Negritud en Guerrero, La

Antecedentes.

La aparición de negros de origen africano en el actual estado de Guerrero data de los primeros años de la colonización española en México; es decir, desde la tercera década del Siglo XVI. Curiosamente, el primer negro que llegó a territorio suriano, de nombre Juan Garrido, no pertenece a los contingentes introducidos por la trata negrera, que venían en calidad de esclavos. El tal Juan Garrido era una persona libre, sujeto de crédito, compraba esclavos y buscaba oro, al igual que cualquier encomendero español de su tiempo; llegó acompañando al capitán Carvajal y a otros tres españoles que vinieron a Zacatula (Costa Grande) por la ruta de Zirándaro.

Carlos Millares y J. I. Mantecón, en su Índice y extractos de los protocolos del Archivo de Notarías de México–Tenochtitlan nos informan sobre la diversidad de actividades del señor Garrido en diferentes lugares de la Nueva España desde 1528 hasta 1552; además de otras anotaciones relacionadas con su persona aparece allí, inclusive, la siguiente: “Don Francisco de Bahena, vecino de México–Tenochtitlan, y Juan Garrido, de color negro, manifiestan que el 23 de agosto de 1536 han tenido contrataciones entre sí sobre la razón de ciertos esclavos negros e indios, que vos, el dicho Francisco de Bahena, vendí, que solían ser de mi propiedad, al dicho Garrido”.

Sería hasta el año de 1527 cuando encontramos, en Zacatula, que Francisco Rodríguez poseía un esclavo negro de 16 años llamado Juan José, que compró en $100.00 oro a Andrés Barrios de Tenochtitlan, que estaba destinado al servicio doméstico y al comercio.

Hasta donde se sabe, desde el primer momento algunos conquistadores traían uno o más esclavos de color a su servicio, adquiridos originalmente en Europa a través de los tratas negreros portugueses y genoveses, entre otros.

La trata de esclavos negros en México (1528–1817).

En forma oficial y extraoficial, la introducción de negros al Nuevo Mundo se originó a partir de la creciente demanda de mano de obra que no alcanzaban a satisfacer los indígenas americanos. El monarca español y los conquistadores tenían por cierto que un negro podía hacer el trabajo de cuatro indios y que estaba hecho para vivir en climas tropicales. En el inicio, fueron los religiosos jerónimos, establecidos en Santo Domingo, quienes solicitan a la Corona española la importación de negros de Cabo Verde o Guinea, con el “humanista” objeto de liberar de la esclavitud a los nativos isleños; en México, hizo lo propio, antes de ordenarse, el licenciado Bartolomé de las Casas.

Los primeros grupos de negros forzados a venir a Nueva España para ser esclavos datan de 1528, cuyo tráfico continuó a lo largo de la época colonial. Entre los que reciben licencias para la trata se cuenta a Francisco de Montejo (1533), Rodrigo de Albornoz (1535) y Tomás de Martín y Leonardo Lomelín (1542). En 1540 Hernán Cortés era propietario de 60 negros en su ingenio de Cuernavaca, y más tarde llegó a tener 150. Diez años después, según Gonzalo Aguirre Beltrán, había en México 20 569 africanos y ya por entonces 2437 mulatos (producto de negro y español), o sea, el 0.6% de la población novohispana. Mientras tanto, Carlos V (hasta 1556) y Felipe II (a partir de ese año) siguieron otorgando permisos, entre otros a Hernando de Ochoa, Hernán Vázquez y al propio consulado de Sevilla.

Los puertos habilitados para ese tráfico infame fueron Veracruz, al principio, y más tarde Pánuco y Campeche. Pero como el valor de los esclavos aumentaba, empezaron a efectuarse las introducciones clandestinas hasta 1580, en que Felipe II fue también rey de Portugal y pudo controlar a los navegantes de esa nacionalidad que se habían apoderado de las costas de África. Sin embargo, cuando Portugal recobró su independencia en 1640, sus nacionales, junto con los genoveses, retomaron el comercio negrero con los colonos de América. Así, hacia 1646 había en el país 35 089 negros y 116 529 mulatos (el 2 y 6.8 por ciento del total de habitantes, respectivamente).

Con el tiempo, el número de individuos que comprendían estos dos grupos tendieron a variar aún más, en razón de la cantidad de descendientes surgidos de indios y negros, y de éstos y españoles, inclusive. De modo que en 1742 había en Nueva España 20 131 negros y 266 196 mulatos (0.8 y 10.8 por ciento de la población); en 1793, 6100 de los primeros y 369 790 de los segundos (0.1 y 9.6 por ciento) y en 1810, 10 000 y 624 461 (0.1 y 10.1 por ciento), respectivamente. La práctica de herrar en el rostro o en la espalda a los esclavos una vez que desembarcaban fue suspendida por orden del 14 de noviembre de 1785, que comenzó a observarse en julio del año siguiente. El tráfico terminó el 23 de septiembre de 1817 por acuerdo entre los reyes de España e Inglaterra, que por espacio de 30 años (1714–1744) había monopolizado el comercio de esclavos destinados a las posesiones españolas, durante los cuales se comprometió a transportar “144 mil piezas, no viejas ni defectuosas”.

Durante toda la época colonial fueron deportados más de 250 000 africanos (hombres y mujeres) en edad productiva a la Nueva España; número cuatro veces superior al de españoles que llegaron en la misma época.

México es de los países americanos que introdujeron más esclavos desde tiempos tempranos, a diferencia de Cuba, Brasil y EU, adonde arribaron en etapas posteriores. Además, en México, la población aborigen era numéricamente superior a la de aquellas naciones, lo cual explica también la disolución racial del negro relativamente pronto en el país, que tiene lugar a través del mestizaje masivo con el indígena.

Los colonos españoles obtuvieron esclavos de habla bantú, principalmente del Congo y, más adelante y en menor número, del Golfo de Guinea, ambas regiones occidentales de África. Pero también, en mínimas porciones, de Senegal, Gambia y del archipiélago de Cabo Verde (Siglo XVI); Ghana, Togo, Costa de Marfil y Nigeria (siglos XVII y XVIII), incluyendo el delta del Níger (siglos XVIII y XIX). De las Islas de Cabo Verde procedía una tercera parte de hembras esclavas de entre 15 y 26 años de edad, que pasaron a vivir en la Nueva España como sirvientas, niñeras, doncellas o enfermeras; incluso muchas eran compradas para servir de amantes de los colonos. En casos muy especiales, atendieron quehaceres como escribientes o tenedores de libros.

Esta migración forzada fue de tal magnitud que transformó, a partir del Siglo XVI, la economía mundial a través de la dominación de los países expansionistas (España, Portugal, Inglaterra, Alemania) sobre sus colonias africanas y asiáticas. Básicamente el sistema colonial requirió mano de obra abundante y barata, oro negro (o “madera de ébano”) para movilizar la economía europea; sin esta acumulación de capital no hubiese sido posible la misma Revolución Industrial, por citar una institución.

Desde el comienzo de la trata esclavista, la Corona española decretó que todo negro deportado fuese cristianizado, lo que implicaba que hablase castellano y estuviese bautizado: los negros ladinos. La dificultad que representaba manejarlos como bestias de trabajo y su peligrosidad religiosa (considerados paganos, muchos eran musulmanes que conservaban sus hábitos y ritos) hizo que se prefiriera traer negros bozales, es decir, desprovistos –según el saber colonial– de razón e inteligencia.

Ocupaciones. Las castas.

Diseminados a lo largo y ancho de la Colonia, a los esclavos africanos se les utilizó en los más diversos trabajos y quehaceres. Al servicio de los encomenderos, casas de hacendados o instituciones públicas, fueron capataces de cuadrillas de indios utilizados para la explotación de oro, así como vaqueros y caporales en las fincas ganaderas: también trabajaron en la construcción, o como trapicheros, pescadores y arrieros; como fuerza productiva, intervinieron en la herrería, albañilería y carpintería, en la construcción de muelles y barcos, siembra y cultivos agrícolas. También se ocuparon en calidad de mozos, jardineros, mayordomos, caballerangos, lacayos y cocheros en las ciudades; en el ejército o la milicia.

Durante el primer siglo de dominación española, la distinción entre las diferentes clases que integraban la población fue sencilla y su estratificación de por sí lógica. El peldaño más alto lo ocupaban los conquistadores y los pobladores españoles; les seguían los aborígenes vencidos, y finalmente, los esclavos negros, “casta infame por su sangre”, a decir del racista concepto cristiano–hispano en boga. La mezcla de estos tres grupos raciales presentó, en principio, el problema –nada fácil– de encasillar a sus descendientes.

Indistintamente todas las castas derivadas de negros eran reputadas infames por derecho. Sus individuos no podían obtener empleo y, aunque las leyes no lo impedían, no eran admitidos en las órdenes sagradas. La sociedad dividida en castas, que caracterizó al virreinato, tomó forma definitiva hasta los primeros años de la centuria XVII, cuando las mezclas entre las poblaciones conquistadoras, vencida y esclava, y sus hijos, se había llevado al cabo. Para entonces la casta superior la componían tanto los españoles de procedencia europea –quienes usufructuaban los puestos de mayor jerarquía en la Colonia–, seguidos de los llamados “españoles americanos”, más comúnmente conocidos como “criollos”, hijos de padres y madres españoles, pero que muchas veces eran productos “híbridos”, es decir, mestizos preponderantemente blancos, descendientes de españoles peninsulares y de algunos individuos de la casta inmediatamente inferior.

Los indígenas, que gozaban de un estatus legal particular formaban otra casta. Finalmente, los negros estaban ubicados en la posición más baja.

A la mezcla de español con negra se llamó mulato. Los zambaigos eran producto de negros e indio; de mulato con española, morisco. Otro modo de clasificación agrupó a los negros en: atezados o retintos (de color muy oscuro) y amembrillados o amulatados (de color casi café), fuesen cafres de pasa (por las apretadas espirales de pelo que formaban motas), o merinos (por el aspecto lanudo del cabello).

Cuando el asunto de clasificar en castas, por el color de la piel, se complicó ante las muchas mezclas que se produjeron, el término zambaigo casi desapareció, y, en su lugar, fue utilizada la palabra mulato para nombrar genéricamente a los de piel oscura. Así hubo mulatos blancos, mulatos moriscos, mulatos prietos, mulatos pardos, mulatos lobos, mulatos alobados e indios alobados. De la mezcla de todos éstos con los blancos surgieron los mestizos prietos y los mestizos pardos; en los hechos, los negros dejaron de ser llamados negros para ser apostillados morenos o pardos. Después se les conoció como jíbaro, albarrazado; a partir del Siglo XVIII, jarocho (Veracruz), etíope, chino y cambujo (Acapulco, Oaxaca). Actualmente se le da el nombre de cuculuste y puchunco (Costa Chica) al negro que tiene el pelo enredado o muy ensortijado.

Con la palabra latina níger designaban los romanos el color de la piel de diversos pueblos del norte de África; de tal palabra se deriva el término español “negro”, concepto que a los ojos del blanco cristiano implicaba una condición de ser natural inferior. De aquí el supuesto racial anticientífico de que los negros no eran seres humanos de verdad, sino “una especie deforme e imperfecta” (aparte del color negro, de boca grande y nariz chata), lo cual se alejaba, ciertamente, del ideal de belleza europeo; todo ello, vino a justificar su esclavitud, sin cargos de conciencia para los esclavistas, y con un torcido derecho a “civilizarlos”; es decir, cristianizarlos y hacerlos que hablasen el idioma del amo español (o portugués, francés, etc.).

Los esclavos negros en tierras guerrerenses.

Si bien las Relaciones geográficas de principios de la Conquista y colonización no mencionan la existencia de otra población que no sea la india y la española, ya en el año de 1527 se encontraban varios esclavos negros en la región costera de Guerrero, mayormente en calidad de criados de algunos encomenderos. De hecho, luego de fundar las dos primeras villas en tierras surianas (la de San Luis Acatlán, Costa Chica, en 1522, y la de la Concepción, en Zacatula, Costa Grande, en 1523), los encomenderos españoles, atraídos por el oro de los ríos, trataron de hacerse de mano de obra negra cuando por mandato del Rey les prohibieron usar esclavos indígenas.

Antes de mediados del Siglo XVI, fueron llevados a Acapulco por vía directa Veracruz–México–puerto guerrerense numerosos contingentes de esclavos africanos, dedicados a las labores de construcción de embarcaciones; aunque en realidad los astilleros no funcionaron pero sí las labores de calafateo que éstos realizaron a las embarcaciones, en la avería del puerto y para ofrecer diversos servicios. A raíz de esto surge el primer asentamiento de carpinteros españoles y esclavos negros en las playas de Puerto Marqués.

Las minas de plata descubiertas en 1532 en Zumpango, y poco después en Taxco, centran el interés español. San Luis Acatlán queda totalmente abandonado y Zacatula inicia su despoblamiento; Hernán Cortés y Gaspar Soria aparecen como propietarios de un número elevado de esclavos negros en las minas de Taxco en 1536, que abandonan diez años después junto con algunos negros; Zumpango (hoy del Río) también concentró esclavos de color en sus minas.

Hacia fines del Siglo XVI y principios del XVII, el 70% de la población de Taxco se constituía de raza negra pura, con algunos mulatos (descendientes de español y negro); de ahí la leyenda de la mulata taxqueña muy parecida a la mulata de Córdoba (Veracruz), pues en ambas historias las dos mujeres se suicidan. La despoblación de la raza africana de Taxco devino cuando el virrey pretende hacerse propietario de los esclavos abandonados por sus antiguos amos; sólo 17 de ellos pasan a poder del monarca virreinal, mientras la mayoría emigra como negros libres (cimarrones) hacia la Costa Chica, principalmente, no quedando más rastro de los negros en las regiones mineras de entonces.

No hay datos precisos sobre cuántos negros llegaron a territorio guerrerense para labores ganaderas durante la primera mitad del Siglo XVI. Para la segunda mitad de esa centuria, Aguirre Beltrán proporciona un dato: el Mariscal de Castilla, “un hombre terrible, trajo de España un pequeño número de reses con 100 negros casados”. Gutierre Tibón confirma la información, diciendo: “Un día se presentó en la costa el Mariscal con su esposa la Mariscala y 200 negros y negras. Cuidaban cada uno de ellos una vaca o un toro o un caballo”. (Esto ocurrió en Cuajinicuilapa).

Hacia finales del Siglo XVI, Acapulco se convierte en el puerto más importante de la costa occidental de América del Norte y América Central; a través del puerto suriano la Nueva España inicia un circuito comercial con Asia que duraría 250 años. El circuito tenía como puntos terminales Manila y Acapulco, cuyos navíos eran llamados naos y galeones, que traían mercancías de China, Filipinas y otras naciones asiáticas (v. Galeón del Pacífico, El). Al incremento de las operaciones comerciales Asia–Acapulco, correspondió una mayor demanda de esclavos. Para 1570 el asentamiento portuario poseía una numerosa población negra y afromestiza (mulata), con filipinos y unos pocos españoles. En conjunto sumaban 50 familias. En 1590 los barcos de la Corona eran atendidos por 80 esclavos; algunos negros llegaron a Acapulco al cobijo de los acuerdos celebrados con portugueses, franceses e ingleses violando la legislación vigente.

El comercio por el puerto de Acapulco también llevó aparejada la introducción clandestina de esclavos, aunque en cantidad muy pequeña, pues, como es sabido, de acuerdo con las ordenanzas, la única vía de entrada legal de esclavos era Veracruz. Por ejemplo, de 1600 a 1603 habían entrado no más de 201 negros al puerto guerrerense. Para 1743, contaba con 578 familias de mulatos libres, que trabajaban de carpinteros de ribera, ebanistas, calafates, torcedores de jarcia, y de buzos.

Los rudos trabajos de la explotación de la caña obligaron a muchos esclavos a huir de las haciendas, por lo que desde 1570 algunos de los grupos de cimarrones se establecieron en Acapulco y la Costa Chica de Oaxaca y Guerrero. Otra vía de poblamiento de negros en la región costachiquense fue siguiendo el camino Veracruz–Puebla–Oaxaca; Pinotepa del Rey (hoy Pinotepa Nacional) y los Cortijos recibieron a los primeros esclavos oaxaqueños arribados por esta ruta. Encomenderos como Tristán de Luna y Arellano les llevaron por la costa para hacerse cargo de sus estancias ganaderas, de la pesquería de perlas y para trabajar en los placeres del oro y la sal.

Así lo indican algunos testimonios que la historia oral recoge todavía para mediados del siglo pasado, como puede leerse en el libro Pinotepa Nacional de Gutiérrez Tibón. Según el relato de doña Pancha Guargüero de Jamiltepec, a decir de Tibón, los descendientes de los negros esclavos del señor Tristán de Luna y Arellano se multiplicaron, y de ellos descienden los “morenos” de la Costa Chica.

El puerto de Huatulco fue también un punto importante para poblar la costa del Pacífico Sur, mediante entradas irregulares producto del contrabando y del cimarronaje de la última parte del Siglo XVI.

Un censo del puerto de Acapulco de 1790 contaba 229 familias, de las cuales nueve eran españoles, tres de indios, cinco de chinos y el resto, es decir, 212, de “mulatos de todas castas”; pocos años después, en 1802, Humboldt se refirió a la ciudad como “habitada casi exclusivamente por hombres de color” (Alejandro de Humboldt: Ensayo político sobre el Reino de la Nueva España).

En el entronque de los siglos XVIII y XIX, la provincia de Acapulco (que comprendía parte de la Costa Chica: San Marcos y Tecoanapa, y la Costa Grande: Coyuca de Benítez), tenía una población de 5452 individuos de color. De ellos 5346 eran pardos, 92 negros (50 hombres y 42 mujeres), 13 lobos (cuatro hombres y nueve mujeres) y un indio manilo; 1094 vivían en el puerto y los otros 4358 se distribuían a lo largo y ancho de la jurisdicción provincial. Además había algunos individuos que no estaban registrados, entre ellos 41 indios nativos (16 hombres y 25 mujeres).

Los negros y lobos se asentaron preferentemente en el puerto y en Coyuca; en Tecoanapa y San Marcos, habitaban en su mayoría pardos.

Dedicados a diversas tareas en mar y tierra, los negros y mulatos acapulqueños no constituyeron un grupo homogéneo en cuanto a procedencia y oficio. Muchos de ellos habían arribado como esclavos, pero otros habían adquirido su libertad por vía de la rebelión o a la muerte de su amo. Trabajaron como cargadores, arrieros, sirvientes domésticos o formaban parte de las milicias, a veces como tenientes o incluso capitanes encargados de administrar el puerto, durante las largas ausencias del colono castellano o el gobernador. Otros fueron temidos, ya que andaban “huidos en los montes”; una carta del virrey Luis de Velasco, hijo, de mayo de 1606, conservada en el Archivo General de Indias, dice lo siguiente sobre el particular:

…A la costa del mar del Sur, cerca del puerto de Acapulco, hay otras tres rancherías… de negros alzados que dicen serán más de 300 de donde salen hacer robos (en los caminos) de recuas que llevan y vienen a la descarga de las naos de Filipinas… (Archivo General de Indias, México, núm. 66, p. 27).

En el puerto de Acapulco, además de los oficios mencionados, el servicio militar novohispano atrajo a la población parda, cuyo número de ocupados estaba por encima de las personas no–negras. Para ello, se contaba con los grados siguientes: capitán, teniente, subteniente, tambor, miliciano y miliciano retirado. Así, por ejemplo, había en Acapulco 72 hombres de color como milicianos; en Tlapa, 473; y, en Igualapa, 852. Ometepec tenía 420 mulatos o pardos. Generalmente, en estas provincias, con grandes masas de habitantes negros, hubo también más personas de color en el cargo de miliciano con respecto a individuos no–negros.

Es más, en las postrimerías del coloniaje, se dieron casos de cuerpos de milicianos formados sólo por ellos, llamados entonces “pardos” o “morenos”, tanto en Guerrero, Puebla y Morelos, como en la Ciudad de México.

El afromestizaje. La tercera raíz.

Como ya se ha visto, en tanto que fuerza de producción, el negro de origen africano fue concentrado masivamente en los grandes y lucrativos centros de trabajo de la Colonia (minas, haciendas ganaderas, cañeras, algodoneras, y en dos o tres puertos); pero también, en pequeñas porciones o individualmente, vivían en las ciudades virreinales, donde eran necesarios sus servicios para usos privados o públicos. La mayor parte, sin embargo, se destinó a las costas de ambos litorales, aunque para el Siglo XVIII eran ya castas, descendientes de los esclavos que habían sido introducidos para atender las estancias ganaderas y los cultivos tropicales, además de cargadores y descargadores de los barcos que comerciaban con el Viejo Mundo con el sur del continente y con Estados Unidos de América.

Y fue precisamente allí en las costas y zonas aledañas, donde pudo conservar su ascendencia somática africana tras finalizar el coloniaje, hasta el día de hoy, en algunos lugares; pero no así en los conglomerados citadinos interiores del país: ahí acabó siendo diluido en su forma biológica y cultural, más pronto por ser una minoría, cuanto por la condición de esclavos de sus miembros, socialmente inconexos entre sí.

A diferencia de otros países latinoamericanos o caribeños, que conservan aún núcleos poblacionales con fenotipos negros, en México la migración africana fue absorbida racialmente mediante el proceso de mestización con el aborigen o el español; salvo en lugares como la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca y, en mínima medida, en Veracruz, quizá ya no hablaríamos de la existencia de personas negras en el país, pese a los 250 mil africanos que entraron como esclavos durante la Colonia y cuyos descendientes (pardos, mulatos) representaban el 11% de la población nacional al término de la dominación hispana; estos mismos, tras varias generaciones, son los ascendientes directos de los afromestizos actuales que de una forma o de otra vienen a constituir la tercera raíz (después de la indígena y la española) de la sociedad mexicana.

Al negro, es cierto, no le fue posible procrearse “puro” biológicamente (obviamente ni en su forma cultural), dada la escasez de mujeres de su raza en México; su vía procreativa sería la indígena antes que nada, puesto que hembras españolas había muy pocas y todas hijas de los esclavistas o bien de la alta sociedad, de la que el negro estaba en todo sentido excluido. La acción del negro, pues, se realizó por medio de la dinámica siguiente: afro más india igual a pardo; afro más español igual a mulato; pardo o mulato más india igual a afromestizo, o la tercera raíz, etc. En ese mismo proceso también se mezclaron las tres culturas (americana–europea–africana), con el resultado de una mestiza compuesta de elementos tripartitos, aunque quizá en diversas proporciones.

Este fenómeno es harto visible en la región de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, donde la presencia afromestiza es asaz notable en todas sus formas, a través de pueblos conformados en su mayoría por “morenos”. Sin embargo, a pesar de compartir con grupos indígenas, mestizos y blancos un territorio, una misma religión y algunas costumbres, los núcleos negroides han mantenido ciertas diferencias relacionadas no sólo con los rasgos y el color de la piel, sino con diversas manifestaciones culturales.

La actual población afromestiza de la Costa Chica está distribuida en más de 37 comunidades de los estados de Guerrero y Oaxaca. Al respecto, el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) no cuenta con datos específicos sobre nuestra tercera raíz. De otra fuente, se tiene una estimación aproximada de 80 527 afromestizos en la región, de los cuales 47 813 son guerrerenses y 32 714 oaxaqueños; estas cifras, que proporciona el Senado de la República (“Gaceta Parlamentaria” núm. 11, México, 14 de junio de 2004), integran los 37 pueblos costachiquenses con 70 a 90 por ciento de población negra, de la manera siguiente:

Estado de Guerrero

Comunidad

Población
Afromestiza

  • Cuajinicuilapa

12 586

  • Copala

8 753

  • Cruz Grande

5 244

  • Juchitán

3 755

  • San Nicolás

3 275

  • Huehuetán

2 540

  • El Pitayo

2 365

  • Maldonado

2 345

  • Montesillos

1 803

  • Barra de Tecoanapa

1 578

  • Cerro del Indio

1 532

  • Punta Maldonado

1 100

  • Cerro de las Tablas

633

  • Banco de Oro

185

  • El Cacalote

119

Subtotal

47 813

Estado de Oaxaca

Comunidad

Población
Afromestiza

  • Santo Domingo Armenta

3 860

  • El Ciruelo

3 267

  • Collantes

3 145

  • Morelos

2 976

  • Corralero

2 134

  • Santa María Chicometepec

2 089

  • Santiago Tapextla

1 966

  • Llano Grande I

1 765

  • Santa María Cortijo

1 538

  • San José Estancia Grande

1 462

  • Cerro de la Esperanza

1 376

  • Mártires de Tacubaya

1 277

  • Zapotalito

1 271

  • Chacahua

1 051

  • Callejón de Rómulo

741

  • Lagunillas I

678

  • Charco Redondo

652

  • El Azufre

590

  • Llano Grande II

365

  • Lagunillas II

263

  • Lagunillas III

124

  • Lagartero

124

Subtotal

32 714

Total

80 527

La existencia de estos enclaves negros es el resultado de aquellas estancias y haciendas coloniales que se establecieron en esta región, llevando consigo numerosos esclavos negros; he aquí el nombre de las más notables de ellas, en el estado de Oaxaca: El Cortijo (antes Cortijos) y Pinotepa Nacional (antes del Rey); en Guerrero: Cuajinicuilapa, San Nicolás, Maldonado, Jalapa (Cuautepec), San Marcos, Copala, Huehuetán y Juchitán.

Por otro lado, es posible hablar de una región multiétnica, toda vez que aquí conviven habitantes indígenas (mixtecos, amuzgos, nahuas y tlapanecos), blancos (“ricos”, o “gente de razón”) y afromestizos. De aquí que en los diversos cruzamientos étnicos se den casos de afromixtecos, afroamuzgos, amén de afros,según el grupo racial con que se haya entrado en contacto biológico.

Manifestaciones culturales. Aportaciones.

Los africanos y sus descendientes han contribuido en la conformación del mosaico étnico y cultural guerrerense de forma esencial, a partir de una serie de manifestaciones que lograron retener, recrear y transmitir, a pesar de su estatus primitivo de esclavos.

Ciertamente, perdieron por principio la lengua original y, a cambio, aprendieron la del amo español, que hicieron suya después de condimentarla con vocablos, expresiones, fonética y morfología del idioma de origen. En fin, perdieron también su religión y obtuvieron otra, pero en estos como en otros casos dejaron su impronta a través del sincretismo cultural.

El habla cotidiana actual del afromestizo es, sin lugar a dudas, producto del aislamiento de la región hasta hace unos 30 años; esto es notorio cuando se revisa el léxico utilizado, pues ahí se encuentran términos del español arcaico vide (por: [yo] vi), haiga (por: haya), o fanega, medida de cantidad utilizada aún; también hay voces de origen náhuatl como xocoyote, tilinque, pichuaca, tilcuate y otros nombres de animales principalmente. El componente africano es evidente en palabras como bembo, congal, choco, birrionda, ñaco, ñagual (yagual), güinza, ñizca, ñonga, chando, taita, etc.

En la dicción costeña los aspectos que más resaltan son la aféresis –supresión de una letra o sílaba al inicio de una palabra–, ejemplo: “garrar”, por agarrar; el apócope –supresión de una letra o sílaba al final de una palabra–, por ejemplo: e’tá, por estar; verdá, por verdad; dormí, por dormir. Otro giro singular de esta dicción se observa en la forma sintética de los verbos, en los que se coloca el pronombre después, formando un modo imperativo particularmente enfático (tráiganmelo, chíspaselo).

También en el cambio de sonido de algunas consonantes, por ejemplo la j en lugar de la h (jallar, en lugar de hallar; juyir, en lugar de huir), de la j en lugar de la f (juimos, por fuimos; jueron, por fueron); de la f en lugar de la j (fan, por Juan). Igualmente es muy característico en la fonética del afromestizo la supresión de las letras s y z en medio o al final de las palabras. Ejemplo: e’tá, por estás.

En el terreno de la música y la danza, ahí está el son guerrerense y sobre todo una de sus vertientes, la chilena, de ritmos recios y dinámicos, que a ojos vistas denota la fuerte influencia mexicana. En el canto son típicas las largas cadencias descendentes al terminar las coplas. Entre los sones están: La yerbabuena, La viborita, La mariquita, El pañuelo, El huizache, El gusto federal y El mastuerzo; entre las chilenas las célebres Sanmarqueña y Acapulqueña; además, el corrido es un asunto de vida o muerte, muy del gusto y temperamento del costeño, que, aparte de interpretarlo, uno de sus congéneres es siempre el personaje central de los sucesos. Ejemplo de este género es Simón Blanco, y más recientemente, La mula bronca, personajes prototípicos que intervienen en hazañas sangrientas, las más de las veces por salvar su honor al estilo de los héroes del griego Homero o de los caballeros andantes de la Edad Media europea.

De las danzas podemos destacar la de Los Diablos, el Toro de Petate, y, la más africanizada aún, el son de la artesa, un baile que se hace sobre una tarima entre dos o más personas (a veces sólo una).

También es demostrable la influencia africana en el vestir: la preferencia por colores fuertes; en el tipo de casa–habitación: el redondo, construido generalmente de madera y zacatón del lugar y que han tomado en préstamo los grupos indígenas vecinos: amuzgos, mixtecos y triques, entre otros, de la región. Otro aspecto común, entre las mujeres, es cargar en la cabeza y llevar niños a horcajadas.

La literatura tradicional del afromestizo ha sido del tipo oral, trasmitida de generación en generación, a causa de instrucción seguramente, pero también por una inveterada costumbre que viene de origen. En la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca, esta literatura se constituye principalmente de cuentos, versos, décimas, adivinanzas, proverbios, corridos y textos poéticos para determinados momentos de reunión: ritual, fiestas sociales, etc. A través de sus narraciones y poesía se trasluce una concepción del mundo y de la vida diferente de la indígena y la europea.

Sus creencias religiosas y mágicas se hallan refundidas en un sincretismo en el cual intervienen elementos de las tres culturas madres que componen su ser biosicológico; en esta situación se encuentran el tono y la sombra, entre otras manifestaciones de orden espiritual, aún vigentes hoy por hoy.

Después de todo, la principal aportación africana a la región del Pacífico Sur y, concretamente, a la Costa Chica, fue la de producir riqueza, resultado de su trabajo en las estancias y haciendas ganaderas, en las plantaciones, en los placeres de oro, en las pesquerías, etc. Por otra parte, no puede ignorarse su participación en el movimiento independentista, como los batallones de “pardos” y “mulatos”, procedentes, por ejemplo, de las estancias de Cruz Grande, Copala, Juchitán, San Nicolás y Maldonado, bajo las órdenes de José María Morelos y Pavón, así como de Vicente Guerrero, Juan del Carmen y Juan Bruno (precisamente apodado “el Africano”). Otro tanto ocurrió en ocasión de la Revolución de Ayutla y en el movimiento zapatista.

(BM)