Poesía

El diccionario de la Real Academia Española nos dice que poesía significa “toda manifestación de la belleza o del sentimiento por medio de la palabra en verso o en prosa”. Se trata de una definición muy general que, sin embargo, nos sirve para destacar los componentes esenciales de la poesía en cuanto que sus fines son manifestar o expresar la belleza o el sentimiento por medio del lenguaje. Es un hecho que existe la poesía en prosa, pero ambos procedimientos tienen en común que deben ser escritos. De esta manera, la literalidad de la poesía, aparte de ser un fenómeno lingüístico, también constituye un hecho social, pues la circunstancia elemental de ser escrita la vincula sólidamente a la noble tarea mediadora de hombre a hombre, de la que resulta vano pretenderla desligar.

La poesía intenta exponer un contenido psíquico para que lo reciba el contorno social e histórico, sin lo cual no se realiza su ciclo completo. El poeta, al colocar su sentimiento fuera de sí, lo traslada sin solución de continuidad al medio social donde vive. Esta causa final está siempre implícita en todo acto de creación literaria o artística, en mayor o menor grado de conciencia. Es verdad que a veces priva el primer impulso de liberación subjetiva, pero en el fondo de ese impulso se encuentra la necesidad de expresarlo a otros. La conciencia literaria, como lo ha dicho certeramente César Fernández Moreno, en su Introducción a la Poesía, consiste en “una aspiración expansiva en el tiempo y en el espacio, hacia todos y cualquier hombre”.

Muchos poetas han afirmado que no les interesa ser leídos y que escriben poesía únicamente para decir lo que sienten, piensan o imaginan. Tal afirmación es producto, en el mejor de los casos, de la modestia del poeta porque es un hecho que al escribir pretende sobrevivirse al través de sus poemas, y es que la obra poética, por su intrínseco carácter escrito trasciende la vida del autor quien no está del todo exento de un afán, si se quiere recóndito, de posteridad. Toda poesía es social en cuanto está escrita por un hombre y dirigida hacia los demás, independientemente de lo que diga el autor. Aquí nos encontramos con un problema de valor. ¿Cuál es el nivel que una obra poética debe alcanzar para que pueda llegar a los imaginarios receptores? Con los peligros de una fórmula simple digamos que, en general, se requiere un contenido valioso e impactante, más un adicional valor técnico de justa adecuación entre el lenguaje empleado y su contenido. Al respecto, debe decirse que la poesía tiene un conocimiento sui géneris de la realidad, porque para obtenerlo no utiliza la razón, como lo hacen la filosofía y la ciencia, sino que se vale del sentimiento y de la imaginación, utilizando el lenguaje como medio expresivo. La poesía, por consecuencia, expresa intuiciones y sentimientos alógicos, pero debe hacerlo en un lenguaje lógico y, por tanto, inadecuado para su mensaje.

Esta lucha por expresarse por medio de un conducto deficiente, nos da idea de la dificultad que la poesía ha debido vencer para lograr sus fines. Los verdaderos poetas lo han hecho recurriendo a las metáforas y a su quintaesencia que es la imagen. El lenguaje poético es siempre simbólico en cuanto que consiste en representar un elemento de la realidad por otro, que es el caso de las metáforas y las imágenes. Aun cuando para muchos autores la metáfora y la imagen son la misma cosa, existen evidentes distinciones de grado entre ellas. La metáfora consiste en trasladar el sentido recto de las voces en otro figurado, en virtud de una comparación tácita, esto es, utilizando la semejanza de una cosa con otra. Por ejemplo, si decimos que un caballo es veloz como el viento, estamos haciendo una metáfora; pero si forzamos un poco la hipérbole y decimos, como Góngora, que el caballo es el viento mismo:

el veloz hijo ardiente
del céfiro lascivo

ya estamos en presencia de una imagen. En consecuencia, la imagen es la depuración de la metáfora llevada hasta sus últimas consecuencias. Otra característica de la imagen, que la distingue de la metáfora, es aquella que acerca o acopla realidades opuestas o alejadas entre sí, dicho de otro modo, somete a unidad la pluralidad de lo real. Eso se explica porque la realidad poética de la imagen no aspira a expresar lo que es, sino lo que podría ser y, por medio de este paradójico procedimiento, que no sólo proclama la existencia dinámica y necesaria de los contrarios sino su final identidad, obtiene sorprendentes resultados.

Así, San Juan de la Cruz, en el silencio de su celda conventual puede escuchar una “música callada”; Carlos Pellicer dice con seguridad: “Aquí no pasan cosas de mayor trascendencia que las rosas”. López Velarde, para terminar un retrato poético, señala: “los párpados narcóticos”; y aún la expresión tan conocida, sobre la difícil facilidad con que versificaba Homero, son imágenes que literalmente resultan absurdas, pero que nos transmiten, sin embargo, y precisamente debido a esa manifiesta oposición, el verdadero ser que queremos nombrar.

El valor de la palabra poética reside en el sentido que esconde. Johanes Pfeiffer en su célebre libro La poesía, dice que “debemos franquear la expresión verbal para buscar tras ella el objeto que el lenguaje ha querido ofrecernos“. Es decir, el sentido de la palabra poética es un esfuerzo para alcanzar algo que no puede ser alcanzado por las palabras comunes, pero lo intenta reiteradamente al través de las metáforas y las imágenes en las que se recogen y exaltan los valores profundos de las palabras. No se trata de expresiones sin sentido o que son un contrasentido, porque la palabra poética posee su propia lógica y se explica a sí misma, tal como lo podemos advertir en el siguiente verso:

cariñosas distancias, favores del silencio

Nada, excepto la imagen, puede decir lo que quiere decir, y así llegamos a la conclusión, tal como lo afirma Octavio Paz (q. e. p. d), de que sentido e imagen son la misma cosa. Cuando el poeta dice que los labios de su amada pronuncian con desdén, sonoro hielo, no hace un símbolo de la blancura o del orgullo. Nos enfrenta a un hecho sin recurso a la demostración: desdén, labios, palabras, hielo, son realidades dispares que se presentan de un solo golpe ante nuestros ojos y nos aproximan a lo que el poeta sintió y logró expresar. Así mismo, hay muchas maneras de decir la misma cosa en prosa, pero sólo hay una en poesía. No es lo mismo decir, con Rubén Darío: “de desnuda que está brilla la estrella”, que decir simplemente: la estrella brilla porque está desnuda. Advertimos claramente que el sentido se degrada y pierde su fuerza expresiva en la segunda manera de utilizar el mismo concepto.

Octavio Paz, en su libro El arco y la lira, a propósito de la imagen, dice categóricamente: “el lenguaje tocado por la poesía, cesa de pronto de ser lenguaje; o sea, conjunto de signos, nombres y significados. El poema trasciende el lenguaje. El poema es lenguaje, pero es algo más también. Y ese algo más es inexplicable por el lenguaje, aunque sólo puede ser alcanzado por él. Nacido de la palabra, el poema desemboca en algo que lo traspasa”.

Al hablar de la poesía tenemos que referirnos al tema de la inspiración. Curiosamente, sólo sus críticos niegan la existencia de este fenómeno y uno que otro aficionado con pretensiones de poeta. La mayoría de los que ejercieron y ejercen el oficio poético admiten su existencia; Octavio Paz y Juan Ramón Jiménez, entre otros, para no señalar más que a dos premios Nobel de Literatura. Algunos llamaron a la inspiración “demonio interior”, musa, genio; otros la consideran producto del incesante trabajo poético o del mero azar. De todas maneras, es cierto que la inspiración constituye una suerte de colaboración no esperada por el poeta; de pronto aparece la palabra justa, quizá contraria al proyecto original, que remata con fluida contundencia el poema.

A veces la fuente de la imaginación deja de manar, pero el poeta no se conforma y lanza otras palabras al encuentro de aquella última y definitiva que iluminará totalmente el mensaje, envolviéndolo en una sola unidad expresiva. El fenómeno de la inspiración desde el principio fue y sigue siendo un misterio. Platón creía que el poeta era un poseído por demonios y quizá por eso lo expulsó de su República. Otros lo consideran también poseído, pero por la divinidad. Esa voz ajena o extraña que se cuela por las rendijas de la imaginación y que desciende sobre el poeta como una gracia, ¿no será la voz profunda de su conciencia individual y social? No lo sabemos a ciencia cierta y quizás nunca lo llegaremos a saber, lo cual no es necesario si consideramos a la inspiración como algo natural, precisamente porque lo sobrenatural forma parte del mundo del poeta.

Lo cierto es que no hay poesía sin sociedad y una sociedad sin poesía carecería de lenguaje supremo, aquel que las palabras no pueden decir por sí solas, pero que expresan en el espacio alado de las metáforas y las imágenes. Los poetas, quiérase o no, intentan la audaz empresa de poetizar la vida social y los del futuro perseguirán el ideal de socializar la palabra poética. De aquí que la poesía no sólo sea un medio de comunicación, sino un poderoso lazo de unión entre los hombres.

Poesía en griego significa “creación”, y una sociedad creadora sería aquella en la que las relaciones entre los hombres fuese un tejido vivo –palabra viva y palabra vívida– hecho de la fatalidad de cada uno, al enlazarse con la libertad de todos. Esa sociedad sería no sólo libre, sino solidaria, porque la actividad humana no consistiría, como hoy ocurre, en la dominación de unos sobre otros, sino que buscaría el reconocimiento de cada ser humano por sus semejantes. Cuando la sociedad logre abolir las opresiones y despliegue, simultáneamente, la identidad o semejanza original de todos los hombres y la radical diferencia o singularidad de cada uno, se habrá alcanzado el ideal de una sociedad justa y armónica.

El estado de Guerrero ha sido cuna de excelsos poetas, desde Juan Ruiz de Alarcón hasta la fecha. Por imperativo de la época en que vivieron, su poesía siguió la corriente de los distintos movimientos literarios en boga, pero su finalidad fue y sigue siendo la misma: Llegar a las más altas dimensiones del espíritu y comunicarlas a un número indeterminado de posibles lectores, animados por el amor en sentido amplio, amor a la humanidad, a la naturaleza, a una persona, a la tierra natal, a los héroes y a la patria.

En cuanto al tipo de poesía que cultivaron, podemos clasificar a los poetas guerrerenses como clásicos, románticos, modernistas, postmodernistas y contemporáneos, sin que esto quiera decir que exista un división tajante. El clasicismo fue un fenómeno cultural que consideró como tema central la relación con los ideales y las formas del mundo clásico, dentro del cual quedó comprendida, desde luego, la literatura. El clasicismo se entiende en dos acepciones distintas pero no opuestas: específicamente como tendencia a valorar al máximo los textos de la antigüedad griega y latina y, en un sentido más lato, como la experiencia de establecer modelos o prototipos que pudieran tener un papel normativo sobre el desarrollo del trabajo literario y cultural. Ambas acepciones se entrelazan en distintas épocas, desde el Siglo XVI hasta los comienzos del Siglo XX.

Así, los escritores y poetas clásicos en España se propusieron recuperar de manera directa los textos antiguos, confiando en la capacidad regeneradora de ese fecundo patrimonio, enriquecido con los aportes del humanismo y con la influencia medieval italiana, de donde procede el soneto, cuya invención se atribuye a Iacopo da Lentini (siglo XIII) y al que Petrarca le imprimió un sello personal. Entre los poetas clásicos de origen guerrerense, sólo podemos mencionar, con seguridad, al ilustre taxqueño Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza (1581–1639) quien se caracterizó como dramaturgo, pero no fue ajeno a la poesía.

Al clasicismo sucedió el romanticismo, corriente literaria en la que el sentimiento triunfó sobre la razón y que apareció desde finales del Siglo XVIII hasta bien entrada la segunda mitad del siguiente. El romanticismo exageró el valor de lo individual y proclamó la libertad en todos sus aspectos. Ignacio Manuel Altamirano (1834–1893) es el primer poeta romántico guerrerense. Su obra poética está contenida en el tomo VI de sus Obras Completas, bajo el título de Rimas. Sin embargo, Altamirano no fue un poeta constante. Su trato con la poesía sólo se produjo con asiduidad de su juventud a su etapa inicial de madurez.

El modernismo, por su parte, surge en América con el nicaragüense Rubén Darío en el último tercio del Siglo XIX. Revolucionó la literatura en lengua española y, en particular, la poesía. Es, por ello, la primera contribución original de Hispanoamérica a la literatura universal. El nombre denota una intención renovadora, acepta lo mismo elementos antiguos y se alimenta de todas las tendencias literarias, principalmente las francesas de la época. Inicialmente fue una reacción contra los excesos del romanticismo, pero su actitud no sólo fue negativa, sino ecléctica de modo que en el modernismo se conjugan parnasianismo, simbolismo, impresionismo y aun influencias románticas, con importantes ingredientes del clasicismo español.

Estos caracteres tan peculiares y esa libertad cuyo único límite es la vulgaridad en la expresión o las formas caducas y retóricas lo alejan del concepto rígido de escuela y resulta más lógico considerarlo como una corriente o movimiento literario. Su característica principal es el refinamiento verbal, su lucha contra las imágenes gastadas y el sentimentalismo exagerado que fue típico de los románticos. Busca originalidad en imágenes, metáforas y uso del adjetivo. Inventa nuevas armonías variando los acentos de los versos; prefiere las rimas no usuales y ambiciona que su poesía sea prolongación de la música, tal como ocurre en el Responso a Verlaine de Rubén Darío.

El modernismo procura la limpidez y la pureza de los versos e interpreta el mundo a través de sensaciones y descubre, en consecuencia, las correspondencias sensoriales que enriquecen la expresión; la sinestesia (semejanza entre sensaciones correspondientes a sentidos distintos) fue, por tanto, su recurso favorito. En síntesis, la cualidad esencial del modernismo fue el cosmopolitismo.

Este movimiento poético ingresó a México con el egregio cubano José Martí y encontró un fiel seguidor en Manuel Gutiérrez Nájera. En la Revista Moderna (1888–1911) se reunieron los poetas que se reconocieron a sí mismos como modernistas, entre ellos a Amado Nervo, José Juan Tablada y Efrén Rebolledo. Como es natural, de la capital de la República el modernismo se extendió a casi todo el país. Fantasía, pasión, imaginación, placer verbal, erotismo y conciencia crítica del lenguaje, caracterizaron al modernismo que se cultivó en México. Ramón López Velarde intentó y logró mexicanizarlo tras el triunfo de la Revolución. Como dijo Octavio Paz: “Si es cierto que no es posible regresar a la poesía de López Velarde, también lo es que ese regreso es imposible, precisamente porque ella constituye nuestro único punto de partida”.

Dentro de los poetas postmodernistas figuran aquellos llamados “de vanguardia” y que Federico Sainz de Robles, en su Historia y antología de la poesía española, considera como “la época de los ismos“. Se trata de movimientos literarios subversivos que se apartan de las clasificaciones convencionales, románticas y modernistas. Estos poetas resultaron influidos por corrientes dispares pero bajo el mismo signo de anarquía y sublevación. La mayoría de ellos no produjo discípulos y sólo el ultraísmo y el superrealismo lograron relativamente imponerse y por muy poco tiempo.

El primero nació en España con Guillermo de Torre al frente, seguido por Pedro Garfias. Se proponían rebasar a todos los movimientos literarios, propusieron la renovación total de la literatura y alcanzar una más allá de ella, es decir, una ultra-literatura con orientación revolucionaria; en suma, ponerse en camino de “continuas y reiteradas evoluciones”. Su lema fue: “La pubertad perenne de lo espiritual”. De acuerdo con los críticos, el ultraísmo no representó ninguna fuerza creadora, pero tuvo el mérito de enaltecer la rebeldía contra la rutina y la inercia. Su importancia radica en que purificó el ambiente poético y dio paso a todas las novedades. En un tiempo, Pablo Neruda se unió a este grupo insurgente y fundaron una famosa revista llamada Caballo Verde. Todos los ultraístas utilizaron el verso libre y la musicalidad desacompasada.

El superrealismo fue otro movimiento subversivo de escasa vigencia y, por tanto, pasó sin pena ni gloria. Su obsesión fue el misterio del yo inmerso en el subconsciente. El poeta, decían, debe ser el cirujano que opere sobre sí mismo, buscando las zonas que bordean lo misterioso o fantástico. La exageración de esta corriente los llevó a considerar su yo como un mundo aparte. Para realizar esa tarea no admitieron ninguna disciplina formal y así, la estrofa, el ritmo y la melodía, las consideraron como simples cosas accesorias. Lógicamente los poetas guerrerenses a los que, no sin riesgos de imprevisión, podemos comprender dentro de los poetas “de vanguardia”, son muy pocos y sólo se identifican con los movimientos literarios mencionados por su rebeldía y su desdén hacia las reglas poéticas.

Respecto a los poetas guerrerenses contemporáneos nos abstenemos de incluirlos en cualquiera de las corrientes o movimientos literarios antes mencionados, en razón de que no pertenecen nítidamente a ninguno de ellos. Se caracterizan por el uso del verso libre y son contados los que escriben o escribieron versos medidos, y los que lo hicieron recurrieron, casi siempre, al nobilísimo soneto.

A los autores de esta Enciclopedia nos pareció inconveniente relacionar a los más significados poetas guerrerense en orden alfabético y, asimismo, adscribirlos a una determinada corriente o movimiento poético porque no existen bases sólidas para hacerlo, puesto que la mayoría resultó influenciada por diversos elementos románticos, modernistas y postmodernistas, lo que se explica si tomamos en cuenta que todos han preferido buscar su propia voz y alcanzar un estilo peculiar que los diferencie de los demás. En tal virtud, los mencionaremos en atención a su lugar de nacimiento, lo que se considera válido si tenemos en cuenta que el entorno ambiental, sin duda, influye en el mensaje de los poetas.

La Tierra Caliente es la que ha producido mayor número de poetas. De esa hermosa y fecunda zona proceden las voces perdurables de: Eusebio S. Almonte, de Cutzamala; Manuel M. Reynoso, Víctor Hugo Cortés, Víctor Villela Gutiérrez y Félix Manuel Villela Hernández, de Ciudad Altamirano; Agripino Hernández Avelar y José Filemón Estrada y Carreño, de Arcelia; Desiderio Borja, Fidel Franco y Carlos Román Celis, de Coyuca de Catalán; Rafael del Castillo Calderón y Jesús Díaz Ochoa, de San Miguel Totolapan; Abel Salgado Rabadán, de Tlachichilpa; Celedonio Serrano Martínez y Antolín Orozco Luviano, de Tlalchapa; Erasto Antúnez López, de Villa Madero; Virgilio González Pérez, Tomás Arzola Nájera y Noé Blancas Blancas, de Tlapehuala y Salomón Eusebio Córdoba Reyes de la comunidad Comelagarto del mismo municipio; y Teobaldo González Palacios, de Zirándaro.

Taxco de Alarcón rivaliza con la Tierra Caliente en cuanto al numeroso grupo de bardos que ha producido: Miguel Meléndez Serrano, Miguel Ángel Figueroa Ayala, Rafael Ramírez López, Jesús Delgado Arroyo, Damián Checa, Ana María González García, Rafael Castrejón, Delfino Cardoso Sotelo y Obdulia Flores Ruiz.

De Iguala son originarios: Isaac Palacios Martínez, Salustio Carrasco Núñez, Rafael Domínguez Rueda, Antonio Hernández Sánchez, Alberto Benítez Pedrote, Juan Salgado Castrejón, Jorge Román Pastrana, Pedro Santana, Catalina Pastrana Vargas, Salvador J. Espinoza, Emilio Ortiz Uribe, Marlenis Ocampo Nogueda y Andrés Velasco.

Entre los poetas chilpancingueños sobresalen: Alfredo G. Castañeda, Amadeo García Pastor, Roberto García Infante, Raúl Leyva y Córdoba, Arturo Nava Díaz, Diego Díaz Díaz, Alfonso G. Alarcón, Rodolfo Neri Lacunza, Alfonso Parra Martínez, Rubén Fuentes Adame, Arturo Flores Jiménez, Francis Pino Memije, José Calvo Alarcón, Juan Pablo Leyva y Córdoba, Liliana Huicochea Vázquez, Manuel S. Leyva Martínez, Tulio R. Estrada Castañón, Gerardo Anzaldúa Catalán, Domingo Adame Vega, Waldo Cervantes, José González García, Victoria Enríquez, Alejandra Cárdenas, José G. Gómez Romero, Luz María Silva, José E. Vega, Florencio Salazar Adame, Salvador Isaías Alanís Trujillo y Hermilo Castorena Noriega, veracruzano de origen pero con más de cincuenta años de residencia en Chilpancingo.

El primer antólogo de los poetas guerrerenses fue Lamberto Alarcón Catalán, originario de Chichihualco, donde también nació Santiago Memije Alarcón.

Cocula fue la cuna de uno de los mejores poetas guerrerenses: Arturo Adame Rodríguez.

Aarón M. Flores nació en Chilapa, pero el grueso de su obra poética lo escribió en Chilpancingo, así como su paisano Gonzalo de A. Carranza lo hizo en la Ciudad de México.

En Tixtla destacan Moisés Jiménez Alarcón, María Dora Vargas Gómez, José Gómez Sandoval, Norberto García Jiménez, Julia Jiménez Alarcón, Nahúm Pino Lozano, Bernardo Maganda García, Mario Vargas Benítez, Leobardo Gómez García y Esperanza Yolanda Vargas Gómez. Muy cerca de Tixtla, en Atliaca, nació Yolanda Matías García.

Juan García Jiménez, Rodrigo Torres Hernández, Juan Alarcón Hernández y José Muñoz Añorve son originarios de Ometepec.

De la Costa Grande han destacado: Diego Rodríguez Farfán y Feliciano T. Orozco, de Coahuayutla; Carlos Anderson y Quintín Rodríguez de La Unión; Marcial Ríos Valencia, de Tecpan; Silvino García y Francisco Escalera Pimentel, de San Jerónimo; Wilfrido Fierro Armenta y Humberto Ríos Navarrete, de Atoyac; Alejandro Gómez Maganda, del Arenal de Gómez, y Chachá Serrano, de El Bejuco, municipio de Coyuca de Benítez.

En Acapulco surgieron las voces de: Cuca Massieu, Patricia Gómez Maganda, María Fausta Luna Pacheco, Rosa Martha Muñúzuri y América del Río.

José Rodríguez Salgado, Luis Téllez, Crisóforo Ménez y Refugio Román son originarios de Teloloapan. En Tierra Colorada nació Felipe Escobar Tapia. De Tlapa procede el mensaje de Miguel Aroche Parra y Agustín Salgado Pacheco. De Ixcateopan son Edmundo Jaimes Martínez, Adalmiro Sales Jaimes y Camerino Jaimes Barrera. En Alpoyeca nació Natalio Valbuena Parra.

Voz señera de la Costa Chica es Rubén Mora Gutiérrez, quien nació en Cuautepec. Rafael Romero Parra fue originario de Zumpango del Río y Francisco Figueroa Mata, de Huitzuco.

Hasta la fecha se han publicado cinco antologías de poetas guerrerenses: la de Lamberto Alarcón en 1944, la de Fidel Franco en 1949; la publicada en 1987 por el Instituto Guerrerense de la Cultura, y dos que se deben al trabajo fecundo de José Gómez Sandoval; la primera titulada: Yo vengo de una tierra cubierta de montañas, publicada en 1997; y Ríos interiores, que vio la luz en 1999.

En las referidas antologías no se consigna el lugar de nacimiento de los autores, y sin contar a los anteriormente mencionados, aparecen en ellas, respectivamente los siguientes poetas: Lamberto Alarcón, Fortino Arellano, Jacobo Cabello, Epitacio Calderón, Eduardo Colín, Raúl de la Vega Morante, Manuel González Flores, Heliodoro Herrera, Francisco Hubert Olea, Jesús S. Leyva, Anacleto López, Arturo Martínez Adame, Tomás Ruiz Alarcón, Emilio Torres, Sabino M. Olea, Eutimio R. Roldán, Marco Antonio Millán, Vicente Barbosa Castañón, Florentino Rodríguez Acosta, Ezequiel Cisneros Cárdenas, Esther Nájera, Francisco Medel Pacheco, Rodrigo Quintil Rodríguez, Nicolás López Aranda, Tomás Ruiz Alarcón, Carlos J. Marquina, Ignacio Obando, Rafael Ávila, Elena Girón, Amparo Martínez, Guadalupe Cabrera, Emilia Deloya, Pomposa Estrada, Gilberto Álvarez, José del Castillo Calderón, Francisco de P. Parra, Emigdio A. Bello, Elías Ramírez, Custodio Valverde, Vidal P. Castro, Juan N. López, Francisco A. Trejo, Miguel Morlet, Francisco Valdespino, Luis Aguilar Sánchez, Joaquín Álvarez Añorve, Miguel Ángel Castorena Tenorio, Jesús Delgado Arroyo, Violeta Farías Montano, Leobardo Gómez García, Justino Salmerón Alcocer, Rodrigo Vega Leyva, Abraham Velásquez Camacho, Alberto Jiménez, Leopoldo Estrada, Álvaro Carrillo, Fernando Pineda Ochoa, Isaías Alanís, Rubén Ocaña Altamirano, Vidal Flores Hernández, José Villanueva Núñez, Abraham Silva, Rafael Ricardo Klimek, Nicolás Tapia, Benito Ucán Tun, Areli Eunice, Salvador Velazco, Javier Sánchez, José María Avellaneda, David Pérez Cortés, Pedro Escorcia, Marco Antonio Damián, Alberto Álvarez, Óscar Altamirano Carmona, Martín González Bello, Angélica Gutiérrez y Salgado, Ariel Rueda, Iván Ángel Chávez, Zenón Flores Salgado, Eduardo Añorve Zapata, Salomón Mariano, Teresa Larrumbe, Manuel Masiel, Luis Raúl Leyva Montaño, Luis Enrique, Citlalli Guerrero, Óscar Basave, Jesús Bello, Citlalli Delgado Galíndez, Omar Elizondo y Carlos F. Ortiz.

Mención aparte merece el notable poeta Manuel S. Leyva Martínez, quién hace más de 10 años se integró al Congreso Mundial de Poetas, propuso y logró que el XIX Congreso se celebrara en Acapulco con la asistencia de 356 bardos procedentes de 68 países. El Congreso, aprobado por la Academia de Arte y Cultura perteneciente a la UNESCO, se llevó a cabo en el referido puerto del 25 al 30 de octubre de 1999, coincidente con el Bicentenario de la fundación de Acapulco y el Sesquicentenario de la erección del estado. A dicho Congreso concurrieron 57 poetas guerrerenses.

(JPLC)