Haciendas

De acuerdo con la Enciclopedia de México, la palabra hacienda significó originalmente un conjunto de bienes. Así, en la Nueva España, se llamaba “hacienda de ovejas” a un rebaño; “hacienda de indios”, a las milpas, el jacal y otras pertenencias de los indígenas; “hacienda de minas”, al capital formado por los yacimientos y sus instalaciones, y “hacienda de labor y ganados”, a una explotación campestre de tipo mixto. Es en el Siglo XVIII –una vez que ocurrió la consolidación de latifundios, mediante cédula ordenada por Felipe II llamada “Composiciones de tierras”– cuando vino a dársele al término hacienda su principal connotación de propiedad rural.

En la época novohispana, la tierra fue la principal fuente de riqueza en la Nueva España. El eje de la actividad económica en el campo eran las grandes haciendas, que llegaron a concentrar vastas extensiones de terrenos en unas cuantas manos; es decir, las haciendas surgieron en la época colonial como polos de desarrollo, y se clasificaron de acuerdo a la actividad productiva específica para la cual se habían creado: cañeras, para producción de azúcar y aguardiente de caña; trigueras, para producir harina destinada a la elaboración de pan; ganaderas, para la cría de ganado para su venta “en pie” o carne en canal; henequeneras, para las que producían el famoso “oro verde” de la península de Yucatán; pulqueras, para las productoras de pulque en el centro del país; tequileras o mezcaleras, para las que fabricaban destilados de agave en Jalisco o Oaxaca.

También hubo algodoneras, cafetaleras y mixtas, las cuales eran aquellas que se dedicaban a algún tipo de agricultura y, a la vez, a la cría de ganado; sin embargo, pocas o ninguna hacienda fue realmente monoproductora; junto a su actividad agrícola predominante, siempre procuraban reservar algunos espacios para la producción de algunos cultivos básicos que garantizaran su autoabasto, especialmente el maíz y el frijol, alimentos que a través de la historia han sido la base alimentaria de la población mexicana.


Hacienda de Tlacotla, Zacoalpa Morelos.

En general, las grandes haciendas constaban de una construcción principal para el dueño y casas-habitación pequeñas para el administrador y los empleados de confianza; una capilla, la tienda de raya, la escuela, la cárcel, los establos, los cobertizos, las trojes y las modestas casas de los peones, ubicadas alrededor de la hacienda, donde se concentraba toda una población en forma, compuesta de familias que constituían la servidumbre de la propia hacienda, quienes trabajaban generalmente como peones acasillados, que representaban la mano de obra de la hacienda.

Este sistema funcionaba bajo procedimientos amañados que prácticamente hacía a los trabajadores siervos del hacendado, convirtiendo a éste en señor feudal. Muchos pueblos del México rural se formaron de esa manera, como halos de un núcleo vital. Numerosas haciendas de la época de oro porfiriana sobreviven aún por su majestuosidad en muchas zonas del país, restauradas y habilitadas como hoteles de lujo.

De acuerdo a los expertos, los ranchos eran unidades productivas de menor tamaño que las haciendas y en muchas ocasiones dependían de estas grandes propiedades (el terreno era arrendado a los hacendados por los rancheros); en otras, eran pequeñas propiedades independientes que proliferaron donde el número de haciendas y latifundios era menor. Estas posesiones eran trabajadas por los rancheros y su familia, aunque en ocasiones ocupaban trabajadores eventuales.

El ranchero ocupaba socialmente una posición intermedia entre la masa de peones desposeídos y la pequeña élite de hacendados; existían regiones del país donde predominaban los ranchos, sobre todo en las zonas montañosas pobladas, como pasaba y continúa sucediendo en Guerrero.

En 1810, en la Nueva España se encontraban registrados 6684 ranchos y 4944 haciendas; estas últimas comprendían la mayor parte de las tierras de labor del territorio colonial. Al consumarse la Independencia, las autoridades no volvieron jamás a ocuparse de los problemas agrarios y el número de grandes propiedades consideradas haciendas aumentó a 6092 en 1854, según los Anales de la Secretaría de Fomento.

Al triunfar la Revolución de Ayutla, inspirada en los principios del liberalismo, las Leyes de Reforma terminaron con el latifundismo eclesiástico, pero nada se hizo para corregir la distribución de la tierra. La consecuencia de la desamortización de los bienes eclesiásticos fue el agrandamiento de las propiedades privadas, ya que cuando el gobierno subastó las tierras expropiadas al clero, con la finalidad de lograr recursos para su administración, esas extensiones fueron adquiridas por las clases sociales de mayores posibilidades económicas, quienes contaban con el dinero suficiente para hacerse de ellas.

Estas leyes, pues, no contribuyeron a una distribución más justa de la tierra, ya que los grandes propietarios rurales y urbanos –arropados siempre bajo las banderas del partido Conservador o del Liberal moderado, y que después exigían a Juárez orientar a la República por “un camino de orden, paz, y progreso”– fueron los beneficiados. Aproximadamente el 27% de la superficie del país fue transferida de la propiedad pública a la privada a cambio de $12 000 000,00.

Ya con don Porfirio Díaz en el poder, las principales leyes en materia de propiedad territorial fueron las de Colonización (1883), de Aprovechamiento de Aguas (1888) y de Enajenación y Ocupación de Terrenos Baldíos (1894), las cuales contribuyeron a incrementar el acaparamiento. A ellas estuvo vinculada la formación de compañías deslindadoras, que recibían como pago a su trabajo una tercera parte de las superficies mensuradas y podían adquirir por compra otras extensiones.


Ex hacienda de La Providencia, en el municipio de Acapulco de Juárez.

En ese entonces, la mayor parte de la superficie total de México estaba en manos de 27 compañías deslindadoras y de cinco o seis mil individuos terratenientes, cuando la nación tenía ya 15 millones de habitantes. A principios del Siglo XX existían en el país 8421 haciendas registradas, la mayoría de 10 000 a 100 000 hectáreas; sin embargo, existían latifundios tan grandes que funcionaban casi como países independientes, teniendo sus propias leyes, su propia moneda, y de hecho su propio gobierno, ejercido por los dueños de esas grandes extensiones de tierra, como eran los Terrazas y los Creel en Chihuahua, los Madero en Coahuila, los Treviño en Nuevo León, los Cravioto en Hidalgo, los Coutolenne en Puebla, los Cajiga y los Díaz Ordaz en Oaxaca y los Redo en Sinaloa; estas familias habían conseguido la mayor parte de sus tierras en tiempo de Juárez, a partir de la desamortización de los bienes eclesiásticos, que mediante las Leyes de Reforma llevó a cabo don Benito.

En el estado de Guerrero, si bien hubo algunas haciendas dignas de mención, ninguna tuvo la extensión, la majestuosidad, el lujo y la riqueza que ostentaban los hacendados de Morelos, el estado de México, Querétaro, Hidalgo, Jalisco, Guanajuato, Chihuahua y muchas otras entidades del país; esto quizás se debió a que la mayor parte del territorio de nuestra entidad era montañoso, difícil de transitar y lejano de las grandes urbes como la Ciudad de México, o a que grandes áreas del estado como la Tierra Caliente y las costas tenían un clima hostil, con enfermedades endémicas como el paludismo (que no tenía cura y provocaba mucha mortalidad), o con plagas como el alacranismo, que hacían a estas zonas poco atractivas para que personajes adinerados de la capital del país se interesaran en fundar grandes haciendas en nuestra entidad.

La inmensa mayoría de las 116 haciendas reportadas por la Secretaría de Gobierno del estado de Guerrero en 1874 eran ranchos modestos trabajados personalmente por los dueños con algunos peones remunerados; eran propiedades agrarias con una extensión moderada, una infraestructura mínima y una reducida productividad, que sólo les permitía el autoconsumo y un mercadeo local, pues –además– el traslado de sus productos a Cuernavaca o a la Ciudad de México era francamente imposible, características que las hacía propiedades sencillas, incomparables con las grandes haciendas del centro del país.


Ex hacienda de San Francisco Cuadra, en el municipio de Taxco de Alarcón.

Dentro de las haciendas registradas en Guerrero a través del tiempo se recuerdan algunas como las de San Miguel de Chichihualco, La Providencia, Tlapehualapa, El Chorrillo, San Francisco Cuadra, San Miguel Apuzahualco, y algunas otras, más por la importancia histórica de los personajes que las habitaron o fueron sus dueños que por su grandeza o trascendencia económica. La primera –inexistente en la actualidad–, situada en el centro del estado, fue propiedad de don Leonardo Bravo y, después, de su hijo el general insurgente Nicolás Bravo; la segunda –llamada originalmente como La Brea– está ya en ruinas, ubicada en la serranía del municipio de Acapulco, y fue la casa-habitación de don Juan Álvarez y centro político del estado durante muchos años, en la segunda mitad del Siglo XIX; la tercera, situada en Zitlala, perteneció a doña Eucaria Apreza, rica mujer que apoyó el movimiento revolucionario de 1910.

Las dos siguientes, situadas en Taxco, funcionaron durante la Colonia como centros mineros fundados por Hernán Cortés, y los hijos de este personaje fueron después los dueños; la de San Francisco adquirió el vocablo Cuadra, del apellido de unos nobles españoles que la adquirieron posteriormente; la última, ubicada en Atoyac, población de la Costa Grande de Guerrero, perteneció a los hermanos Galeana, y funcionó muchos años después como fábrica de hilados y tejidos durante la primera mitad del Siglo XX.


Ex hacienda de El Chorrillo, en Taxco de Alarcón.

Pocas de estas propiedades persisten en la actualidad; la de El Chorrillo, en Taxco, ha sido restaurada y puesta a disposición de la Universidad Nacional Autónoma de México para actividades docentes y culturales; la de San Francisco Cuadra, también en Taxco, ha persistido como posada u hotel casi durante 400 años (en este lugar se hospedaron personajes famosos como el barón de Humboldt, Antonio López de Santa Anna y Porfirio Díaz Mori; actualmente, San Francisco Cuadra funciona aún como hotel para personas con deseos de descanso y relajación); en el caso de La Providencia, se sabe que la Delegación del INAH en Guerrero planea rehabilitarla con fines turísticos.

(FLE)