Considerada la oratoria en sus manifestaciones más nobles –ya como dilatación y galanura del verbo humano, ya como índice de la cultura y eco de los sentimientos imperantes, o ya teniendo en cuenta la naturaleza e influjo de su acción sobre la multitud– es un delicado ministerio social, un arte muy complejo, surgido de inexcusables necesidades y particularmente desarrollado durante aquellos periodos ascensionales de la historia en que, vencida la esclavitud y obtenida la libertad, los pueblos alcanzan, al par que conciencia de su propio genio, los primeros afanes de dignificación personal y colectiva.
Este altísimo ministerio de la oratoria tiene como misión tanto el aunar opiniones dispersas y mantener en debida tensión las energías creadoras, como refrenar los temibles arrebatos de la colectividad, reanimándola en sus decaimientos, disipando los errores y previniendo los ánimos contra peligros capaces de comprometer la tranquila y segura convivencia.
La oratoria es fruto espontáneo de la convivencia social. Allí donde un grupo humano, conociendo los peligros de la fuerza bruta, experimenta la necesidad de regir su vida por sí mismo; donde aleccionado por amargas experiencias, desea participar en la conducción de los destinos comunes, disponiéndose a combatir la pobreza y la ignorancia y a concertar las voluntades para el buen ordenamiento de la vida civil, allí veremos alzarse una tribuna y la figura del orador en medio de muchedumbres congregadas por el hechizo de la elocuencia. Y si el orador acata los mandatos de la probidad, su voz tendrá los infinitos ecos que adquiere la palabra cuando se inspira en la imperiosa necesidad de guiar las almas.
Debe advertirse que el arte de la oratoria nace siempre al calor de la libertad, lo perfecciona el progreso, se robustece con la libre controversia y lo marchita la intolerancia. Así lo demuestra la experiencia histórica desde las más remotas edades hasta los umbrales del Siglo XXI. Cuando la Grecia clásica dejó de ser libre bajo el dominio de Filipo, desaparecieron sus más grandes oradores y sólo proliferaron los retóricos envilecidos y los sofistas con alma de lacayos. Cicerón ganó el preciado título de Padre de la Patria por sus infatigables luchas contra los secuaces de Catilina; después de él ya no hubo patria, ni libertad ni tribuna.
A lo largo del silencio medieval que duró mil años, la tribuna se redujo al púlpito. No fue sino hasta los inicios de la Edad Moderna en que empezaron a agitarse los vientos liberadores del Renacimiento y en que la cátedra fue el vivero de la oratoria, en las universidades cosmopolitas donde la palabra del maestro obtuvo la libertad necesaria. Fue entonces que empezaron a renacer los acentos tribunicios de Grecia y Roma que iluminaron la Revolución Francesa, donde rejuveneció el arte de hablar a grandes multitudes e influyó en todos los pueblos oprimidos desde los inicios y a todo lo largo del Siglo XIX.
Para Tácito “la elocuencia es señora de todas las artes” y para Pascal es “la pintura del pensamiento”. La voz, el ademán, el gesto, la postura y el rigor lógico son decisivos en la pronunciación de un discurso. El orador debe estar convencido de su verdad y expresarla con la mayor claridad y sinceridad posible. Debe proveerse de una amplia cultura que abarque, a profundidad, temas históricos, políticos, sociales y económicos. José López Bermúdez, citando a Ribot, dijo con acierto: “la palabra del orador requiere la agudeza de la dialéctica, la concisión de la filosofía, el arrobo de los poetas, la memoria de los jueces, el gesto de los trágicos y la voz de los actores”.
En México, la conmoción liberadora desembocó en varias revoluciones populares, de la que surgieron notables oradores que lograron mover conciencias, y el verbo humano se transfiguró en vehículo y clarín del progreso. Al conjuro de sus nuevas resonancias, la palabra –magno atributo del ser racional– se nos aparece revestida de calidades externas e intrínsecas que dan ritmo elegante al lenguaje hablado, alientan empresas fecundas e imprimen a las pasiones colectivas rango y tono de ideal.
La definición clásica del orador atribuida a Catón: vir bonus, dicendi peritus (hombre probo, experto con el hablar) expresa, más que un hecho general, una armoniosa conjunción, raramente lograda, entre un hombre probo y la capacidad de su elocuencia. Han existido y existen, por desgracia, falsos oradores que ponen sus facultades persuasivas al servicio de causas perversas, pero el pueblo no tarda en desenmascararlos y los llama demagogos. Son desviaciones prontamente advertidas y calificadas con el epíteto que merecen. Los verdaderos oradores resisten el juicio de la historia y su prestigio se engrandece con el tiempo.
El estado de Guerrero ha sido cuna de excelentes oradores debido a la egregia herencia de sus antepasados heroicos y a las luchas que los surianos emprendieron desde la Guerra de Independencia hasta la Revolución de 1910. El primero que debe mencionarse es Ignacio Manuel Altamirano, quién surgió en la etapa turbulenta de mediados del Siglo XIX, de asonadas y cuartelazos, de golpes de Estado y de intervenciones extranjeras. Su primera aparición en la tribuna parlamentaria ocurrió en 1861, durante la primera vez que fue diputado federal por el distrito de Chilapa. Emergió su palabra vibrante destacándose dentro de una pléyade de notables oradores como Manuel Gómez Pedraza, a quién llamaron “el Júpiter tonante de la tribuna”; Mariano Otero, quien, al decir de Guillermo Prieto, en una ocasión habló por más de tres horas, defendiendo la Federación contra José María Tornel, subyugando a quienes lo escuchaban jubilosos; Ignacio Ramírez, impetuoso y vehemente, cuyos discursos en la discusión de la Constitución de 1857 se caracterizaron por su lógica inflexible; Manuel Doblado, de irresistible elocuencia; León Guzmán, que llevaba a su auditorio hasta la pasión más intensa y arrebatadora; el mismo Guillermo Prieto tenía desplantes tribunicios verdaderamente admirables, y lo mismo se puede decir de Francisco Zarco, de Melchor Ocampo y de Ponciano Arriaga.
Dentro de este grupo de formidables tribunos Altamirano fue Primus Inter Pares (el primero entre sus iguales). Los hermanos y reputados bibliófilos Francisco y Eufemio Abadiano, que escucharon muchas veces a Altamirano, nos lo pintan en la tribuna como “un indio agresivo, con perfil de azteca fiero, ojos brillantes de águila, de cabellera enhiesta que echaba hacia atrás sacudiéndola como un penacho” y aseguran que se transfiguraba al pronunciar sus discursos.
Don Joaquín D. Casasús dice de Altamirano: “él realizó entre nosotros el tipo de orador francés de la época de la revolución. Era, por la inspiración, un Mirabeau, por la energía, un Dantón, por los arranques líricos, un Saint-Just, por el furor de sus pasiones, un Robespierre”.
El primer discurso de Altamirano lo pronunció en Cuautla en la tribuna cívica el 16 de septiembre de 1855. Por mucho tiempo ese discurso se consideró perdido, pero la acuciosa investigadora Nicole Girón lo rescató recientemente del archivo de la familia Cassasús–Montagenier en Francia y se publicó en el tomo XXIII –el penúltimo– de las obras completas del insigne patriota, en diciembre de 2001. Llama la atención que Altamirano en ese discurso se dirija a su auditorio como “Pueblo Rey”, porque para él no existía otra instancia superior en México.
La Secretaría de Educación Pública, en 1949, realizó una compilación de los discursos de Altamirano y fueron 56 los que aparecieron publicados. En la advertencia del libro se hace saber que fueron todos los que pudieron reunirse y a los que debe agregarse el primero anteriormente mencionado. Dentro de ese joyel de espléndidas piezas oratorias, destaca la más famosa llamada “Contra la amnistía” que pronunció Altamirano en la Cámara de Diputados el 10 de julio de 1861 y que le valió el sobrenombre “el Marat de los puros”, por su exaltado radicalismo y verbo de fuego. El diputado Juan A. Prats, de tendencia moderada, presentó un proyecto de ley para otorgar a los conservadores recién vencidos una total amnistía que, a su juicio, evitaría más derramamiento de sangre. El proyecto fue dictaminado favorablemente por la Comisión de Gobernación, haciendo algunas excepciones. Todavía estaba fresca la sangre de Ocampo y de los mártires de Tacubaya, por lo que a Altamirano le pareció aberrante que cuando los conservadores asesinaban en forma artera a los liberales se les ofreciera un perdón inmerecido, y se levantó soberbio sobre la tribuna para combatir enérgicamente el dictamen sometido a consideración del pleno. “El discurso –escribió Justo Sierra, quien lo escuchó– oscilaba entre el anatema y la admonición. Toda la pasión de un joven de 27 años brotaba de aquellos labios con lengua de fuego.” El diputado guerrerense, con su torrencial elocuencia, desmenuzó y rechazó enérgicamente el proyecto:
“O somos liberales o somos liberticidas, o somos legisladores o somos rebeldes, o jueces o defensores. La nación no nos ha enviado a predicar la fusión con los criminales, sino a castigarlos”.
La discusión prosiguió al día siguiente y Altamirano con mayor vigor volvió a la carga con más contundentes argumentos: “Antes que la compasión está la justicia”; y finalizó diciendo:
“La amnistía es el arco triunfal de Comonfort. Si algún día voto por ella quiero que se me arroje de este salón, y estoy seguro de que don Juan Álvarez me esperaría al otro lado del Mezcala para ahorcarme”.
El proyecto no resistió el fogoso embate del orador suriano y fue rechazado por la Cámara. La multitud que abarrotaba las galerías esperó a la salida al joven Altamirano y lo llevó en hombros, desde el Palacio Nacional, donde estaba el recinto legislativo, hasta su casa en la calle Palma, entre vítores y exaltadas alabanzas.
El trepidante discurso fue comentado por la prensa nacional. Luis González Obregón en el periódico L’Estaffete escribió: “En toda la ciudad todavía resuena el discurso del señor Altamirano. Se está poco acostumbrado en la sociedad mexicana a una vehemencia semejante de lenguaje y a esa inflexibilidad de principios. Su manera de decir es concisa y de una firmeza notable. Su estilo, desnudo de metáforas exóticas, tiene vivas salidas y va derecho al objeto del pensamiento. La fuerza de su palabra consiste, sobre todo, en una argumentación cerrada. Nunca hemos oído un orador tan nervioso y arrebatador como al señor Altamirano, que era, todavía hace algunos días, un desconocido”.
Con todo y la justa fama del discurso contra la amnistía, la cual fue aprobada en noviembre de ese mismo año ante la eminente intervención francesa, creemos que el más trascendente discurso de Altamirano lo pronunció en la tribuna cívica, en Tixtla, el 16 de septiembre de 1866. En esa formidable pieza oratoria, Altamirano denunció la inactividad militar de los guerrerenses ante los intervencionistas franceses. Se refirió a Diego Álvarez, que era el jefe de las armas y gobernador del estado, quien permanecía inexplicablemente indolente, como si México no estuviera en pie de guerra. Puso de ejemplo a Vicente Guerrero para quien “un día de combate era la víspera de otro y buscaba los escondites de la sierra, no como un abrigo sino como un puesto de emboscada. Para nosotros –dijo– la falta de recursos es una barrera insuperable, para Guerrero era justamente un estímulo para ir en búsqueda del enemigo. Para nosotros la inmovilidad es un sistema estratégico, para Guerrero era un crimen”.
Con su acostumbrada vehemencia exhortó a los tixtlecos a tomar las armas y logró ser escuchado. En poco menos de dos meses reunió a un grupo de 400 jinetes decididos a defender la patria con su vida. Se dirigió a Iguala, donde aumentó el número de sus soldados, tomó Puente de Ixtla, Jojutla, Tlaquiltenango, Yautepec y Cuautla. En compañía de los generales Ignacio Figueroa y Francisco Leyva, pusieron sitio y se apoderaron de Cuernavaca. Luego marchó por el Ajusco y llegó hasta Tlalpan a principios de 1867, convirtiéndose así en el primer jefe republicano en pisar el valle de México, todavía ocupado por los franceses. Llegó a Toluca, se unió a Vicente Jiménez y a Vicente Riva Palacio, y juntos marcharon a Querétaro, donde Altamirano se distinguió por su valor sin límites.
Este es uno de los ejemplos clásicos de cómo un orador, convencido de la justicia de su causa, es capaz de mover conciencias y llevarlas al triunfo. No hay duda de que Altamirano fue el mejor y más fecundo orador de su tiempo; sin embargo, la tribuna fue para él una trinchera más en su incesante lucha por la redención y el progreso de su pueblo.
El último discurso que pronunció Altamirano cuando era cónsul de México en París, fue en Berna, Suiza, en 1891. Lo dijo en francés en el Congreso de Americanistas y ya no volvió hablar en público. Para entonces ya se había iniciado la larga dictadura de Porfirio Díaz, época de represión y de censura y, por tanto, adversa a la libre manifestación de las ideas. Los oradores de ese tiempo –y los hubo con innegables atributos– tuvieron que convertirse en panegiristas del dictador.
No fue sino hasta el violento estallido de la Revolución de 1910 que los oradores volvieron a resurgir. El caso paradigmático fue el del ilustre licenciado Eduardo Neri, originario de Zumpango del Río. Hombre integérrimo que, aun contra su voluntad, llegó a ser diputado federal y tardíamente se integró a la célebre XXVI Legislatura, a fin de reforzar al bloque renovador que dirigió Luis Cabrera. Se trataba de un selecto grupo de legisladores que eran entusiastas partidarios de la ideología de Madero, a pesar de que el prócer ya había sido asesinado arteramente por Victoriano Huerta, quien en ese tiempo (1913) detentaba el Poder Ejecutivo. Sin duda, el discurso más trascendente del licenciado Neri tuvo lugar en la tormentosa sesión del 9 de octubre. El día anterior, el senador Belisario Domínguez había sido aprehendido en el hotel en que se hospedaba, pero alcanzó a dejarle una carta a su hijo Ricardo que contenía sus últimas disposiciones. Éste comunicó de inmediato sus fundados temores de que su padre había sido asesinado a los diputados chiapanecos, quienes el mismo día 9 hicieron del conocimiento lo anterior al pleno de la Cámara, el cual ordenó que la sesión tuviera el carácter de permanente y se nombró a una comisión para interpelar al secretario de Gobernación, pidiéndole las explicaciones del caso.
Debe decirse que los diputados tuvieron en cuenta que en el mismo fatídico año 1913 habían sido asesinados, por sicarios del usurpador, los diputados Serapio Rendón y Adolfo C. Gurrión, así como el diputado suplente Edmundo Pastelín; por lo tanto, la misteriosa desaparición del senador Belisario Domínguez, que había denunciado los excesos y crímenes de Huerta, era ya intolerable.
La comisión nombrada por la Cámara, de la que el licenciado Neri formó parte, tuvo una respuesta cínica, pues el secretario de Gobernación dijo desconocer el caso y, toda vez que se trataba de un asunto policiaco, lo turnaría a las autoridades competentes. La comisión volvió con ese evasivo informe al seno de la Cámara y fue entonces cuando el licenciado Neri pronunció aquella temeraria arenga en la que pidió a sus compañeros adoptar decisiones enérgicas. Consideró que era evidente que el asesinato seguía en pie y que era tiempo de decir al Ejecutivo que no se podía seguir atropellando a ciudadanos que estaban ahí por mandato popular.
“Tiempo es ya –dijo– de poner un parapeto a esos desmanes de hombres sin ley y sin conciencia… Es imposible que sigamos así, perdidas todas nuestras garantías; debemos reclamarlas virilmente… Si realmente amamos a nuestra patria, hoy más entristecida que nunca, formemos un Congreso de valientes y sigamos tras nuestros ideales de libertad sin importarnos que en ese camino nos amenace constantemente la espada de Victoriano Huerta. El Ejecutivo ha enarbolado frente a nosotros su bandera negra de terror y de infamia; enarbolemos nosotros frente a él nuestra bandera roja de abnegación, de valor y de fe”.
Las palabras del licenciado Neri impactaron fuertemente a los diputados y de inmediato se decidió tomar acuerdos. El encargado de redactarlos fue el diputado Armando Z. Ostos quien, tiempo después, declaró públicamente que en esa tarea tuvo en cuenta principalmente la arenga del licenciado Neri, y así, los diputados dispusieron nombrar una comisión de su propio seno que se encargara de las averiguaciones sobre la desaparición del senador Domínguez; invitar al Senado a que hiciera lo mismo; comunicar al Ejecutivo los acuerdos haciéndole saber que la representación nacional ponía las vidas de los legisladores bajo su salvaguarda y que, en caso de producirse otra desaparición semejante, sin tener explicación suficiente, la representación nacional se vería obligada a celebrar sus sesiones donde encontrara garantías.
En razón de que los acuerdos se comunicaron al Ejecutivo el mismo día 9, al día siguiente la Cámara se vio rodeada en el exterior y en el interior de tropas huertistas. El secretario de Gobernación concurrió a la sesión y pidió de inmediato la revocación de los acuerdos y, como los diputados se negaran a hacerlo, fueron aprehendidos en número de 83 y confinados a la penitenciaría. Por su parte, el Senado, al enterarse del atropello, decidió suspender sus sesiones, de tal modo que el régimen espurio de Huerta se quedó sin Poder Legislativo. Semejante arbitrario modo de proceder requería una explicación a la opinión pública y los consejeros de Huerta, principalmente Querido Moheno, le plantearon al dictador la expedición de un decreto que disolviera al Congreso, evidentemente sin facultades constitucionales para hacerlo. Así se procedió y se publicó el decreto mencionado el día 11, precedido de un manifiesto propagado el día 10, ambos firmados por el usurpador. En el decreto se dispuso, además, convocar a elecciones extraordinarias a fin de integrar el Poder Legislativo y de elegir al Presidente de la República, cargo este último para el que se postuló el propio Huerta.
Obviamente las elecciones no podían celebrarse en el corto tiempo de 17 días y fueron, como era de esperarse, una farsa indignante, típica del usurpador y sus corifeos, aunque previamente el propio Huerta reformó la ley electoral para obtener el éxito deseado. La disolución del Congreso –que fue, en verdad, un golpe de Estado–, convirtió al gobierno de Huerta en un régimen de facto, lo que dio fundamento al presidente Wilson, de EU, para endurecer su política hacia Huerta y declaró que su gobierno no reconocería a ningún presidente surgido de elecciones fraudulentas.
Como Huerta no contestó, Wilson le envió una nota diplomática insólita en la que le exigía se retirara del gobierno junto con todos sus seguidores, y que, en caso contrario, EU emplearía, sucesivamente, el aislamiento financiero, el reconocimiento a los revolucionarios y la intervención. La inaudita presión de EU siguió manteniéndose durante el resto de 1913 y hasta la mitad del año siguiente. Por fin, el 15 de julio de 1914 Huerta renunció a la Presidencia y salió del país rumbo a Europa.
Como se advierte, el famoso discurso del licenciado Neri marcó el principio del fin del cuartelazo. No decimos que haya sido definitivo, pero tuvo el mérito de desencadenar los sucesos que arrojaron al usurpador del poder. Neri arriesgó la vida en el lance, y seguramente habría sido asesinado si no hubiese sido aprehendido. Cuando fue puesto en libertad, se refugió en la casa de un sacerdote y secretamente salió de la Ciudad de México para incorporarse a las filas de Julián Blanco, quien le dio el grado de coronel por los servicios prestados a la Revolución en Oaxaca, Colima y Guerrero.
Muy pocos como el licenciado Neri han sido los guerrerenses del Siglo XX que influyeron en la libertad de México. Por ello, la XLVII Legislatura del Congreso de la Unión creó la Medalla Eduardo Neri. Honor al Mérito Cívico al Servicio de la Patria. En diciembre de 1969 se entregó la medalla por primera vez al distinguido homenajeado quien, además, recibió de sus coterráneos señaladas y justas distinciones.
Ezequiel Padilla Peñaloza, originario de Coyuca de Catalán, de familia humilde, se empeñó en prepararse. Caminó desde su tierra natal a la capital del estado, a fin de continuar sus estudios superiores. Luego se inscribió en la Escuela de Derecho de Chilpancingo y, a su clausura, ordenada por el gobernador Damián Flores, a los alumnos más aprovechados se les asignó una beca de $25.00 mensuales. Ezequiel Padilla, Rodolfo Neri Lacunza y Eduardo Neri resultaron merecedores de la beca. En esas condiciones Padilla viajó a la Ciudad de México, donde continuó sus estudios profesionales en la Escuela Libre de Derecho, de la que fue uno de sus fundadores. Más tarde estudió en la Sorbona de París. Fue tres veces diputado federal, procurador de la República, secretario de Educación Pública, senador por el estado de Guerrero y secretario de Relaciones Exteriores. Participó en conferencias internacionales, entre ellas, la de Chapultepec, que presidió, y en la de San Francisco, California, que tuvo lugar de abril a junio de 1945, de la que surgió la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Ezequiel Padilla, con grandes dotes oratorias y vasta cultura, se distinguió como tribuno parlamentario en las tres ocasiones en que fue diputado federal y cuando representó al estado de Guerrero en el Senado de la República. Era un orador cuidadoso y selectivo. La mayor parte de sus discursos los escribió, salvo sus intervenciones legislativas, y se dice que, aprovechando su prodigiosa memoria, llegó a aprendérselos totalmente. Algunos de ellos, por su importancia, los ensayaba frente a un espejo para corregir los defectos que encontraba. Ello le permitió afinar su dicción, adecuar la voz a la intensidad de los párrafos y seleccionar los ademanes que debían acompañar al discurso. Siempre respetó las estructuras clásicas que la retórica aconseja en las peroraciones: exordio, proposición, confirmación y epílogo. Rara vez era vehemente, salvo cuando los conceptos lo exigían. Vestía formalmente y conservaba enhiesta su figura en la tribuna. En suma, se trataba de un orador que no dejaba nada al azar, tanto por respeto a sí mismo como al público que lo escuchaba. “La oratoria –decía– es un alto ministerio social que tiene como principal misión expresar la conciencia nacional”.
En sus libros: En la tribuna de la Revolución, La educación del pueblo, El hombre libre de América y En el frente de las democracias, se advierte claramente la excelencia con que cultivó la oratoria, enriquecida con la lectura de los autores ingleses y franceses, cuyas lenguas dominaba. Sin embargo, su constante afán perfeccionista lo aislaba frecuentemente de su público y evitaba la corriente de comunicación que debe existir entre el que habla y el que escucha, y, de este modo, no llegaba a establecerse la comunión tribunicia que hace del orador un intérprete y un guía. Padilla daba la impresión más que de convencer a su auditorio, de sorprenderlo con la perfección de sus mensajes estudiados pacientemente, meditados hasta el agotamiento y ensayados hasta la exageración; por tanto, es de suponerse que rara vez improvisaba.
Uno de los discursos más importantes de Ezequiel Padilla es el que pronunció en la clausura de la Conferencia de San Francisco. Destacó el mérito de las naciones vencedoras: EU, Inglaterra y Rusia, que podían haber arreglado el futuro inmediato del mundo por sí solas y en su propio beneficio y que, en vez de ello, convocaron a todas las naciones, grandes y pequeñas, para establecer los cimientos de una estructura internacional de cooperación y de derecho. Dijo que lo que se había logrado en esa conferencia era el triunfo de la honda aspiración del hombre de encontrar el camino de la paz y la justicia permanentes del mundo. “Nosotros hemos venido –agregó– no a firmar la Carta de un ideal abstracto, sino la cimentación sobre la cual las generaciones presentes y futuras van pacientemente a levantar los principios de la libertad, de la confianza y la fraternidad de las naciones”. Y finalizó diciendo: “esta carta es el recipiente de los clamores de solidaridad humana, pues ahora estamos reunidos en el fórum de la conciencia universal”.
Otro notable orador guerrerense es, sin duda, Alejandro Gómez Maganda. Nació en el Arenal de Gómez, municipio de Benito Juárez, el 3 de marzo de 1910, en los umbrales de la Revolución; su numerosa familia pronto se vio privada del padre, Tomás Gómez Cisneros, en cuya memoria se agregó a la denominación de su pueblo natal el apellido del valiente general revolucionario. De tal modo que Gómez Maganda se vio obligado a trabajar para ganarse la vida. Fue vocero del periódico Regeneración, que editaba Juan R. Escudero, quien le brindó su apoyo y su consejo.
El primer discurso que pronunció fue en el cine Salón Rojo de Acapulco, el 15 de septiembre de 1923. El mensaje debía dirigirlo Escudero, quien no pudo hacerlo por encontrarse herido. Le encargó a Gómez Maganda que lo leyera pero éste se lo aprendió de memoria y lo dijo cuando apenas contaba con 13 años de edad. El pensamiento y la acción del líder obrero influyeron poderosamente en el joven Gómez Maganda y de ellos derivó su preocupación por los humildes y su total aversión a cualquier forma de servidumbre, rasgos que marcaron su personalidad para siempre.
En busca de preparación, viajó a la Ciudad de México, con sólo $15.00 en el bolsillo. Ingresó a la Escuela Nacional de Maestros y, al respecto, en uno de sus relatos autobiográficos dice que fue ahí donde se hizo devoto de los símbolos de la mexicanidad, de lo que la patria significa y la consecuente tarea a desarrollar para alcanzar su obligada grandeza. En la Normal (1926) participó con relativo éxito en su primer concurso de oratoria.
Ciertamente, Gómez Maganda no tenía vocación de maestro y abandonó las aulas para ingresar al H. Colegio Militar, aceptando la sugerencia del general Abundio Martínez y estimulado por la breve experiencia que tuvo al unirse, dos años antes, a las fuerzas leales al gobierno legalmente constituido durante la rebelión delahuertista. Se puso a las órdenes del general Enrique Rodríguez quien, desde luego, le confirió el grado de teniente y así, con dos barras en el sombrero de palma, hizo su entrada en Acapulco una vez que fue sofocada la rebelión.
En el Colegio Militar, en marzo de 1928, en una ceremonia de repartición de premios y condecoraciones, se le encargó pronunciar el discurso alusivo y tuvo la suerte de que lo escuchara el general Lázaro Cárdenas. A partir de ese momento, sin duda por insospechadas afinidades y por coincidir en los ideales que animaron sus vidas, se inició entre ellos una sincera y fecunda amistad, a la que Gómez Maganda respondió con lealtad y devoción inalterables.
Gómez Maganda siguió en búsqueda de su verdadera vocación que, sin duda, era el servicio público, y la oportunidad de actuar políticamente no estaba lejos. Apoyó al general Gabriel R. Guevara en la lucha por la gubernatura, y cuando resultó electo, Gómez Maganda fue nombrado secretario particular en 1933. En ese mismo año asistió al Congreso Nacional de Estudiantes Revolucionarios, en Morelia, del cual resulto electo presidente en atención al brillante discurso que pronunció en la inauguración. Entre otros puntos resolutivos del Congreso figuró la decisión de los estudiantes de apoyar al general Lázaro Cárdenas a la Presidencia de la República, ya para entonces candidato del PNR.
Gómez Maganda fue al frente de la comisión que comunicó al general Cárdenas el decisivo apoyo de los estudiantes y fue invitado como vocero del candidato en sus giras por todo el país. Al decidirse las candidaturas a diputados federales, Gómez Maganda fue postulado por el PNR por el distrito de Acapulco. Triunfó en las elecciones y a los 24 años llegó a ocupar su curul como miembro de la XXXVI Legislatura. Ahí empezó su carrera parlamentaria donde destacó de inmediato, participando en la discusión de las más importantes iniciativas, entre ellas la reforma al artículo 3° constitucional y, no obstante las dificultades que presentaba el proyecto presidencial, Gómez Maganda lo defendió con éxito contribuyendo a su aprobación. Desde entonces logró consolidar su bien ganada fama de notable orador parlamentario, que había de confirmar la segunda vez que fue diputado federal por el mismo distrito, en septiembre de 1946. La XL Legislatura lo eligió presidente por el mes de septiembre del año siguiente, de tal modo que, con ese carácter, tuvo el alto honor de contestar el primer informe de su entrañable amigo, el presidente Miguel Alemán, de quien también había sido orador en sus giras.
A lo largo de su Legislatura contendió con los más distinguidos panistas y, no obstante la indiscutible capacidad de sus oponentes, logró señalados éxitos, más que por la destreza en el uso de la palabra, por la firmeza de sus argumentos que con tino supo esgrimir el orador guerrerense. Todavía se recuerdan sus exaltados discursos sobre la nueva ley electoral en pos de alcanzar una auténtica democracia. Cuando concluyó su desempeñó en la Cámara, fue nombrado oficial mayor, lo que no le impidió continuar acompañando al Presidente de la República en sus giras, que había encontrado en él al mensajero más fiel y elocuente.
La sucesión gubernamental en Guerrero estaba en puerta. Los tres sectores del partido, ya transformado en Revolucionario Institucional, eligieron a Gómez Maganda como su candidato. Triunfó en las elecciones y el 1 de abril de 1951 rindió la protesta al cargo de gobernador constitucional del estado.
Alejandro Gómez Maganda, con su prodigiosa memoria y vastísima cultura, unidas a la capacidad dialéctica de estructurar lógicamente sus pensamientos y expresarlos con asombrosa nitidez, fue uno de los más grandes oradores de México. Sin duda, era mejor cuando improvisaba que cuando escribía sus discursos. Su enorme capacidad de improvisación, su emoción y audacia, típicamente costeñas, lo convirtieron en un tribuno torrencial y apasionado que cautivaba a su auditorio y lo hacía estallar en frenéticos aplausos. Era capaz de hablar en cualquier momento sobre el tema que le fuera propuesto y podía hacerlo en pocos minutos o en más de una hora, sosteniendo el interés de sus escuchas. Lo que él creía que era una desventaja, su voz ronca y un poco apagada, resultaba un elemento que hacía más atractiva su peroración, porque le permitía registros y modulaciones extrañas y seductoras que no eran posibles en una voz normal. Su virtud más alta, y que lo convirtió en un hombre superior, fue la de ser siempre un amigo sincero. Esa facultad entrañaba humildad y nobleza, fruto de su arraigada solidaridad humana. Era generoso y desinteresado. Al respecto, el inolvidable Catón dijo que “la amistad es el puerto de la vida”, porque de ella se desprende el destino y se abre a todos los puntos cardinales el rumbo de nuestra existencia.
Por todo ello, la íntima y apasionada vocación de Gómez Maganda fue el servicio público, donde era necesario no sólo proclamar la verdad, sino también ejecutar los designios de la justicia. Gómez Maganda, incansable luchador social, encontró en la tribuna el cauce natural para defender el socialismo que heredó de Juan R. Escudero y, cuando fue legislador eminente, su voz enardecida por la lucha constante y asediada por la tragedia desde los tempranos años de desamparo, se convirtió en el desesperado mensaje de los parias. Sus respuestas a los voceros de la oposición derechista no estaban fundadas en recursos retóricos, sino en verdades desnudas, crecidas desde las simientes formadas por la sangre de los mexicanos. Su argumento más fuerte fue el grito emancipador del pueblo y su elocuencia se cifró en traducir fielmente las angustias y las esperanzas de los desheredados. A su último libro de memorias puso el bello título El sol en las bardas, libro que quedó inconcluso, como la propia vida de Gómez Maganda; sin embargo, en las bardas claroscuras relucen todavía sus armas de indómito guerrero de la palabra: la mano alada, la inteligencia combatiente y el corazón fraterno y solidario.
Otros oradores brillantes en las décadas de los 40 y 50 fueron Macrina Rabadán, Othón Salazar y Héctor Astudillo Bello.
Macrina Rabadán Santana, primera diputada federal de oposición, fundadora del Partido Popular Socialista, llegó al Congreso de la Unión en 1958, donde estuvo hasta 1961. Muy joven, cuando era luchadora agraria y social, fue invitada por el general Manuel Ávila Camacho para ser oradora oficial de su campaña presidencial, en 1940. De profundo contenido y comprensible discurso, se le reconocieron sus dotes de oradora. Falleció el 21 de febrero de 2000.
Othón Salazar Ramírez, luchador social durante toda su vida, fundador del Movimiento Revolucionario del Magisterio, participó en los años 1950–1951 en los concursos de oratoria de El Universal y en su escuela, la Normal de Ayotzinapa, donde gana la representación para el Concurso Regional de Oratoria, en el cual, a pesar de las protestas del público, es descalificado. Su primera intervención pública fue en memoria del natalicio del general Vicente Guerrero, para la que había sido comisionado por el profesor Raúl Isidro Burgos. Será líder político y orador durante toda su vida. Falleció el 5 de diciembre de 2008.
El 6 de junio de 1953, en el Salón Rojo de la ciudad de Acapulco, Guerrero, finalizó el concurso de oratoria organizado por El Universal y Trópico, bajo el patrocinio del Gobierno del estado de Guerrero. El jurado calificador estuvo integrado por los señores: Margarito Gómez Maganda, Lamberto Alarcón y el profesor Jesús Mastache Román. El joven triunfador fue Héctor Astudillo Bello.
Carlos Román Celis, originario de Coyuca de Catalán, es otro orador guerrerense al que no podemos, a riesgo de cometer una injusticia, dejar de mencionar en esta entrada. Román Celis se distinguió en la tribuna pero fue, al mismo tiempo, periodista, político, maestro, poeta, epigramista e historiador. En suma, fue un hombre dedicado al quehacer cultural; intelectual honesto y por la firmeza de sus acertados principios fue un patriota. En su apasionado apego al terruño natal, se jactaba de su “surianidad” entendida como parte de un concepto más amplio y totalizador: la idea de patria cuyo amor y devoción fue la directriz de su vida. En toda su obra está presente este concepto que no se limitó a sentir, pues se esforzó por expresarlo, en los editoriales de los principales periódicos nacionales, en sus profundos estudios históricos, en su actividad política y aun en sus bellos poemas. No se trataba de una pose o de un simple recurso retórico; era una íntima convicción, arraigada en su alma desde la más tierna edad y cuya continuidad le ganó el respeto de todos, sin importar las banderías, que tuvieron la satisfacción de leerlo o de escucharlo.
Sus innatas facultades oratorias, a las que distinguía una voz sonora y vibrante, las descubrió fortuitamente. Acompañaba al candidato a la Presidencia, Adolfo Ruiz Cortines, un maestro de ceremonias pero, en Baja California, faltó el encargado de esas tareas; por decisión de los organizadores, Román Celis asumió su encargo y terminó hablando como vocero del candidato. A partir de ese momento el orador de Ruiz Cortines fue el intrépido suriano quien, a pesar de que empezó tardíamente sus estudios, luego de cursar la secundaria, pasó a la preparatoria donde obtuvo el Premio Justo Sierra por sus altas calificaciones.
Al concluir su carrera profesional de abogado, se le otorgó mención honorífica y fue reconocido como presidente de su generación. Su cercanía con Ruiz Cortines le facilitó el acceso a la Cámara de Diputados y, por tanto, perteneció a la XLIII Legislatura del Congreso de la Unión. Fue allí donde brillaron intensamente sus dotes oratorias, siempre encaminadas al rescate de los valores esenciales de la nacionalidad. A su iniciativa se inscribió en letras de oro en la parte media superior del recinto legislativo, el nombre de Cuauhtémoc, emblema de la resistencia azteca a los depredadores españoles.
De 1958 a 1964, fue senador de la República por el estado de Guerrero, y rindió tributo al benemérito Altamirano al encabezar la delegación que entregó en San Remo, Italia, la estatua del maestro. Propuso y logró que la Medalla Belisario Domínguez, que anualmente entrega el Senado de la República, se impusiera al eminente jurisconsulto, revolucionario y político guerrerense José Inocente Lugo.
Fue autor del llamamiento a los Congresos y Parlamentos del mundo por la paz internacional, el desarme mundial y la proscripción de las armas nucleares. Gestionó el regreso de los restos de José María Luis Mora, de París, a la Rotonda de los Hombres Ilustres de la Ciudad de México.
Fue de los principales promotores de la conmemoración del sesquicentenario del Primer Congreso de Anáhuac. El auditorio del H. Congreso del estado, en aquel 13 de septiembre de 1963, fue declarado recinto oficial del Congreso de la Unión para celebrar la sesión pública y solemne del citado aniversario y a ella concurrieron el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el presidente de la República, licenciado Adolfo López Mateos. Parte de la conmemoración consistió en publicar la historia del Congreso celebrado en Chilpancingo y el Senado de la República lo hizo en un extenso volumen que incluye la Constitución de Apatzingán.
Como presidente del Consejo Consultivo de la Ciudad de México propuso, y fue aprobado, que se impusiera el nombre del precursor de la Independencia Francisco Primo de Verdad y Ramos a la Sala de Cabildos del antiguo Ayuntamiento de México. El consejo que presidió, gracias también a su iniciativa, logró democratizarse y se convirtió en lo que hoy es la Asamblea Legislativa del Distrito Federal.
Román Celis, en su carácter de presidente de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (1983–1985), logró la reconstrucción del edificio sede ubicado en Justo Sierra número 19, que se encontraba en ruinas y que amenazaba con sepultar a la biblioteca y mapoteca integrada con 400 mil volúmenes. La benemérita sociedad convocó por medio de su presidente al Primer Congreso México-Americano de Historia. A iniciativa de Román Celis la sociedad creó la Medalla Valentín Gómez Farías, el promotor del liberalismo y reformismo mexicano. De los ensayos que escribió, la mayoría son de carácter histórico, con el propósito de divulgar las lecciones de nuestro pasado. Destacan entre ellos Ayutla, pórtico de la Constitución y la Reforma; Guerrero, espada sin reposo; y, Guerrero e Iturbide frente a frente.
Como se advierte, Román Celis estaba convencido de que los mexicanos sólo podríamos asegurar la continuidad moral de nuestro destino en la medida en que conociéramos nuestro origen y no perdiéramos de vista el ejemplo de nuestros próceres. Por ello, su ideología se formó en la gran tradición de lo que llamó “el liberalismo espiritual Mexicano”, para distinguirlo del liberalismo económico que nos ha llevado a la caótica situación en que nos encontramos, con la ayuda siniestra de la cleptocracia rampante.
De los 50 discursos que alcanzó a rescatar en su libro Señoras y señores, 30 fueron pronunciados con motivos históricos y políticos en los que surge la férrea trabazón de sus conceptos, unidos por una línea ideológica congruente e inalterable, fruto de una honda y sincera convicción revolucionaria. Si se analizan detenidamente los discursos de Román Celis, reconoceremos la solidez y claridad de sus planteamientos; estructura lógica y convincente, emoción auténtica y fervor en el pronunciamiento; acordes contrastantes en los párrafos y remates fulgurantes con destellos poéticos; en fin, sus discursos tienen, aun siendo leídos, la belleza de composición de las grandes sinfonías triunfales. ¡Imagínese lo que esas notables piezas oratorias eran cuando las pronunciaba su autor con aquella su modulada y timbrada voz, que seguía el tono acorde a lo que se decía en el párrafo, que suavizaba en los momentos de reflexión y elevaba acercándose al final rotundo, acompañada por un ademán elegante, a veces discreto y, cuando convenía, enérgico y cortante. Voz y manos conjuntadas sobre la tribuna que hacían vibrar las conciencias de quienes lo escuchaban absortos y emocionados!
Los discursos de Román Celis que conocemos fueron escritos, pero no se crea que careció del don de la improvisación. Prueba de ello es que las respuestas a nombre de su candidato Adolfo Ruiz Cortines y después de que asumió el poder, fueron verdaderas pruebas de fuego, si se tiene en cuenta que don Adolfo era parco en dar instrucciones sobre lo que se debía decir y enemigo de hacer demasiadas promesas. Román Celis resultó triunfante en su delicado encargo por los recursos que le proveía su vasta cultura, sobre todo histórica, cívica y política, y en parte se basaba en los lineamientos de lo expresado por los líderes del pueblo al que se dirigía. Todos esos discursos, de cuyo número no se tiene registro, fueron verdaderas improvisaciones, como lo fueron los discursos que pronunció en la campaña política de Adolfo López Mateos como candidato a la Presidencia de la República.
Juan Pablo Leyva y Córdoba
Podemos concluir diciendo que Román Celis siempre que habló dio una verdadera cátedra en la tribuna porque, como buen orador, no sólo sabía desarrollar con rigor lógico y corrección prosódica sus conceptos. Sabía que el tribuno antes de convencer a su auditorio debía convencerse a sí mismo. Ser fiel, ser sincero, es la regla de oro del orador porque toda palabra entraña un compromiso, toda palabra tiene, de hecho, la respetabilidad de una palabra de honor.
Con motivo de la última etapa, que se inició a principios de los años 50, de los concursos nacionales e internacionales de oratoria organizados por el diario El Universal y por el PRI a nivel nacional, muchos jóvenes guerrerenses compitieron, pero sólo tres alcanzaron el triunfo en concursos nacionales: Juan Pablo Leyva y Córdoba, Píndaro Urióstegui Miranda y Bernardino Bielma Heras. Los dos primeros decidieron no volver a participar en los concursos nacionales que organizaba El Universal, pues ambos consideraron que eso equivalía a exponer su título de campeones nacionales de oratoria. En cambio, Jorge Montúfar Araujo, que no alcanzó el campeonato nacional de oratoria del PRI, sí logró el campeonato de ese nivel en los concursos de El Universal, e incluso llegó a ser campeón internacional de oratoria en los referidos concursos.
El 28 de julio de 1959 la ciudad capital del estado de Veracruz: Jalapa de Enríquez, sirvió de marco incomparable al XII Concurso Nacional de Oratoria de El Universal; entre los finalistas participa, sin ganar, Jesús Araujo Hernández; su tema: “En busca de una patria libre y soberana”.
En 1960, durante el movimiento de huelga estudiantil que buscaba la autonomía universitaria y el cambio de rector, destacaron como oradores y líderes estudiantiles: Jesús Araujo Hernández, Eulalio Alfaro Castro, José Guadalupe Solís, José Naime Naime, Juan Alarcón Hernández y Pablo Sandoval Ramírez.
Rubén Darío Fuentes Alarcón, escritor, orador y poeta, desde muy joven participó en concursos de oratoria y poesía. Estudió Derecho en la UNAM y la Maestría en el Instituto Nacional de Ciencias Penales. Fue campeón de oratoria por la UAG en 1965, por la UNAM en 1971, y campeón nacional en el concurso del diario El Universal en 1967.
José Guadalupe Solís Galeana nació en Tenexpa, Guerrero, en 1931. Participó en el movimiento de huelga estudiantil que en 1960 luchó por la autonomía universitaria, donde destacó como orador. Estudió en la Escuela de Leyes de la UAG y actualmente trabaja en la notaría de su lugar de origen.
Al desaparecer los referidos concursos, se privó a los jóvenes del foro que requerían para expresarse y, quizá por ello, ha ido languideciendo la actividad tribunicia que ahora no tiene más espacios que la arena política, el foro académico y las conmemoraciones cívicas.
En 1994, a la edad de 11 años, Artemisa Jaramillo Galán fue campeona de oratoria; a los 15 años, la oradora central en la campaña del candidato a gobernador en 1998.
(JPLC /MVEC)