Máscaras

La máscara es un signo fuerte de amor, de magia, de religión y de vida; denota el misticismo de los pueblos, los une, los fortalece, los reanima, los impulsa con tal fuerza que creen en ella, en su poder y en el espíritu que la envuelve.

Transformadoras de instantes, de horas y de días, con las máscaras los seres humanos sienten que son capaces de todo: de hablar con las estrellas, de acercarse a Dios para pedir la lluvia y solicitar beneficios colectivos (porque son sociales no individuales), etc. Al invocar para todos y con todos, con las máscaras surgen las danzas, los rituales comunitarios y los afectivos. Aparentan ser una sola y son todas. Cada máscara lleva implícito un mensaje, una consigna; y siempre ha sido así, a través de los tiempos y de los espacios diversos donde el ser humano ha hecho de ellas parte de su vida misma.


Máscara de los Diablos de Teloloapan.

“Así como lo creían los antiguos mexicanos, la máscara es puente entre el mundo espiritual del más allá y el mundo natural de nuestra vida cotidiana. Antigua como la palabra y semejante a ella, en cuanto la máscara pretende mostrar u ocultarse, nos señala el camino para llegar a un reino puro”.

La máscara surge en todo el mundo con indicadores similares; por la idea exterior de toda clase de peligros, donde participan demonios, genios y espíritus diversos que solían espantar con mascarones de apariencia maléfica y al mismo tiempo poderosa, que les pudiera proteger.

La máscara es un símbolo que dura minutos, horas o días para el que se transforma con ella. El que la porta cambia físicamente y espiritualmente “se convierte en el otro”.

El animismo es una forma de defensa frente al peligro. Europa, Asia, África, América y todas las islas habitadas por seres humanos tienen historias de la máscara.

También es una forma en el hombre de vaciar sus impulsos, sus afanes de ser otro por instantes, de ser admirado, y al mismo tiempo divierte a los que lo rodean, siempre con la consigna de hacer el mejor papel, tanto en el teatro como en la danza.

El poeta Xavier Villaurrutia afirma: “La realidad es el rostro, pero el rostro enmascarado también es otra realidad temporal con distinta personalidad para mirar el mundo con otra cara”.

Germán Dehesa, periodista, nos habla del origen de la palabra máscara (del árabe masjara), cuyo significado inicial es el de bufón, y nos dice que ha variado con el tiempo para interpretarse como “rostro postizo o falso”.

Octavio Paz dice: “Es mirada que no mira, el ojo en que espejean las imágenes antes de despeñarse, el precipicio cristiano, la tumba de diamantes, es el espejo que devora espejos”.

Roger Caillois, investigador francés, estudioso constante de las máscaras: “La persuasión es el arte de la vida y justamente el de la máscara; al ponérnosla, persuadimos a los demás; es el reflejo de lo que sentimos y queremos”.

Para Francis Pino es:

“¡Máscara… misteriosa como un sepulcro,
Ofuscada y chocante, majestuosa y sencilla,
Alegre como un cascabel,
triste como un entierro!

¡Llena de amor como una madre,
Protectora y recia como el padre,
Juguetona como una hermana,
Traviesa como un chiquillo!

Ceremonial y religiosa,
toda tú eres esencia
de la vida misma.
¡Un solo día… eres estrella, luciérnaga,
Para dar luz y vida al que te posee,
En el vivo eres otra persona,
en la muerte… eres tú misma.
Quieta y tranquila hasta el final!

En nuestros pueblos prehispánicos, la máscara fue protectora en sus grandes batallas y sólo la portaban militares y sacerdotes con poder. Tenía –y tiene– la magia de la transformación, de hacer otro de su realidad corpórea, además de la síquica, y para pedirle fuerza y poder a sus dioses que les permiten una metamorfosis inmediata.

Esa liga inmaterial, mística, cubre su necesidad interna de resolver un problema. Su uso permite posesionarse del otro, volverse otro, sin identificación de los demás.


Máscara de tigre de Zitlala.

Su confección fue limitada durante la Colonia, por las bulas pontificias y por otras prohibiciones que sufrieron sus hacedores. Dentro de la artesanía, la elaboración de máscaras se restringe al surgir las cofradías, bajo un santo patrono, marcadas por la iglesia; además, la ley de los gremios establece que cada oficio tiene su protector, menos el mascaril, que se consideró profano y diabólico por no encuadrar dentro de los cánones evangelizadores.

Posteriormente, a fines del Siglo XVIII, la religión muestra interés en las danzas, y en éstas la máscara juega un papel importante; toman los símbolos del bien y del mal, surgiendo máscaras de moros y cristianos, de ángeles y diablos, que representan esos símbolos.

La máscara, como medio, entra en contacto con ese mundo mágico del rito y la ceremonia, donde el nihilismo impera entre las etnias vigentes. Es una mediadora entre la vida y la muerte.

Según las crónicas y los cantares, cuando los soberanos portaban la máscara de Quetzalcóatl tenían el privilegio de ser contagiados de la sabiduría, la bondad y el espíritu de justicia divina.

También afirman que Tezcatlipoca, enemigo de Quetzalcóatl, para vencerlo le mostró un espejo de obsidiana en el que al ver reflejada su fealdad por ser tan viejo, se asusta y ordena le hagan una máscara de turquesas para convertirse en el lucero del alba.

Moctezuma regala a Cortés –relata fray Bernardino de Sahagún– cuatro trajes de dioses aztecas, con collares, escudos, sandalias, rodelas y máscaras de turquesas, mismas que se enviaron a Carlos V. Actualmente se encuentran en el museo etnográfico de Roma.

Los ritos y ceremonias eran constantes, para fortalecer los ideales comunes y las necesidades de la población; pedir a los dioses buenas cosechas, siendo Tláloc el más significativo para los agricultores (ahora cambiado por San Isidro Labrador y otros santos que forman la dualidad religiosa de nuestros pueblos, que portan la máscara en danzas variadas para agradar a los dioses y que manden lluvias para las buenas cosechas).

La tradición de nuestro estado es ancestral; hablamos de miles de años, siguiendo indistintamente por la cuenca del río Balsas, donde el estilo cultural Mezcala recoge la influencia olmeca y la de otros pueblos, como el purépecha, el teotihuacano, el tolteca y el nahua.

La religiosidad de los pueblos denota la amplia aceptación de la máscara desde tiempos pasados; nace con la necesidad de creer –base fundamental de la religión sea cual fuere–. Guerrero no fue la excepción. En la región del Balsas se han encontrado máscaras trabajadas en piedra de río y marmoleadas, siendo las más antiguas de nuestro estado; algunas fueron utilizadas en los ritos funerarios, para cubrir la cara de un personaje importante que traspasa la región del inframundo. La máscara, protectora aquí y allá; es parte del espíritu del hombre.

Guerrero es un espacio donde la máscara ha encontrado gran desarrollo y aceptación, donde la diversidad se conjuga con la creatividad histórica y vigente de un pueblo que está fortalecido por sus tradiciones.

En la región de Tlamacazapa tejen con palma máscaras que en tiempos pretéritos fueron de uso funerario y ahora de ornato.

De gran belleza y elaboración complicada es la máscara de Malinaltepec, producto de una exploración realizada por Porfirio Aguirre, ayudante del Museo de Antropología, Historia y Etnografía, sorprendido por aquel objeto con mosaicos e incrustaciones de jade. Encontrada en la primera década del Siglo XX, se exhibe en la Sala de Culturas de Occidente del Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México.

Ha sufrido algunos cambios la técnica y el sentido de elaborar por petición algunas piezas, cosa que no a todos les agrada hacer. La mayoría de los artesanos que ahora las producen tienen como fin principal el económico; se han convertido en productores, más que creadores, de piezas simbólicas; ahora la máscara cumple tres funciones: la religiosa, la social y la económica. El conocedor debe identificar para qué es cada una de las piezas que se elaboran y el tipo tan variado de materiales y pinturas usadas para cada formato.

Hoy en día, el artesano mascarero plasma figuras angelicales, grotescas y diabólicas que revelan el mito y la leyenda. Buena forma de expresión popular. Se elaboran con maderas blandas, principalmente zompantle, sin faltar las maderas duras y conservadoras. Las máscaras son solicitadas por los museos particulares y los estatales del país (Zacatecas, Puebla, San Luis Potosí y el D. F., entre otros). Esta producción se vio fortalecida con el turismo, factor prioritario en la economía de nuestro estado. La región del Balsas, Xalitla, Ahuehuepan, San Francisco Ozomatlán, Pachivia, Iguala, Chilapa, Ayahualulco, Tixtla, Chilpancingo, Quechultenango, San Martín, Olinalá y muchos otros pequeños poblados subsisten de su labor mascarera.

En Iguala trabajan la máscara de reciclaje: cirián, hojas de jacaranda en figuritas infantiles diversas, y una familia de Pachivia asentada en esa ciudad se dedica a reciclar huesos de bovinos, burros y cabras en espantosas figuras de personajes orientales con barbas ralas y pintadas de negro totalmente. Quechultenango, Mochitlán y Tepechicotlán elaboran hermosas máscaras en forma de alebrijes, humanoides, combinaciones surrealistas de monstruos, calaveras y animales reptiles y acuáticos, finamente trabajadas.

En Tixtla se conoce una familia que elaboraba y reparaba imágenes religiosas; posteriormente, se ha dedicado a crear máscaras de los principales insectos que habitan en los montes cercanos, con gran éxito, ganando premios nacionales por su originalidad.

Olinalá se caracteriza por la hechura de máscaras de tigre con pescados diminutos que las cubren (base amarilla y peces negros). Emilio Guevara las difundió por su calidad en el laqueado.


Máscara en madera tallada y policromada.

Don Patricio Ocampo y todos sus hijos y yernos surten de máscaras los tianguis de Cuernavaca y Taxco con las mini–máscaras de colores brillantes.

Francisco Agripino representa a los de Ayahualulco; Ernesto Abraján y sus hijos, excelentes pintores de máscaras y alebrijes gigantes, usan pinturas especiales para dar un acabado moderno y duradero.

Es de hacer notar que de la totalidad de artesanos que labran, pintan y decoran máscaras, un 99% son hombres, cosa que no se da en otras artesanías donde la mujer tiene participación primordial. Son trabajos y labores artísticas heredadas de padres a hijos a través de los tiempos y tienen sus reglas y, también, sus prejuicios.

Existen reglas que el mascarero debe aceptar en su elaboración: materiales, diseño y finalidad. La espontaneidad se ha perdido con los esquemas que marca el cliente. Existen mascareros vanguardistas muy creativos, sin tener escuela alguna; la imaginación les lleva la mano dúctil que moldea y va dando forma a sus nuevas criaturas, las sienten suyas y las aman y respetan. Las máscaras tienen vida larga y fecunda, no mueren… se reproducen.

No hay organizaciones de mascareros, por ser personalistas en sus creaciones para poder ganar mercado y vender aquellas que menos se repiten por la copia constante de unos y otros. La región del Balsas, específicamente San Francisco Ozomatlán, tiene buena cantidad de artesanos dedicados a esta rama; Ayahualulco, del municipio de Chilapa, es otra comunidad con buenos hacedores de máscaras duras y blandas; estas últimas son las dominantes por lo fácil de labrarlas.

El 30 de noviembre de 1999 fue inaugurado el primer Museo de la Máscara en Acapulco, con alrededor de 300 máscaras representativas de las siete regiones del estado. Dicho acervo fue donado por la investigadora Francisca Pino Memije, a quien le llevó varios años reunir esa valiosa colección. Este museo forma parte del corredor cultural aledaño al Museo del Fuerte de San Diego.

(FPM/CCL)