La Revolución Mexicana tuvo, sin duda, carácter nacional; sin embargo, no es posible ignorar que fue resultado de factores que podríamos llamar locales que, sumados unos a otros en el orden en que se produjeron, hicieron posible el gran estallido de 1910.
Guerrero surgió tardíamente como entidad estatal en el concierto de la República, que lo era sólo de nombre porque sus instituciones esenciales, políticas y económicas, sus tradiciones de vida y sus hábitos mentales, correspondían en mucho a los de la Colonia.
Tras la invasión yanqui de 1847, Juan Álvarez logró la creación del nuevo estado, cuando México trataba de reorganizarse sobre las cenizas de la derrota. Así surgió Guerrero, con el nombre del héroe epónimo, según dice Vicente Fuentes Díaz, “como un gesto romántico… como si México se hubiese dado un nuevo retoño para convencerse de que no había perdido el vigor de su entraña mutilada”. Pero el nuevo estado también nació de un vientre maltrecho y dolorido y, por lo tanto, fue muy difícil organizarse a fin de adquirir una sólida vida institucional. Después de la erección del estado, sobrevino la última dictadura santanista, luego surgió la revolución de Ayutla, después la intervención francesa y, al final, el imperio.
Restaurada la República, en Guerrero surgió otro brote de perturbación: la pugna entre los generales Diego Álvarez y Vicente Jiménez. El primero, alineado con Juárez, y el otro, siguiendo al nuevo líder: Porfirio Díaz. La trayectoria de Jiménez en esta época se asemeja a la de Altamirano, quien llamaba tío al general Jiménez.
Al volver de Querétaro, Jiménez acusó a Diego Álvarez de tendencias dictatoriales, en lo que no le faltaba razón. Don Diego creía haber heredado el cacicazgo de su padre, pero sin los rasgos humanitarios que lo caracterizaron. En lo que no tenía razón Jiménez fue en no reparar que, con su actitud, entorpecía la labor reconstructora de Juárez. En realidad los dos tenían poco que ofrecer para el progreso del estado, pues sólo disponían de sus blasones militares.
Juárez, ante la persistencia del conflicto, separó a don Diego del gobierno, pero no le cedió el mando a Jiménez. Fue el jalisciense Francisco O. Arce el nuevo encargado de la administración estatal, donde reveló su carácter manejable y su desmedida ambición; no obstante, se vivió un periodo de tranquilidad en el solar guerrerense a pesar de que la economía se encontraba en estado desastroso.
La revolución de Tuxtepec, en 1876, encumbró en el poder a Porfirio Díaz, y Vicente Jiménez volvió con la espada desenvainada y cargada de resentimientos. El nuevo enfrentamiento entre Álvarez y Jiménez no se hizo esperar y el suelo guerrerense volvió a teñirse con la sangre de sus hijos. Jiménez fue tan violento que no dudó en recurrir a la confiscación de propiedades, saqueo e incendio de poblaciones al punto que el propio Díaz se vio obligado a quitarle el mando político y militar del estado. En su lugar nombró gobernador al tlaxcalteca Rafael Cuéllar, un sujeto servil que hizo algunas obras pero pedía constantes licencias para ocuparse de sus negocios. Lo mismo hicieron los gobernadores porfiristas que lo sucedieron en el cargo. Cuéllar decretó nuevos impuestos en detrimento de los guerrerenses, y con él se inició de hecho la nefasta historia de despotismo, de opresión política, de miseria popular, de corrupción administrativa y de privilegios insultantes. El pueblo de Guerrero siguió humillado por todos y en todas partes; cuando reclamaba sus derechos, sólo recibía el castigo de los verdugos. Parecíamos hijos proscritos de la familia mexicana. Sin embargo, nunca perdió la esperanza ni se extravió su instinto de redención.
En 1879, durante el gobierno de Cuéllar, surgió en la Costa Chica un movimiento de protesta encabezado por Ramón Suástegui, inspirado por el general Canuto Neri. Este movimiento fue rápidamente reprimido sin mayores consecuencias.
Cuatro años después, en 1883, en la región de Tlapa, se alzó Pascual Claudio, moderno utopista mexicano que demandó la socialización de la tierra. Firmó un plan socialista con el apoyo de sólo 117 soldados, tan audaces e ilusos como su comandante, quien al parecer recibió influencias del líder agrarista Francisco Zalacosto, quien actuó en los estados de México, Hidalgo y Puebla. Pascual Claudio, de acuerdo a sus ideas, expidió el Plan de Xochihuehuetlán, pero pronto cayeron sobre él las tropas federales quienes sin problema sofocaron el incipiente movimiento.
Todavía se produjeron otros dos conatos de levantamiento: uno en 1884 en la Costa Grande, con Desiderio Pinzón al frente, que fue aplastado por Pioquinto Huato, odiado prefecto de La Unión; el otro, en 1887, surgido en Tlapa, bajo la jefatura de Silverio León, que fue reprimido por el general poblano Mucio P. Martínez.
A fines de 1893 tuvo lugar la rebelión armada del general Canuto A. Neri, figura muy popular por sus limpios antecedentes de soldado republicano. Gobernaba por tercera vez al estado Francisco O. Arce, arribista y tortuoso, quien medró a la sombra de Manuel Romero Rubio, suegro del dictador y secretario de Gobernación de su gabinete, al que Arce le adjudicó el dominio de las ricas minas de cinabrio en Huitzuco. El voraz y despótico Arce aprovechó el auge minero del estado en su beneficio personal. Fue dueño de la hacienda de San Marcos, el más grande latifundio que existió en la entidad, donde utilizó como trabajadores forzados a indios kikapooes del norte del país y formó una camarilla de políticos locales, tan arbitrarios como él, que se perpetuaron en los principales cargos y aunque ordenó algunas obras y dio un tímido impulso a la enseñanza, dictó leyes injustas, favoreció atropellos y encarcelamientos ilegales, autorizó contratos antieconómicos y se olvidó por completo de los indígenas del estado.
Arce logró hacerse reelegir por cuarta vez y el general Canuto Neri, recogiendo el descontento popular, se lanzó a la lucha para impedir la reelección. El plan revolucionario de Neri se imprimió en EU y se hizo circular en forma clandestina, pero aún así aseguró que tendía a la destitución del dictador quien, al principio, pareció no dar importancia a la rebelión de Neri porque suponía la eliminación de su suegro en los asuntos del estado de Guerrero, cuya injerencia empezaba a molestarle. De otra forma no se explica que Arce no se haya presentado a rendir protesta como gobernador el 1 de abril de 1893. En su lugar se designó provisionalmente a Mariano Ortiz de Montellano. Sin embargo, el problema no quedó resuelto pues el descontento popular seguía en pie. Neri, que era jefe de las armas en Guerrero, fue llamado a México por la Secretaría de Guerra para informar de su conducta, pero, convencido por sus partidarios, no respetó las órdenes y lanzó una nueva proclama contra el gobierno local con duros ataques a Arce y a Ortiz de Montellano. Don Canuto, con 200 soldados, se dirigió a la sierra de Tlacotepec, desde donde pretendía asediar a la capital del estado.
En ese momento crucial, el diputado federal guerrerense Manuel Guillén, tan amigo de Díaz como de Neri, habló con el sublevado y a partir de entonces el movimiento se dirigió solamente contra el gobierno local y así lo hizo saber Neri a don Porfirio en carta fechada en octubre de 1893. De todas maneras, Díaz ordenó un aparatoso despliegue de tropas para cercar a Neri quien, para entonces, se encontraba en Tierra Colorada. Sus fuerzas habían aumentado y la rebelión tendía a expandirse. En un primer encuentro, Julián Blanco, de las tropas de Neri, derrotó al general Ignacio Bravo, jefe de las fuerzas federales en un lugar denominado La Ladrillera. Ante estos hechos, Arce presentó su renuncia definitiva y Neri depuso su actitud beligerante, sometiéndose al Gobierno federal. Ortiz de Montellano decretó una amnistía y Neri aceptó dirigirse a la Ciudad de México para que fuese sometido a proceso militar. La revuelta había cumplido uno de sus principales propósitos, esto es, el derrumbamiento de Arce, pero la situación política no varió con Ortiz de Montellano y los sucesivos gobernadores.
Neri fue juzgado por “deserción militar” y no por “rebelión”, lo que indica la benevolencia del dictador, quien aceptó entrevistarse personalmente con Neri al que se aplicó más una pena aparente que real. De lo anterior se concluye que don Porfirio había aprovechado la revuelta para minar la influencia de Romero Rubio en Guerrero con la destitución de Arce.
Ajeno a las manipulaciones políticas, el pueblo seguía inconforme, por lo que fue reprimido por el homicida Victoriano Huerta, con sangrientas persecuciones y fusilamientos de rebeldes amnisitiados, con el propósito de que ya no pensaran en levantarse en armas contra la incontrastable autoridad del dictador. A Ortiz de Montellano siguieron Antonio Mercenario, Agustín Mora y Damián Flores. Sin embargo, el pueblo había templado su ánimo y a pesar de la amenaza de la muerte, estaba listo para nuevas luchas.
En los albores del Siglo XX, Diego Álvarez, Vicente Jiménez y Canuto Neri habían muerto, pero la sangre renovada del pueblo fluía incesante al cerebro y al corazón de aquella sociedad ultrajada. Hombres nuevos, caudillos en embrión, llegaron a ocupar el lugar de los próceres desaparecidos y encabezaron –otra vez– el descontento público. Era un aguerrido grupo de jóvenes con formación intelectual. Había abogados, periodistas y poetas. A estos jóvenes correspondió la tarea de enfrentarse, a principios de 1901, al continuismo de Antonio Mercenario y después al desgobierno de Agustín Mora.
Antonio Mercenario había demostrado su voracidad como administrador de la aduana de Acapulco y su crueldad como capataz en las minas de Romero Rubio. Con estos antecedentes, fue tres veces gobernador: en 1893, como interino de Ortiz de Montellano hasta 1894; luego gobernador constitucional: de 1894 a 1897 y de 1897 a 1901. Sus gobiernos no fueron distintos de los anteriores. Déspota redomado, concedió privilegios a un grupo de extranjeros, consumó despojos de tierras, se enriqueció junto con sus amigos, mando asesinar, se burló de la ley y todos los conflictos sociales los resolvió por la vía violenta. Si los anteriores gobernadores solicitaban licencia con frecuencia, Mercenario los superó ampliamente en este aspecto. El odiado recurso de la leva fue uno de sus favoritos y no sólo para enfrentar a los soldados forzados con el pueblo en Guerrero, sino en otras partes del país, como fue el caso de los reclutados contra su voluntad y enviados a pelear en la guerra del yaqui, que Díaz había emprendido contra los nativos sonorenses.
Desde 1898, los jóvenes de que hablamos empezaron a organizarse para hacer oposición contra Mercenario, pero ante las feroces represalias de este sujeto, se refugiaron en Cuautla y Puebla, hasta donde llegaron Eusebio S. Almonte, Salustio Carrasco Núñez, Rafael Castillo Calderón, Blas Aguilar, Alberto Inocente y Miguel Román, Sabino Arroyo, Fortino Arellano, entre otros. Desde su voluntario exilio, a través de periódicos fundados y sostenidos por ellos, prosiguieron en su oposición a Mercenario. En Cuautla, Eusebio S. Almonte fundó El Eco del Sur, periódico de combate en que se atacó sistemáticamente al déspota, exhibiendo sus arbitrariedades.
Por su parte, el periódico El Hijo del Ahuizote, que dirigía Daniel Cabrera, extraordinario caricaturista, se había significado como vocero de la oposición contra don Porfirio y allí se publicaban denuncias contra Mercenario quien, por medio de una maniobra jurídica, logró cerrarlo y aprovechó un diario oficioso, también de la capital del país, denominado Patria, que dirigía Irineo Paz, padre de nuestro Premio Nobel, Octavio Paz, para colocar a varios abogadillos guerrerenses que tenían por consigna defender a Mercenario.
En 1900, Mercenario hizo público su propósito de reelegirse y, por supuesto, la campaña oposicionista creció en Guerrero al extremo de llegar a ser una cruzada estatal. Los jóvenes inconformes decidieron enfrentar a Mercenario en la lucha electoral. Contaban, como contaron, con el apoyo del pueblo. El hombre escogido entre el grupo oposicionista fue el talentoso y prestigiado abogado Rafael Castillo Calderón, originario de San Miguel Totolapan. Desde luego, Mercenario trató de utilizar sus conocidos métodos represivos, pero sus tácticas resultaron contraproducentes pues los ánimos oposicionistas se exaltaron e hicieron que la ciudadanía se inclinara a favor de la candidatura de Castillo Calderón.
Mercenario reconoció anticipadamente que perderían las elecciones y presentó su dimisión al Congreso, el cual nombró provisionalmente en su lugar al poblano Agustín Mora. La sustitución no satisfizo al pueblo, toda vez que llegaba al gobierno otra persona ajena al estado quien, no obstante que era criador de chivos, al grado de que le decían “el Chivero”, sentía asco por el pueblo y saludaba con el codo a la gente humilde. La situación se agravó, pues al concluir el periodo para el que Mora había sido nombrado, trató y logró hacerse elegir como gobernador en un burdo simulacro de comicios. Castillo Calderón y sus partidarios comprendieron que no había otra salida que las armas, a pesar de que no estaban preparados para un levantamiento de esa naturaleza. Se dedicaron a encender la revuelta en varias partes del estado, principalmente en Chilpancingo y en Mochitlán, en la Tierra Caliente y en la Costa Grande.
Con la finalidad de institucionalizar el movimiento, el 21 de abril de 1901, bajo un zapote prieto que estuvo en la orilla sur de Mochitlán, hombres y mujeres surianos acordaron suscribir un manifiesto revolucionario con el nombre de Plan del Zapote. Dicho plan contenía los puntos siguientes:
- Desconocimiento del régimen porfirista.
- Reformas a la Constitución de 1857 para adaptarla a las necesidades de los campesinos y los obreros.
- Reparto de tierras y haciendas de los latifundistas, comenzando con las de Tepechicotlán, San Miguel y San Sebastián, del distrito de Guerrero y demás existentes en el suelo mexicano.
- Acuerdo de la junta revolucionaria de pregonar el Plan, siendo deber de todos defenderlo.
Como se advierte, el plan tuvo un contenido político y agrarista, y el levantamiento armado, aunque sin orden ni concierto, fue el primero que se produjo en México en el Siglo XX contra Porfirio Díaz. El plan fue firmado por Anselmo Bello, lugarteniente de Castillo Calderón, Juan, Felipe y Gabino Garduño, Vicente, Ignacio y Eutimio Muñoz, Alejandro Nava, Porfirio Jiménez, Cesáreo Cuevas, Máximo de Jesús, Luís Gutiérrez, Jesús, Epifanio, Wenceslao, Mateo, Francisco y Juan Bello y un grupo de mujeres tixtlecas encabezado por la señora Luciana Jiménez.
Es justo mencionar que, entre la muchedumbre que apoyó el movimiento, destacaron Alejandro Castañón, Miguel Román, Quirino Memije, Manuel Vázquez, Genaro Ramírez, Vicente Tapia, los hermanos Francisco y Ambrosio Figueroa, Faustino García, Aurelio Velásquez, Jove y Agustín Arcos, Manuel Sevilla Vélez, Ignacio Sevilla, Esteban Soloche, Modesto Rentería, Juan Navarrete, el coronel Donaciano González, el licenciado José Aristeo Córdoba, padre del líder obrero Alfredo Córdoba Lara, y la insigne Margarita Viguri. Casi todos sufrieron prisión y otros fueron fusilados sin formación de juicio por el esbirro Victoriano Huerta, quien fue el encargado por Porfirio Díaz para reprimir el levantamiento.
Lo hizo de manera sanguinaria y brutal, a tal punto que, por ello, fue ascendido a general brigadier.
Para finalizar, conviene hacer algunas reflexiones sobre el movimiento armado de 1901. Este movimiento se inserta dentro de las tentativas que se dieron a fines del Siglo XIX y principios del XX en México contra un régimen dictatorial. Porfirio Díaz se impuso a sí mismo en la Presidencia de la República e impuso a los gobernadores de los estados. En Guerrero se dio el caso de que todos los gobernadores porfiristas, excepto Damián Flores, que era de Tetipac, provinieran de otras entidades y, en el caso de Mercenario, existió la sospecha, nunca desmentida por él, de que era oriundo de España. Los gobernadores porfiristas invariablemente vinieron al estado con el único propósito de enriquecerse; otorgaron concesiones a extranjeros para explotar fundos mineros, propiciaron la creación de latifundios y ellos mismos fueron detentadores de vastas extensiones de tierras. Sus escasas acciones positivas se vieron opacadas por sus latrocinios.
Para incrementar los recursos del estado recurrieron al aumento de impuestos y a la creación de otros nuevos, como fue el caso del impuesto personal o de capitación, que se aplicaba a todos los varones de 16 a 60 años: de 12 centavos mensuales que se pagaban en el régimen de Cuéllar, se elevó a 25 centavos en el gobierno de Damián Flores. Era un impuesto absurdo por el sólo hecho de existir. Los guerrerenses no tenían más derecho que morir gratuitamente. El colmo ocurrió cuando Damián Flores decidió enajenar las cuentas públicas, según se comprueba con el Decreto número 60 del Congreso local, de fecha 24 de octubre de 1908.
Los gobernadores porfiristas invariablemente se rodearon de una camarilla de políticos voraces y sin escrúpulos; la administración de justicia se inclinó siempre a favor de los ricos; se reeligieron en el cargo cuantas veces pudieron; se recurrió a la leva; se forzó a los presos a trabajar en la construcción de carreteras sin percibir ningún salario, y cuando el pueblo manifestaba su inconformidad, fue objeto de sangrientas represiones. Todo este desastroso estado de cosas generó un permanente descontento que dio como resultado natural primero la revuelta de Canuto Neri y luego el movimiento de 1901. Aunque estos brotes de rebeldía fueron aplastados sin misericordia, no hay duda de que prepararon el surgimiento explosivo de la Revolución Mexicana, que vendría a rescatar al pueblo de su secular humillación.
(JPLC)