates de cáscara. La pepita se remoja unos minutos antes de freírla y molerla, luego se agregan los demás ingredientes, también molidos y colados. Mientras se fríe esta pasta, y para que no se pegue, se le agrega el caldo del pozole, moviéndola constantemente.
Para que tome consistencia, se le puede agregar una taza de granos de maíz cocidos y molidos. Al final se le agrega el resto del pozole blanco hasta el borde del recipiente, cuya mezcla adquiere un apetitoso color verde, y despide agradables olores que motivan al apetito. Este platillo es acompañado de chicharrones doraditos, tostadas, aguacate, cebolla finamente picada, orégano, y jugo de limón o de lima agria, que le dan el toque final.
Para acompañar el pozole se recomiendan las manitas de cerdo a la vinagreta, carnitas doradas de cerdo rodeadas de rodajas de cebolla y tiras de chile jalapeño y zanahoria, taquitos con pollo ahogados en salsa y col fresca, chalupitas con pollo, salsa, y chile chipotle, chiles capones (jalapeños asados, desvenados y rellenos de queso con crema), quesadillas de picadillo o queso. También se sirven semillas de calabaza doradas y, desde luego, no puede faltar el mezcal o el “amargo” para complementar el banquete, que es amenizado con música viva de tríos o mariachis.
En muchas partes del estado se acostumbra comprar el pozole y llevarlo a casa, para disfrutarlo en la intimidad familiar.
(FPM/ ETA)