Introducción.
Al comenzar el Siglo XIX, la Nueva España acumulaba la experiencia de casi trescientos años de explotación colonial. Esa experiencia –profundamente opresiva y dolorosa para la inmensa mayoría de la población, aunque no siempre se requiriese de la violencia armada para generarla– permeó todos los ámbitos de la vida social y definió rasgos del comportamiento colectivo que son plenamente identificables aún en este 2009.
La expoliación económica, la sujeción política, la supresión de numerosas formas de vida y la imposición de otras, el traslado unilateral de instituciones, el uso arbitrario de los recursos y la desigualdad social profundizada configuraron un marco propicio a la primera gran revolución popular de la América hispana.
El movimiento que el 16 de septiembre de 1810 encabezó don Miguel Hidalgo fue, en lo fundamental, súbito, anárquico, desorganizado, pero profundamente esperanzador. No hubo un plan por escrito, es cierto, pero hubo razones suficientes para que estallara el resentimiento y la cólera contenidos en las masas trabajadoras. La afirmación de don José María Luis Mora en el sentido de que fue una lucha “perniciosa y destructiva del país” ofrece numerosos elementos a la reflexión; por lo pronto cabría preguntarse: ¿para quiénes fue perniciosa: para los oprimidos o para quienes veían amenazados sus privilegios ancestrales? ¿No es toda revolución social, en el fondo, la búsqueda de una nueva concepción del derecho y la justicia, que precisa de remover los cimientos del orden establecido?
La Guerra por la Independencia Nacional pone en el escenario al peón de la hacienda, a los campesinos, a los indígenas, a la plebe de las ciudades, a una buena cantidad de criollos ilustrados, los vuelve actores de su propia historia, ahí donde sólo habían sido víctimas del acontecer cotidiano.
Hidalgo es el “vocero de los pobres”. En su palabra ellos encuentran reflejados sus “anhelos y realidades”, sus necesidades y aspiraciones más sentidas. Por eso lo siguen y lo proclaman Generalísimo; y el Padre de la Patria responde a los reclamos de los humildes denunciando el sistema de explotación ejercido por los europeos y reivindicando para la Nueva España los derechos de cualquier otra nación sometida a la Corona; abroga los tributos que pesan sobre el pueblo; suprime la distinción de castas; declara abolida la esclavitud; piensa en un Congreso compuesto por representantes de los ayuntamientos de las ciudades y villas; y restituye a las comunidades indígenas las tierras que les pertenecían. En otros términos, la Guerra por la Independencia fue la oportunidad concreta que el pueblo se dio para intentar, al menos, la supresión del “orden social opresor encarnado en los ricos europeos” (Luis Villoro, 1977).
En este ideario habrán de reconocerse Morelos, Guerrero y todos los patriotas surianos que desde aquel 1810 sumaron sus esfuerzos en aras de la libertad.
El espacio geográfico que corresponde actualmente al estado de Guerrero ha sido escenario de acontecimientos fundamentales de la historia nacional. Sus habitantes tienen una tradición de lucha que abarca siglos y que constituye un elemento clave para comprender los afanes libertarios y de transformación del pueblo mexicano. Como en pocos lugares del país, en el área de nuestra entidad se vivió con singular fuerza el conflicto político, militar y social que caracteriza a la Guerra de Independencia, desde 1810 hasta su consumación formal en 1821; más todavía: según la historiadora María Teresa Pavía Miller “en lo que hoy es el estado de Guerrero se desarrolló la mayor parte de la lucha insurgente en contra del dominio español” (Anhelos y realidades del Sur en el Siglo XIX, ed. 2001, pág. 29).
Los párrafos siguientes son apenas un apunte en dos direcciones específicas: la lucha armada en el sur durante el periodo 1810–1821 y la ideología que comparten quienes participaron en ella desde la insurgencia. Si bien las notas destacan el liderazgo de Morelos y Guerrero y los convierte en eje de la exposición, debe quedar claro que se trata de un recurso que permite representar en ellos al actor principal: el pueblo mexicano empeñado en conseguir su libertad.
Antecedentes y causas.
Antes de que el movimiento de Independencia comenzara en el pueblo de Dolores y, de hecho, durante los tres siglos de dominación, en el amplio espacio del Virreinato las inconformidades en contra del poder establecido fueron frecuentes; se expresaron de manera pacífica o violenta y tuvieron como trasfondo “el uso y el abuso irrestricto, por los españoles, de los bienes individuales y comunales de los aborígenes” y demás grupos oprimidos. Los textos dan cuenta de varios alzamientos populares armados, que demuestran la existencia de conflictos graves al interior de la sociedad novohispana, en años y lugares muy diversos: los hubo desde tiempos muy cercanos a la caída de Tenochtitlan, hasta otros que se produjeron en la segunda mitad del Siglo XVIII y en los comienzos del XIX; los hubo lo mismo en el sureste que en el norte del territorio actual de la República; algunos tuvieron propósitos esencialmente reivindicadores de agravios cometidos por la autoridad o por particulares poderosos, en tanto otros constituyeron verdaderos intentos independentistas, aunque de carácter local o regional.
La Enciclopedia de México (edición de 1987, págs. 3645 y 3646) da cuenta de diez sublevaciones indígenas acontecidas en la Nueva España; las describe brevemente y las sitúa en el tiempo y en el espacio. Por su parte, el maestro Agustín Cue Cánovas en el libro Historia social y económica de México (edición de 1967, págs. 182–187) enumera hasta cien casos, y dice al respecto: “Estas numerosas y constantes rebeliones y alzamientos principalmente de indígenas y hombres de casta ocurridos durante la época colonial crearon en grandes masas de población explotada un espíritu revolucionario vigoroso, como no ocurrió en ninguna otra colonia de España en América, antecedente y factor determinante del gran movimiento de emancipación iniciado en el año 1810”.
Si bien en las obras antes mencionadas o en la Historia general de México (tomo 2, edición de 1977), publicada por El Colegio de México no se incluyó como antecedente de la Guerra de Independencia algún levantamiento ocurrido en el territorio que actualmente ocupa nuestro estado, sabemos de confrontaciones (que en nuestra opinión son importantes) entre comunidades indígenas y las autoridades españolas y sus grupos armados. Así, por ejemplo, se tiene conocimiento de que apenas concluida la primera década de la Conquista los españoles habían sofocado ya violentamente dos rebeliones: una en Zacatula y otra en San Luis Acatlán; la primera, surgida en los astilleros de ese lugar, ocasionada por las vejaciones y la explotación; la segunda emprendida por los yopes en un intento por recuperar su independencia.
En libro reciente (Campesinos y política en la formación del Estado Nacional Mexicano. Guerrero, 1800–1857, edición 2001), Peter F. Guardino ha documentado, a partir de fuentes primarias –principalmente archivos–, algunos conflictos que se presentaron a lo largo del periodo colonial, sobre todo en comunidades que hoy día forman parte de las regiones Tierra Caliente, Costa Grande, la Montaña y Norte. Moisés Ochoa Campos, por su parte, afirma que aún “… no finalizaba el Siglo XVIII, cuando ya diversos pueblos de las regiones de Chilapa, Tlapa, Mochitlán y Quechultenango, habían presentado enérgicas demandas al gobierno virreinal, en defensa de sus tierras usurpadas por los españoles”.
Hay evidencias, pues, por las investigaciones realizadas, de que la situación de profunda injusticia que permeó la vida colonial no fue ajena en modo alguno a las comunidades del sur del país. Y esta realidad, sin duda, es elemento clave cuando se trata de explicar por qué las comunidades campesinas se unieron a Morelos y Guerrero, y tuvieron una participación activa en la Guerra de Independencia.
A los antecedentes y causas internas habría que agregar, como hecho importantísimo por su significado y consecuencias, la invasión de España por tropas francesas en marzo de 1808. Uno de los primeros resultados fue la abdicación de Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII, y la supeditación de ambos a las decisiones del emperador Bonaparte. “La cabeza del imperio más grande de la cristiandad parecía haber renunciado a su dignidad y orgullo”, según dice Luis Villoro; y la Corona pareció alcanzar su mayor degradación cuando en Bayona se firmaron los tratados por los cuales Francia adquiriría todos los derechos sobre España y las Indias. El acontecimiento fue inusitado: “Por primera vez desde la invasión musulmana en 711, España había sido invadida por una nación extranjera”, afirma Carlos Fuentes (El espejo enterrado, pág. 258); los Borbones habían perdido el trono; el pueblo español ya no era gobernado por españoles, y tenía ahora que sufrir una tiranía extranjera encarnada en la figura de José Bonaparte (el apodado “Pepe Botella”).
El pueblo español enfrentó a los invasores con las armas; además, se organizó en juntas de ciudadanos que tuvieron siempre como propósito central la defensa de la nación. Al mismo tiempo, la ausencia de los monarcas planteó un asunto fundamental: ¿en quién reside la soberanía, si el trono está vacante? La respuesta se daba en los hechos: la soberanía recae en el pueblo, y éste la ejerce ante el vacío de poder que se vive.
En la América española el orden establecido también se trastocó. Si no hay rey en España, ¿no eran las colonias españolas independientes? ¿No tenían los pueblos de este continente el derecho a ejercer también su soberanía? ¿O debía actuarse en nombre de la Corona pero contra Napoleón? (Fuentes, 1992). En el caso de la Nueva España la respuesta a estas preguntas se expresó a través de dos tendencias: la de los europeos, preocupados por la posible pérdida de sus incontables privilegios; y la de los criollos acomodados y de clase media que advertían el cambio de situación y la oportunidad de lograr reformas políticas.
El Ayuntamiento de la Ciudad de México –bastión de los criollos letrados– habría de jugar un papel central ante el problema real (no teórico) que se vivía. En el debate, Francisco Primo de Verdad y Francisco de Azcárate reconocerán el derecho de Fernando VII a la monarquía y no le negarán obediencia, pero harán consideraciones trascendentes: invocando la doctrina del pacto social, señalarán que el dominio sobre la soberanía corresponde a la nación; que ésta la ha otorgado al rey y, por tanto, el rey no puede manejarla a su arbitrio; en consecuencia, las abdicaciones de Carlos y Fernando son nulas.
Con esta posición, el ayuntamiento “… no sostiene ninguna tesis revolucionaria ni pretende alterar el sistema de dependencia. La nación no puede, según él, desconocer el pacto de sujeción a la Corona; pero puede darse la forma de gobierno que necesita en las actuales circunstancias. Por consiguiente, la autoridad no subsiste, ausente el monarca, en el virrey y en la Real Audiencia, sino en el conjunto de la nación novohispana. De hecho, los acontecimientos de España han hecho patente que el fundamento de la sociedad no es el rey sino la nación”. (Luis Villoro, 1977).
Como forma de gobierno, el ayuntamiento propuso al virrey José de Iturrigaray el establecimiento de una junta de ciudadanos o “congreso” que ejerciera el poder y reconociera a Fernando VII como legítimo soberano. Los europeos (hacendados, comerciantes y alto clero) reaccionaron con violencia ante esta nueva situación, donde ya empezaban a escucharse las palabras “independencia” y “república”. El virrey fue destituido el 15 de septiembre de 1808, y unos días más tarde (el 4 de octubre) el licenciado De Verdad murió “… en las cárceles del arzobispado… en circunstancias que hicieron sospechar que había sido asesinado a causa de sus ideas”. (Enciclopedia de México, t. 19, ed. 1988).
Dos años después, en 1810, la invasión francesa en España se había profundizado. Mientras tanto, en Nueva España, reuniones conspirativas se producían en diferentes ciudades (San Miguel, Celaya, Guanajuato, San Luis Potosí, etc.), y la de Querétaro –disfrazada de tertulia literaria– habría de tener su momento estelar el 16 de septiembre de ese año.
La lucha armada.
En el territorio de nuestro estado la fase de lucha armada de la Guerra de Independencia presenta al menos tres momentos significativos: los primeros combates (que tienen como escenario la región de Tepecoacuilco y sus alrededores), las campañas militares emprendidas por José María Morelos y la resistencia encabezada por Vicente Guerrero.
La conspiración de Querétaro influyó en el ánimo y disposición de los habitantes de varios lugares del país. En el espacio sureño mantuvo contacto con los conjurados de Tepecoacuilco (población fundamental en aquel tiempo, dado su carácter de importante centro comercial y cruce de caminos de la región); se sabe que en esta conjura estuvieron involucrados antiguos arrieros y/o propietarios de ranchos o tiendas (José María Morelos, Vicente Guerrero, Valerio Trujano, Pedro Ascencio Alquisiras, Julián de Ávila, Ignacio Ayala, Francisco Hernández, Hilario Estrada, Juan de Orduña, Rodrigo Pintos, Roberto Gómez, Luis Pinzón y Juan Aponte), así como los gobernadores de indios de Iguala, Cocula, Huitzuco, Tlaxmalac, Mayanalán, Acayahualco, Zacacoyuca, Pololcingo, Coacoyula y el propio Tepecoacuilco. (Carranco Cardoso, 1964; Ochoa Campos, 1968).
La tradición de Tepecoacuilco y una carta que el profesor Carranco Cardoso inserta en su obra Iniciación de la Guerra de Independencia en el territorio del hoy estado de Guerrero permiten afirmar que don Ignacio Orduña estuvo presente en los acontecimientos del 16 de septiembre de 1810 en Dolores, Guanajuato, y que en esa misma fecha emprendió el regreso a su pueblo natal para encabezar la insurrección. Días después, el 5 de octubre, el propio Orduña arengó en la plaza del lugar a los contingentes que, llegados de diferentes partes, se habían reunido para apoyar y participar en el movimiento independentista; eran alrededor de tres mil combatientes, la mayoría a pie, armados con algunas escopetas, pistolas y mosquetes, lanzas, machetes, arcos y flechas.
Los primeros enfrentamientos se dieron el 2 de diciembre de 1810; en ellos los insurgentes fueron vencidos por las tropas realistas comandadas por el teniente coronel José Antonio Andrade; don Ignacio Orduña cayó prisionero y fue fusilado tres días más tarde, junto con sus hermanos Rafael y Juan, y el gobernador de Huitzuco, Manuel de la Trinidad. Los realistas entraron a Tepecoacuilco llevando consigo numerosos prisioneros (alrededor de 80, según apunta Ochoa Campos; 200, según la narración de don Prisciliano Pintos, quien afirma habló con los insurgentes que sobrevivieron). Por la noche, las mujeres de Tepecoacuilco, dice la tradición, recogieron los cadáveres y les dieron sepultura; la mañana del 3 de diciembre de 1810 las sorprendió curando a los heridos. La población sería recuperada unos días después por los insurgentes al mando de don Julián de Ávila.
El 20 de octubre de 1810 el sacerdote José María Morelos se entrevistó con don Miguel Hidalgo en el pueblo de Charo, estado de Michoacán; recibió ahí el nombramiento de lugarteniente y fue comisionado “… para que en la costa sur levante tropas, procediendo con arreglo a las instrucciones verbales que le he comunicado.– Firmado.– Miguel Hidalgo, generalísimo de América”. (Carlos Illades, 1989).
Mucho se ha especulado en torno al contenido de las “instrucciones verbales” a que hace referencia el texto transcrito; sin embargo, parece haber un punto de acuerdo entre los historiadores: la toma de Acapulco y el control de la fortaleza de San Diego era un encargo de la mayor trascendencia.
Morelos fue, después de arriero, un modesto cura rural, dotado de un genio formidable para la guerra y la política. Hijo de un carpintero, vivió en estrecho contacto con la población oprimida, entendió sus necesidades y se convirtió en el dirigente que el movimiento requería, sobre todo después de la muerte de los primeros caudillos y de que la lucha experimentara su primera gran crisis. Morelos fue el líder adecuado para el momento justo. (En otra parte de esta Enciclopedia el lector encontrará los datos biográficos básicos de este excepcional personaje).
Las acciones militares que encabezó permitieron que el ejército insurgente, al cabo de seis meses, controlara toda la Costa Grande, bloqueara por el lado de tierra el Castillo de San Diego y estuviera en posibilidades de extender sus operaciones. Según narra don Ignacio Manuel Altamirano, para Morelos “… el valor, por grande que sea, se duplica con la educación militar y… los días de descanso han sido días de instrucción, los campamentos, campos de maniobra, y las batallas, ensayos de nuestra pericia”.
Supo aglutinar en torno suyo a un grupo de hombres (Julián de Ávila, los Galeana, los Bravo, Trujano, Matamoros, Guerrero, etc.), que “inspirados por él se hicieron grandes”. Disciplinó sus huestes, les dio orden, las organizó, combatió a su lado, y en cualidades como éstas fincó el éxito de su empresa.
La toma de Tixtla (mayo de 1811), el sitio de Cuautla (marzo–mayo de 1812) y el apoderamiento del Fuerte de San Diego (agosto de 1813) son ejemplos claros de su capacidad sobresaliente como militar. Sin embargo, muchos otros nombres de lugares surianos están ligados a la actividad militar de los insurgentes. (v. Morelos y Pavón, José María).
La Enciclopedia de México (tomo 10) agrupa en cuatro campañas las acciones militares de Morelos y su ejército. La primera abarca desde su llegada a Zacatula (fines de octubre de 1810) hasta la toma de Chilapa (agosto de 1811); en menos de diez meses había dominado la mayor parte del territorio que actualmente ocupa el estado de Guerrero y había formado un ejército respetable por el número y respetado por sus hechos en combate.
La segunda estuvo caracterizada por la división del ejército insurgente en tres secciones: una al mando de Miguel Bravo; otra, a las órdenes de Hermenegildo Galeana; y, una más, capitaneada por el propio Morelos. Oaxaca, Taxco e Izúcar, respectivamente, eran los objetivos. El espacio de operaciones se amplió más allá de lo que hoy es el estado de Guerrero, sin que en éste dejaran de ocurrir hechos trascendentes. La campaña culmina el 2 de mayo de 1812 con el rompimiento del sitio de Cuautla y la decisión de Morelos de regresar hacia el sur.
La tercera campaña presenta momentos de verdadero heroísmo, como los que envuelven al sitio de Huajuapan (abril–julio de 1812), la toma de Oaxaca (noviembre de 1812) o a la captura del Fuerte de San Diego (agosto de 1813).
La cuarta campaña inicia luego de que concluye el Primer Congreso de Anáhuac, convocado por Morelos; los insurgentes dejan Chilpancingo el 7 de noviembre de 1813 y se dirigen hacia Valladolid.
Ha sido llamada “la campaña del desastre” (INEA, Historia mínima de Guerrero, edición de 1987).
Las derrotas se sucedieron y culminaron con la aprehensión y muerte del propio Morelos.
Morelos –“el gigante de la Independencia de México, el genio de la guerra”, según Altamirano; “el más notable que hubo entre los insurgentes”, al decir de Lucas Alamán; “un segundo Mahoma”, como lo llamara Félix María Calleja, su gran enemigo– convocó al sur a la lucha, y los hombres y las mujeres de la región creyeron en él y lo siguieron. Sus soldados convirtieron en culto su memoria después de su muerte; y fueron fieles, hasta sus últimos días, a los principios que supo inculcarles. Altamirano resumió así el propósito de Morelos: “formar una nación independiente y que se gobierne por sí misma”, y en la consecución de este ideal el sur fue su aliado y su baluarte.
Con la muerte de Morelos el movimiento por la Independencia Nacional pareció colapsarse por segunda vez y encontrar su derrota final. Carentes de dirección, desaparecido quien conjuntaba voluntades, los revolucionarios se dividieron, y cada grupo, con su caudillo al frente, se preocupó por defender su propio territorio; a este hecho habría que añadir el indulto que en 1816 el virrey Juan Ruiz de Apodaca ofreció a los combatientes, el cual surtió efecto y apartó de la lucha a personajes importantes. Sin embargo, en 1817, la inesperada presencia en suelo mexicano de Francisco Javier Mina –revolucionario español que había combatido contra los franceses y después contra el absolutismo de su propio monarca– reanimó por un momento la lucha libertaria.
La agonía de la causa insurgente no significó su muerte. A pesar de que durante el lapso 1816–1820 el gobierno virreinal volvió a ejercer su dominio en casi todo el país, no pudo vencer a la guerrilla sureña organizada y dirigida por Vicente Guerrero.
Según Ochoa Campos, Guerrero había ascendido al grado de General de División el 16 de septiembre de 1814; al otorgarle el nombramiento, Morelos le confirió también la responsabilidad de mantener la lucha revolucionaria en el sur.
En el cumplimiento de esa responsabilidad, los grupos insurgentes combatieron en casi toda el área que hoy ocupa nuestra entidad. Hacia 1815, Guerrero operaba en la región de La Montaña y, poco después, extendería sus acciones hasta la Costra Chica; Nicolás Bravo peleaba en el Centro; en tanto Isidoro Montes de Oca hostilizaba a los realistas por el rumbo de Acapulco.
Al comenzar 1816, ante el impacto causado por la muerte de Morelos, las tropas insurgentes se reorganizaron. Don Nicolás Bravo incursionó por Tierra Caliente, mientras Guerrero buscó dominar el territorio comprendido entre la cuenca del Mezcala y la costa.
En otra entrada de esta Enciclopedia Guerrerense (v. Guerrero Saldaña, Vicente), se ofrece al lector un desglose de las principales contiendas en que participó el ejército encabezado por el caudillo tixtleco. No obstante, del recuento de aquel esfuerzo formidable queremos destacar algunos elementos trascendentes: el éxito de la guerrilla descansó, al menos, en cuatro factores básicos: el apoyo de los habitantes de la región, el conocimiento pleno del terreno, la habilidad militar del general en jefe y la motivación que aún despertaba la búsqueda de la Independencia; si bien en el desempeño del ejército insurgente hubo derrotas y victorias, al finalizar 1820 el saldo era favorable, a pesar de que no había logrado tomar y retener alguna ciudad importante; la renuncia del coronel realista José Gabriel de Armijo, en noviembre de 1820, luego de varios reveses, puso al frente de la Comandancia del Sur a un alto oficial criollo: Agustín de Iturbide, quien se había destacado desde los primeros años de la Revolución por la saña con que combatió a los insurrectos.
Vicente Guerrero, como antes había ocurrido con Morelos, supo unir en torno suyo a muchos de los grupos dispersos y “resistir durante años la ofensiva desplegada en su contra”. Pedro Ascencio Alquisiras, Juan del Carmen, Juan Álvarez, Isidoro Montes de Oca y Nicolás Catalán, entre otros, son personajes que contribuyeron a que la causa de la Independencia se mantuviera firme en el Sur. Don Nicolás Bravo, por su parte, luego de ser derrotado en combate, fue hecho prisionero en diciembre de 1817 y recuperó su libertad por decreto del 11 de octubre de 1820 (v. Bravo Rueda, Nicolás).
Vicente Guerrero fue un militar respetuoso de las instituciones que la lucha de Independencia fue dando, y él mismo promovió algunas. Escoltó al Congreso, por órdenes de Morelos, hasta Tehuacán, en 1815; reconoció a la Junta de Jaujilla, y promovió su reorganización en 1818; convencido por Iturbide, apoyó el Plan de Iguala en 1821.
Formalmente se reconoce la fecha del 27 de septiembre de 1821, con la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, como el día de la consumación de la Independencia Nacional.
En el trasfondo de este hecho está la habilidad política de Iturbide y, sobre todo, el patriotismo de Vicente Guerrero.
Luego del intercambio epistolar que ambos sostuvieron a principios de ese año, los acontecimientos se precipitaron: el 24 de febrero se proclamó en Iguala el plan que lleva el nombre de esa ciudad; el 14 de marzo, en Teloloapan, Guerrero reconoció a Iturbide como primer jefe del Ejército Trigarante; en agosto, Iturbide y Juan O’Donojú –capitán general y jefe político superior de la Nueva España, nombrado así por las cortes españolas– firmaron los Tratados de Córdoba, en virtud de los cuales se acepta la independencia de la Nueva España, y queda abierta la posibilidad para que el Imperio Mexicano –así se llamaría la nueva nación– nombrara su propio monarca; el 27 de septiembre entra el Ejército Trigarante a la Ciudad de México.
La ideología.
Muchos de los criollos que participaron a favor de la lucha de 1810 habían nutrido su pensamiento en las ideas de la Ilustración. Este movimiento, surgido y desarrollado en Europa durante el Siglo XVIII, sostenía el uso de la razón como recurso básico para interpretar la vida del ser humano y de cuanto le rodea. “Ten el valor de servirte de tu propia mente”, había dicho Kant, y en este planteamiento se resumía un cambio profundo de mentalidad que abría nuevas e insospechadas posibilidades a la ciencia y la filosofía. El mundo occidental entraba en la modernidad, y al hacerlo, se sacudía prejuicios y formas de vida que tenían sus raíces metidas en siglos de oscurantismo y subordinación. Había que recuperar la dignidad y la libertad, definir y hacer realidad los derechos humanos, transformar a fondo la sociedad y su organización.
La Ilustración fue un acto de liberación ideológico–cultural que fluyó al tiempo que, en el ámbito económico, cobraba auge la doctrina mercantilista y, en lo político, se expandía el pensamiento liberal. El mercantilismo convirtió al Estado (europeo) en sujeto y objeto de la política económica; promovió la unidad territorial y un sistema unificado nacional, al analizar y buscar solución a los grandes problemas sociales; señaló que el Estado (europeo) tendría que ser un poder fuerte dentro y fuera de su espacio geográfico, y que los metales preciosos debían ocupar su interés central; rompió también con viejas tradiciones morales y principios sustentados anteriormente relativos a la usura y al lujo desenfrenado; destacó la necesidad de aprovechar la naturaleza y sus recursos, en virtud de las evidentes repercusiones sociales; y urgió la fundación y/o transformación de las instituciones públicas (políticas y administrativas). El Liberalismo, por su parte, promovió las libertades humanas y la intensificación de la educación y la cultura (De la Torre Villar, 2001).
El fortalecimiento del Estado (europeo), así entendido, condujo a una mayor subordinación y deterioro de las colonias americanas. Las reformas borbónicas puestas en operación a partir del Siglo XVIII –en especial las que tuvieron lugar entre 1760 y 1821– dieron a este periodo una dimensión propia, con rasgos muy específicos impregnados de un sentido final: “Cancelar una forma de gobierno e imponer otra… Transformar el régimen político implantado por los Habsburgos, modificar el cuadro administrativo encargado de implantar esa política y modificar la economía y las haciendas coloniales”. (Florescano, Enrique y Gil Sánchez, Isabel, 1977).
En los hechos, estas reformas –radicales en varios casos– condujeron a una profunda sujeción; nunca antes la dependencia y el sometimiento de la Nueva España fueron mayores. Sin embargo, la sociedad colonial, a pesar de sus desajustes y desgarramientos internos (o tal vez por ellos), se abrió a las ideas que recorrían las metrópolis y buscó nuevas formas de expresión a los intereses sociales, económicos, políticos y culturales que crecieron en su seno (Florescano, Enrique y Gil Sánchez, Isabel, 1977).
En la Nueva España los letrados criollos estudiaron esas ideas y, al interpretarlas, fundamentaron la tesis inicial de que “América depende de la Corona, pero no de la nación española”.
Fray Servando Teresa de Mier fue, tal vez, quien mejor planteó los argumentos históricos y jurídicos en que se fundamentaban las pretensiones de independencia. Dijo que América poseía su propio pacto social y que, con apego a él, era parte integrante de la monarquía; que cada nación americana era un reino independiente de España, sin otro vínculo que el rey; y, que estos reinos se confederaban, pero no se incluían.
El cura Hidalgo debió compartir algunas de esas reflexiones; así lo demuestran sus proclamas. Sin embargo, “es en Morelos donde mejor puede observarse la confluencia de las ideas propias de la clase media con las que provienen de su contacto con el pueblo”. (Luis Villoro, 1977).
En el pensamiento de Morelos descansan los auténticos fundamentos de la vida nacional. Su ideario puede recuperarse, en lo esencial, recurriendo al estudio de sus cartas, discursos y demás documentos que de él se conservan. Destacan desde luego los Sentimientos de la Nación (v. Sentimientos de la nación), además del Decreto que crea la provincia de Tecpan y eleva al pueblo de Tecpan al rango de ciudad, y el discurso con que se abren, en Chilpancingo, los trabajos del Primer Congreso de Anáhuac.
Cuando el 13 de septiembre de 1813 el Congreso se instala y comienza sus trabajos, la revolución popular es ya un movimiento maduro en lo ideológico, que ha profundizado sus aspiraciones y se plantea la independencia plena, absoluta, respecto de España y de cualquier otra nación o gobierno. Afirma Morelos que “… la soberanía reside esencialmente en los pueblos… Que transmitida a los monarcas, por ausencia, muerte o cautividad de éstos, refluye hacia aquéllos… Que son libres para reformar sus instituciones políticas siempre que les convenga… Que ningún pueblo tiene derecho para sojuzgar a otro si no procede una agresión injusta”, (véase el texto del discurso en Carlos Illades, 1989).
En el mismo documento cuestiona la contradicción e inconsecuencia de los españoles europeos, quienes, por un lado, “… canonizan de santa, justa y necesaria su actual revolución contra el emperador de los franceses”, mientras, por otro, intentan sojuzgar a “… la América… tornándola a una esclavitud más ominosa que la pasada de tres siglos”. Vincula plenamente su lucha a la iniciada por Hidalgo en el pueblo de Dolores; más aún, la enraiza en el pasado indígena de la nación, y al hacerlo le da al movimiento insurgente una dimensión histórica que hasta entonces no tenía.
En el Congreso de Chilpancingo confluyen voluntades y pensamientos de ciudadanos dispuestos a construir un nuevo Estado y a darle al país un sistema de gobierno que garantizara la unidad y continuidad del movimiento, que coordinara las acciones y que tomara las decisiones que las circunstancias reclamaban. Morelos había fundamentado –más allá de las tesis de la Ilustración, y en línea directa con los principios sostenidos por Hidalgo– un igualitarismo social, profundamente humano; un igualitarismo que comenzaba por proscribir para siempre la esclavitud y la distinción de castas, “… quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un americano de otro el vicio y la virtud”.
Esta vocación igualitaria –pilar básico de toda sociedad democrática–, la división de poderes, la discusión de las leyes antes de aprobarlas, la proscripción de la esclavitud y muchos otros puntos de los Sentimientos de la Nación fueron incorporados a varios de los textos constitucionales que hemos tenido, desde el firmado en Apaztingán en 1814 hasta el expedido en Querétaro en 1917. La vigencia de Morelos es, pues, innegable.
Los guerrerenses no podemos dejar de mencionar y reconocer que fue Morelos quien por vez primera dio soberanía a las tierras que hoy forman nuestra entidad. Hay, en su determinación de crear la provincia de Tecpan, al menos dos rasgos de su personalidad que deben resaltarse: la gratitud y el reconocimiento (en este caso, dirigidos a los pueblos que han “… llevado el peso de la conquista…” del sur).
“Morelos es el espejo de la Nación”, ha escrito Juan Pablo Leyva y Córdoba; y en ese espejo deberíamos mirarnos para valorar nuestra historia y sus enseñanzas. Nada hay más caro a los pueblos que su libertad y su soberanía; en la consecución de ambas para México, Morelos es el paladín que trasciende los tiempos y llena con su ejemplo el espacio todo de la patria.
Don Vicente Guerrero no sabía leer ni escribir con la propiedad de los letrados. Su aprendizaje de la vida se dio en la vida misma, al lado de los oprimidos, con quienes compartió hasta el final sus desdichas y esperanzas. No leyó a los enciclopedistas ni fortaleció su inteligencia con los conocimientos adquiridos en el aula. Sin embargo, “su patriotismo no conoció límites”, como afirma Ernesto Lemoine, y sus cualidades fueron más que suficientes para superar la falta de cultura académica y alcanzar “… las más altas cumbres de la grandeza humana”. Su marco ideológico tuvo como fuente principal el pensamiento de Hidalgo y, sobre todo, el de Morelos. En el manifiesto de Alcozauca, fechado el 30 de septiembre de 1815, y en la carta que dirige a Iturbide a principios de 1821 encontramos elementos importantes en torno a su ideario político.
Expedido en el “Quartel Probisional de Alcosauca”, el manifiesto hace saber que el ciudadano Vicente Guerrero ha prestado juramento a la Constitución “del Supremo Gobierno Americano”; dice que esta ley es sabia, y el gobierno que por ella se rige, verdadero. Pide Guerrero a los habitantes de los pueblos que están bajo su mando lo consideren su hermano, no su jefe; y ofrece atender a sus necesidades con interés, y según lo requieren la justicia y la libertad de la Nación. Ordena que en los pueblos se formen asambleas y que en éstas se actúe pensando siempre en el bien común. Ratifica su amor a la patria y marca distancias con aquellos que sirven al enemigo.
La Constitución de que se habla en este manifiesto es la firmada en Apatzingán. Al jurar acatarla y defenderla, Guerrero vincula nuevamente su pensamiento al pensamiento de Morelos y al de los congresistas que la elaboraron. (Su posición liberal se irá definiendo cada vez más, hasta convertirse en dirigente de la logia yorkina, caracterizada por lo radical de sus planteamientos).
En la carta a Iturbide, fechada el 20 de enero de 1821, quedan de manifiesto otra vez su heroísmo y desinterés. Rechaza tajantemente el indulto que aquél le ofreciera diez días antes, pero admite estar dispuesto a ser su subalterno: “decídase usted por los verdaderos intereses de la nación, y entonces tendrá la satisfacción de verme militar a sus órdenes, y conocerá un hombre desprendido de la ambición, y que sólo aspira a sustraerse de la opresión y no elevarse sobre las ruinas de sus compatriotas”. Le recuerda a Iturbide su condición de enemigo mayor de los insurgentes, de hombre “… que no ha perdonado medios para asegurar nuestra esclavitud”; en consecuencia, lo conmina a que enmiende el camino y a que se declare en favor “de la más pura de las causas”, como condición previa a cualquier conversación entre ambos.
La causa que invoca Guerrero es la misma que Morelos, años atrás, enarbolara en Chilpancingo: la salvación de la patria; hay, pues, un hilo de continuidad, un mismo ideal, en los anhelos de los dos insurgentes y de quienes combatieron bajo sus órdenes. México no nació de la improvisación de sus libertadores; no hubo un plan escrito, como señalamos líneas arriba, pero hubo un mismo afán que hermanó durante 11 años los esfuerzos de nuestro pueblo en la lucha por su Independencia.
En José María Morelos y en Vicente Guerrero –la palabra y la obra lo demuestran– la Independencia es redención, al precio de la propia vida, si es preciso; en Iturbide –la palabra y, sobre todo, los hechos lo demuestran– la Independencia es el recurso para mantener privilegios de clase y para satisfacer ambiciones personales.
“Que este héroe –dice José María Lafragua, refiriéndose a Guerrero– hubiera entregado el mando a uno de sus antiguos jefes, a un compañero de sus glorias o de sus infortunios… habría sido siempre una acción noble y generosa, porque siempre bajaba del puesto a que tan digna y justamente había subido… Pero reconocer por jefe al más encarnizado de sus enemigos, al más robusto apoyo del gobierno español, al que por tantos años había derramado la sangre de los mexicanos, y reconocerle sin más garantía que su palabra de honor, fue, preciso es confesarlo, una acción eminentemente heroica y que pocos ejemplos tendrá en la historia”. (Carlos Illades, 1989).
Agustín de Iturbide -criollo que nació en Valladolid, hoy Morelia- llega a tierras surianas a fines de 1820 con la encomienda específica del virrey de sofocar la resistencia. Las derrotas de Tlatlaya (diciembre de 1820, del propio Iturbide y su ejército ante las tropas de Pedro Ascencio) y de Zapotepec (enero de 1821, de su subordinado Carlos Moya ante el mismo Guerrero) lo hicieron buscar la negociación con el general tixtleco.
El Plan de Independencia de la América Septentrional –mejor conocido como Plan de Iguala– fue elaborado por él y logró adeptos en el corto plazo; unificó a la oligarquía criolla, al alto clero y a los latifundistas, a numerosos sectores del ejército realista y al propio ejército insurgente. Con él como soporte ideológico, se consumó la Independencia. En su contenido se reflejan la ideología y los propósitos de los grupos económicamente poderosos; éstos, ante el restablecimiento de la Constitución de Cádiz en 1820, vieron amenazados sus privilegios y, si hasta ese momento se habían declarado contrarios a los insurgentes y los habían combatido de varias maneras, ahora se proclamaban partidarios fervientes de la Independencia.
Dice Octavio Paz que “entre nosotros… una vez consumada la Independencia las clases dirigentes se consolidan como las herederas del viejo orden español. Rompen con España, pero se muestran incapaces de crear una sociedad moderna. No podía ser de otro modo, ya que los grupos que encabezaron el movimiento de Independencia no constituían nuevas fuerzas sociales, sino la prolongación del sistema feudal”.
Hay pues, al final de esta lucha, una transformación social significativa del antiguo régimen. Al precio de miles de vidas se había logrado la separación política de España, pero las reivindicaciones populares enarboladas por los caudillos insurgentes quedan pendientes.
Comentario final.
Se conoce, por lo menos desde los años 70, una línea de opinión que plantea la necesidad de desmitificar a los héroes fundamentales de la historia patria. Se parte del supuesto de que la descripción y el análisis que se hace de su actuación generalmente destaca virtudes (reales o inventadas) y oculta errores y debilidades (que serían explicables y comprensibles si se les estudiara como seres humanos y no como personajes de un altar cívico integrado por sujetos infalibles). Esta tendencia se ha fortalecido al comenzar el presente siglo, sobre todo después de las elecciones de julio de 2000.
Inmersos en una realidad política en muchos aspectos diferente, no ha faltado quien quiera escribir la “nueva historia” utilizando argumentos que arriban a conclusiones situadas en el otro extremo de la verdad que se cuestiona. Así, por ejemplo, en el tema que nos ocupa, se dice que el pueblo de México escogió “para su fiesta nacional, el aniversario de un día que vio cometer tantos crímenes” y que condujo a “extinguir toda idea de honor, probidad y obediencia”; se trata, por tanto, de un día negro, aborrecible para el país, y no de uno que simboliza los anhelos libertarios de la nación. Hidalgo habría encabezado a un ejército de saqueadores y bandidos, y no de luchadores por la libertad; habría sido un “condescendiente criminal” por haber cedido a “los deseos del ejército compuesto de los indios y de la canalla”, y no un líder social comprometido con la búsqueda de mejores condiciones de vida para los oprimidos.
El movimiento independentista habría sido tan costoso que su heroicidad debiera ponerse entre comillas, y su desarrollo y resultados debieran ser condición “indispensable para explicar por qué la rica y próspera Nueva España se convirtió, en unas cuantas décadas, en la débil nación que Estados Unidos haría víctima fácil en 1846–1848”; es decir, se infiere que quienes encabezaron a los insurgentes, y aun éstos mismos, debieron conformarse con su situación y no subvertir el orden colonial, debieron pensar en la responsabilidad tan grande en que incurrían sobre hechos que habrían de darse ¡casi cuarenta años más tarde!
Para otros, el verdadero Hidalgo fue un “altivo y loco, orgulloso, arrepentido”, un hombre que sólo se descubre a sí mismo en los momentos cercanos a la muerte. En otras palabras, el Hidalgo intelectual, el sacerdote, el maestro, el caudillo… es un falso Hidalgo; el “verdadero don Miguel” es el que solicita compasión y se declara sorprendido por los males que ha producido la revolución.
En esta misma línea de reflexión, Morelos fracasó porque no le dio “orden al movimiento”; Iturbide es héroe fundamental, y no reconocerlo así es arriesgarse a “dejar a la patria sin bandera y sin rostro”; es él, y nadie más, “el hacedor de la independencia nacional”. Vicente Guerrero se evidencia como un personaje secundario cuyo papel en la trama revolucionaria sólo sirve para que resplandezca la primera figura.
Quienes así escriben sobre la historia nacional quieren hacernos creer la validez de sus conclusiones diciéndonos que apoyan sus interpretaciones en “nuevas fuentes” y detenidas reflexiones. Empeñados en identificar errores o encontrar defectos, marginan virtudes y niegan esfuerzos. Juzgan a quienes investigan y, al erigirse en jueces, se presentan como poseedores de la nueva verdad.
La Historia de México no se modificará sustancialmente porque algunos investigadores nos digan ahora que todo, o casi todo, cuanto aprendimos en la escuela y/o en los libros constituye una visión errónea, distorsionada de nuestro pasado. Sugerimos que nos ayuden a comprender mejor lo que hemos sido y lo que podemos ser, pero con modestia, sin asumir actitudes propias de “iluminados”.
La afirmación que para el movimiento independentista en su conjunto hace el historiador José Luis González y González (Nexos 297, septiembre de 2003) en el sentido de que todavía queda “mucho por averiguar de la vida cotidiana, del desplome económico, de los desajustes sociales y de otros sucesos de aquellos turbulentos años”, viene bien al caso concreto de nuestra entidad. Hay textos que han avanzado en ese esfuerzo; algunos se citan a lo largo de la exposición. Sugerimos, para ampliar los datos y complementar el panorama que se ofrece, recurrir a otras entradas de esta misma Enciclopedia Guerrerense.
(CCL)