La Enciclopedia de México, tomo 6, dice que un galeón es, generalmente, un “bajel grande de vela, de tres o cuatro palos, de guerra, o artillado cuando era mercante; en particular (se llamaba así) a cada uno de los barcos que formaban la Armada de la Carrera de Indias, que salía de Cádiz, la cual navegó por primera vez en 1521, cuando la piratería francesa llegó a constituir un serio peligro para el comercio español”.
Galeón del Pacífico, galeón de Acapulco, Nao de China o galeón de Manila fueron los nombres dados coloquialmente a los barcos que surcaron la ruta transpacífica Acapulco–Manila durante 250 años. Eran construidos en los astilleros de Cavite (ciudad de Filipinas, al SO de la isla Luzón) o en la bahía de Manila, a partir de una estructura muy compleja; las maderas utilizadas –“duras y resistentes”– provenían de las propias islas. En la construcción participaban trabajadores que ejercían diversos oficios: herreros, carpinteros, ensambladores, expertos navales, etc., quienes buscaban, más que movilidad, fortaleza en las naves; tan duros eran los barcos que parecían “fuertes castillos en el mar”. “Pesaban mucho la cofa, el castillo de popa, la toldilla de proa o la manga que requerían refuerzos a fin de mitigar el balanceo y los mares encrespados… Los mástiles se traían de lejos y eran objetos de maniobras especiales. En lo posible se eliminaban los cañones… Todo el aparejo, escalas, cuerdas y velas se hacían con el buen cáñamo” que se producía en el archipiélago.
Galeón español del siglo XVII, abanderado con la característica cruz de borgoña, símbolo del imperio español en las Indias.
Las naves surcaban el océano durante meses continuos; el uso era exhaustivo y el mantenimiento gravoso y prolongado. El costo de una embarcación podía ir de $8000.00 a $100 000.00 o $191 000.00, según su tamaño y características, así como el año y siglo en que se construían.
Para un galeón de 500 toneladas se necesitaba una tripulación de 150 marinos con un salario de $350.00 anuales.
El Tornaviaje
En 1565, el fraile Andrés de Urdaneta, al frente del galeón San Pedro, hizo posible esta ruta comercial al encontrar la derrota del viaje de regreso desde Manila, en las islas Filipinas, hasta Acapulco, en la costa sur–occidental del virreinato de la Nueva España. La clave en este viaje –llamado “tornaviaje”– fue navegar desde Manila con rumbo noreste hasta los 42 grados de latitud norte, frente a Japón, y desde allí virar al este, para aprovechar la corriente marina del Japón o Kuro Shivo (o corriente negra) y los vientos monzones del verano, y llegar a las costas de América del Norte, a la altura del cabo Mendocino. De allí, Urdaneta viró rumbo sur–sureste y arribó a Acapulco impulsado por la corriente de California, después de recorrer tres mil leguas marinas en seis meses.
Aquí cabe destacar un hecho poco conocido de este episodio. Pese a que la historia le da el crédito a Urdaneta por haber realizado el primer “tornaviaje”, en realidad fue Alonso de Arellano, comandando un pequeño navío llamado San Lucas, quien llegó al puerto de San Blas –en el actual estado mexicano de Nayarit– procedente de las islas Filipinas, unos meses antes que el fraile agustino, en ese mismo año de 1565.
Lo cierto es que los viajes de ambos barcos, guiados, respectivamente, por el esforzado agustino y el capitán novohispano, hicieron posible un circuito comercial que incrementó la fortuna de muchos almaceneros de la Nueva España, Guatemala y Perú, y nutrió el acervo cultural tanto de la Nueva España, como de las islas Filipinas.
Mercado libre y monopolio
Durante los primeros 30 años de la ruta comercial entre Acapulco y Manila, el tráfico de mercancías fue absolutamente libre. La Corona española promovió estos viajes con el propósito de fomentar la colonización de sus nuevos territorios asiáticos; trataba de asegurar así su posición en el lejano oriente, ante las constantes incursiones y amenazas portuguesas y holandesas.
Los negociantes filipinos y novohispanos podían transportar sus artículos sin gravamen alguno y sin pagar pasaje en los navíos reales. Los largos y peligrosos viajes de esa época eran recompensados largamente con los beneficios que tal comercio reportaba. Sin embargo, esta libre circulación de objetos y personas no duró mucho.
A finales del Siglo XVI, la Corona se dio cuenta de que era incapaz de administrar las Filipinas desde la península ibérica. Decidió entonces que Acapulco fuera el único puerto autorizado para recibir las mercancías asiáticas. Así, los comerciantes novohispanos podrían distribuirlas en territorio americano o enviarlas a Sevilla, con las consiguientes ganancias. A cambio de lo anterior, a la Nueva España se le asignaron los gastos de la administración colonial de todos los territorios españoles allende el Pacífico. Para ello, año con año, las naves transportaban hacia Manila la plata acuñada –a esta partida de numerario se le daba el nombre de “situado”– destinada a pagar los gastos de administración, defensa y mantenimiento de las instalaciones gubernamentales filipinas, así como los costos ocasionados por la construcción de obras de infraestructura.
En otro sentido, la Corona reservó para sí el monopolio de los viajes. Sólo las naves reales podían efectuar la travesía. Los pasajeros debían pagar ahora su pasaje y las mercancías fueron gravadas de acuerdo con el precio que alcanzaran en la feria anual de Acapulco.
Los comerciantes novohispanos se vieron impedidos de viajar a Manila a efectuar sus compras, quedando ese derecho reservado exclusivamente a los filipinos; pero esta disposición fue violada una y otra vez. Los mercaderes del Nuevo Mundo utilizaron testaferros para adquirir, en Manila, los productos que deseaban de acuerdo con la demanda del mercado. Por otra parte, las prácticas de corrupción en la aplicación de los impuestos y los frecuentes contrabandos cuando los navíos recalaban en Guatemala, San Blas, Navidad y hasta en Puerto Marqués, antes de anclar en Acapulco, mantuvieron un activo y próspero intercambio al margen de la Corona.
La Feria de Acapulco
Los antecedentes
Su historia se remonta a tiempos lejanos, cuando se hacían ferias en Europa. Famosas fueron las de las ciudades independientes de Italia en el medievo. Aquí surgió el primer banco de crédito para el tráfico comercial entre Florencia, Pisa, Amalfi, Génova, Triani, Sinigaglia, Venecia y otras ciudades. También las de Montpellier, Lyon, Narbona, Tarbes, Avignon, Troye, Beucaire, Burdeos, Dijon, sobresaliendo la de Marsella.
En el norte de Europa, la liga Hanseática o Hansa Teutónica, fundada en el Siglo XII, controlaba con sus ferias a 85 ciudades; las de mayor importancia, que estuvieron sujetas a su monopolio mercantil, fueron: Leipzing, Nuremberg, Lübeck, Hamburgo, Frankfurt, Danzig, Berna y Riga. Otras ferias célebres fueron: Sturtbridge, en Inglaterra, y Nijni–Novgorod, en Rusia.
España también participaba en esta forma de contratación mercantil tan extendida por Europa y Asia. Una de las más famosas fue la de Albacete, bajo la dominación sarracena; y con los reyes cristianos, las de Valladolid, Burgos, Villalón, Barcelona, Medina de Rioseco y Medina del Campo; a ésta última los reyes le concedieron innumerables prerrogativas.
Hasta principios del Siglo XIX, el comercio novohispano era en parte periódico; las transacciones por hacer estaban en su mayoría conformadas a tiempo y lugares fijos, debido a la escasez de medios de comunicación y al poco volumen que traficar. El comercio se efectuaba principalmente por medio de mercados semanales, mensuales y en ferias anuales.
De fama internacional fue la feria que se celebraba en Acapulco; ésta comenzaba con la llegada del navío que anualmente venía de Manila, dando lugar a una gran actividad entre funcionarios públicos y mercaderes de todo el virreinato.
El arribo al puerto
El viaje de ida a las islas Filipinas desde Acapulco se iniciaba en marzo, aprovechando los vientos favorables del sureste, para poner proa franca al oeste y llegar a Manila hacia el mes de junio. El tornaviaje empezaba en julio y culminaba en diciembre con el arribo a Acapulco.
Cuando el navío era avistado a la altura de San Blas, en las costas del Reino de Galicia de la Nueva España, se despachaban correos a México anunciando la llegada. El virrey avisaba, a su vez, a todos los alcaldes de las ciudades para que éstos informaran a los comerciantes de la próxima apertura de la feria de Acapulco.
Tanto en México y Guadalajara, como en Puebla, Oaxaca, Morelia y Veracruz tañían a rebato las campanas de las iglesias; los mercaderes aprestaban sus recuas con las mercancías que enviarían a Manila y con la plata acuñada en lingotes que afianzarían en Acapulco, destinada al pago de los productos asiáticos. Se enarbolaban banderas para apresurar el reclutamiento de soldados que irían a Filipinas y se preparaban las “cuerdas” de delincuentes que purgarían sus sentencias en el archipiélago.
El navío entraba al puerto por la extremidad de La Roqueta; su espolón lucía adornado con vistosas figuras bíblicas y, enfilando por la Boca Grande de la bahía, saludaba con 11 cañonazos, que eran contestados por la guarnición del Castillo de San Diego. Una vez dado fondo, la nave se amarraba fuertemente en dos robustos tamarindos que se alzaban en la hoy conocida Playa Manzanillo. Antes de su descarga, el capitán del barco se hacía presente ante el castellano del fuerte, con la intención precisa de acordar distintos aspectos de la estadía en el puerto.
Mientras tanto, se formaban guardias alrededor de la nao, que evitaban ocultamientos o furtivas introducciones; más tarde se procedía al desembarco, durante el cual ninguna embarcación podía aproximarse. A partir de ese momento principiaban las tres visitas reglamentarias establecidas para el comercio transoceánico.
Artículos traídos al puerto de Acapulco por la nao de China, pueden observarse en el Museo Fuerte de San Diego.
Las visitas
Los oficiales reales de Hacienda, el castellano y demás autoridades del puerto y el visitador o guarda mayor, nombrado por el virrey, revisaban los fardos y cofres, levantando un inventario y acta de las diligencias practicadas; contaban de antemano con la orden del virrey para efectuar la descarga.
La primera visita tenía por finalidad el cobro de los derechos de la Real Hacienda, que era el impuesto inicial sobre la primera y demás ventas y los pesos que por tonelada de fletes se habían estipulado. El monto de estos impuestos servía para pagar a la gente de mar y a las escoltas que protegían a los navíos.
El capitán o maestre de la embarcación tenía la obligación de presentar el llamado Libro de Sobordo ante el castellano de San Diego, autoridad suprema del puerto, a los oficiales de la Real Hacienda y al visitador. En éste aparecían todos los datos relativos a la carga transportada: comprador de las mercancías, su número, calidad, comisionarios, importe, avalúos, marcas de cada fabricante e impuestos a pagar; además, tenían que cumplirse las disposiciones del Reglamento de Comercio, establecido por la Marina, “… para navíos de las islas Filipinas que en efectos de su comercio viajaban a la Nueva España”.
El celo de las autoridades era muy grande cuando se trataba de encontrar artículos fuera de registro, pues esto les permitía obtener altos sobornos y cohechos o arreglos favorables a sus intereses particulares, con los responsables de las embarcaciones, así como la justificación de los decomisos que hacían. En ocasiones de sospecha se pasaba revista a soldados, artilleros, marinos y pasajeros, así como a la documentación personal de éstos, “… para que no quede alguna cosa rezagada u oculta”. Esta segunda visita, como se ve, tenía como objetivo “evitar el contrabando”.
La tercera visita servía para verificar que cada mercancía estuviera dispuesta o colocada en el sitio correspondiente, de acuerdo con el inventario levantado y entregado a las autoridades, con señas, marcas y números respectivos. Después eran trasladadas a los almacenes y depósitos provisionales o definitivos, custodiados por los mercaderes filipinos y mexicanos, cuidando de no ser llevadas a otros sitios que no fueran señalados por los oficiales reales; todo esto facilitaba las operaciones de compraventa o traspaso de los artículos.
El ambiente
Con el desembarco de las mercancías, se iniciaba la verdadera feria.
La Feria de Acapulco generalmente se abría en enero y terminaba en marzo, cuando zarpaba la nave. Funcionaba como una especie de imán, pues acudían a ella multitudes que, aparte de comerciar, se empleaban en labores de carga y descarga de las naves, en tareas de control aduanal, en la vigilancia de la feria y en abastecer tanto a los barcos como a los numerosos visitantes. “Entonces el puerto adquiría un inusitado movimiento y vida”. El alquiler de casas y alojamientos subía de precio, así como los artículos de primera necesidad, los que se encarecían hasta en cuatro veces su costo original. La población del puerto crecía de 4 mil a 9 mil y hasta 12 mil personas.
Había numerosas y costosas transacciones. En la calle principal y en las colaterales se colocaban las recuas con sus pases o guías, cobrándose los derechos obligatorios estipulados, y se llevaba un estricto control de los artículos, encajonados o empaquetados, que serían remitidos tierra adentro.
Las mercancías que llegaban.
El cargamento traído a Acapulco se integraba con existencias provenientes de un gran arco geográfico que comprendía desde el norte de China hasta el enclave portugués de Goa, en la India. En Manila se concentraban las perlas, los diamantes y las piedras preciosas de la India; los rubíes, zafiros y topacios de Siam; la canela de Ceilán; la pimienta de Sumatra y Java. De las islas Molucas provenían el clavo, la nuez moscada y otras especias. De las costas del golfo de Bengala llegaban cortinajes y colchas de algodón; el alcanfor provenía de Borneo, y el marfil, de Cambodia. La algalia llegaba de Lequiois, mientras que la seda de todas clases: cruda y tejida en terciopelo y damasco, tafetas y otras telas de textura diferente, llegaban de China, junto con piezas de porcelana. También llegaban a las bodegas del Parián de Manila linos, manteles y pañuelos de algodón, artículos esmaltados de oro, bordados, porcelanas y papel.
Comerciantes chinos y japoneses desembarcaban en las orillas del río Pasig, a las puertas de Manila, ámbar, sedas de colores, escribanías, cofres y mesas de maderas preciosas laqueadas y con adornos de filigrana de plata, que compraban en los puertos de Nagasaki y Edo, en Japón.
Figura de porcelana transportada por el galeón de Manila.
Muchos de los testimonios de la identidad cultural mexicana actual llegaron a bordo de los galeones hasta las costas occidentales de la Nueva España. Frutales como la palma de coco y el mango (“de Manila”), los sabores agridulces, el ceviche y las peleas de gallos desembarcaron en Acapulco. Artesanos novohispanos, imitando a sus homólogos asiáticos, crearon las lacas de Olinalá en el hoy estado de Guerrero, y la cerámica de Talavera en Puebla. Las piñatas llegaron de China, acompañando la leyenda de la China poblana y la noticia del martirio de San Felipe de Jesús en Nagasaki.
Estatua de la China Poblana en el estado de Puebla.
Las mercancías que se iban.
En su retorno a Manila, el navío se cargaba en Acapulco con víveres y pertrechos para la tripulación; además, llevaba diferentes productos americanos: azúcar, tabaco, añil, sombreros de palma, cochinilla o grana y granilla, cacao, chocolate, café, vainilla, bayetas, bayetones (paño que sirve para fregar el suelo, de lana floja y poco tupida); sarapes, sayales, zacate, petates, azufre, cueros, pieles de nutrias y lobos marinos, cera, henequén (hilo de Campeche), cereales, panes, harina, caldos españoles y chilenos, aguardiente, aceites de oliva, linaza, ajonjolí; jamones, cecina, tocinos, sebo, brea, alquitrán, jarcias, cera, candelas, clavazón, y otros muchos que venían de España.
Pero sobre todo, oro y plata en monedas y lingotes; también hierro y cobre; y, desde luego, el “situado”, que el Gobierno de la Nueva España enviaba a sus colonias, cuyo monto variaba, de acuerdo con las circunstancias, entre $85 000.00 y $347 000.00. En 1804 fue abolido el “situado”.
Desde la Nueva España llegaron también a Asia el rostro indígena americano de muchas efigies religiosas talladas en Manila y la arquitectura de piedra, que menguó las desgracias ocasionadas por la peligrosa sismicidad filipina.
Enorme cuidado se ponía en el embarque de la plata, la que era meticulosamente asegurada para evitar su extravío. Guardias puestos exprofeso por el castellano de San Diego, vigilaban día y noche. Los oficiales de la Real Hacienda permanecían en la nave con la encomienda de impedir introducciones fraudulentas, pues todas las cosas eran registradas en sus libros.
Cerrado el registro, ante el escribano y demás autoridades del puerto, éstos daban fe de las actuaciones. A partir de ese momento no se permitía la entrada a ningún otro artículo o caudal. Copia de esta documentación se enviaba al gobernador de Filipinas y a los consulados de México y Manila. Los funcionarios se cercioraban del buen cuidado del navío; se señalaba la ruta que éste debía seguir y se reconocía el estado del armamento, pertrechos de guerra y cañones. Hecho lo anterior, la nao comenzaba la larga travesía de regreso a Filipinas, pues tenía que aprovechar los vientos favorables de la época.
La ruta transpacífica Acapulco–Manila no fue sólo un intercambio de mercancías y capitales. Los barcos también transportaron personas que formaron corrientes migratorias en ambos sentidos: el oriente y el poniente del océano Pacífico.
Terminada la feria, Acapulco regresaba a su vida raquítica e incipiente, hasta la llegada de un nuevo galeón.
Los mercaderes
Los comerciantes regionales y los pequeños mercaderes de la Ciudad de México y de otros lugares no compraban directamente las mercancías a los viajeros llegados en el galeón. En general, negociaban con las grandes casas comerciales de la capital, especialmente con las ubicadas en la Plaza Mayor, mejor conocidas como El Parián. Estas grandes casas adquirían los productos por lotes enteros y luego los vendían a los minoristas.
Desde un principio, el clero novohispano intervino en este lucrativo comercio asiático, vendiendo directamente al consumidor, o revendiendo a los propios mercaderes, a sus asociados, a quienes les vendía sus mercancías por traspaso. El sistema “dar a corresponder” consistía en que los representantes de la Iglesia aportaban grandes cantidades de dinero que permitían a los comerciantes adquirir de un golpe toda la mercancía, pagando al contado las dos terceras partes de su importe, que oscilaba entre un millón y dos millones de pesos.
Estas adquisiciones permitían ganar a los tratantes de la feria o filipinos entre el 100% y el 400% con respecto a los precios iniciales, no obstante que éstos estaban regulados por diversas instancias: el virrey, el Tribunal de Cuentas y los consulados de México y Manila, las audiencias y el gobernador general de las Islas Filipinas.
En la compraventa de las mercancías se usaban monedas de plata acuñadas en España, en la Casa de Moneda de México y en la de Acapulco. Circulaban piezas de plata de ocho reales llamadas macuquina, después denominadas columnaria. Posteriormente se utilizaron las llamadas de busto, cuando el rey Carlos III dispuso que todas las casas de moneda del imperio estamparan en el anverso de las piezas la efigie del monarca reinante. El oro se usaba en el Quinto Real y en la joyería.
El sistema de pesas era el mismo que España había implantado en todas sus colonias; sin embargo, surgieron otros convencionales, como la bala, el churlo, el tancal, la marqueta, la pieza, el saco, según fuera empacada la mercancía para su traslado o venta.
Los piratas
En cuanto a la periodicidad de la travesía puede decirse que fue casi perfecta; es decir, el próspero comercio de Filipinas con la Nueva España fue posible gracias a que los galeones hicieron con regularidad sus viajes. No obstante, las riquezas que transportaban en mercancías y dinero en efectivo despertaron la codicia de piratas y corsarios ingleses, holandeses, alemanes y franceses, que llegaron a capturarlos y saquearlos en mar abierto.
Juan Oxenham, hacia 1575, atravesó la selva panameña y llego al golfo de San Miguel, en el Pacífico. Capturó algunos barcos y saqueó los sitios de los buscadores de perlas. Aprehendidos por los soldados españoles, él y sus compañeros fueron sujetos a proceso y ejecutados alrededor de 1580. Fue el primer extranjero que en el océano “descubierto” por Balboa atacó navíos españoles.
En noviembre 15 de 1577 Francis Drake encabezó desde Plymouth una expedición de cinco navíos. Casi un año después, el 28 de octubre de 1578, luego de rodear el Cabo de Hornos, enfiló hacia el norte por la costa de Chile; asaltó Valparaíso, Tarapaca, Mormorena, Arequipa, Lima, Paita, y Guayaquil. Cruzó la línea del Ecuador, capturó el galeón Nuestra Señora de la Concepción y después otros barcos españoles más.
El lunes de Semana Santa por la mañana (13 de abril de 1579), las dos naves que le quedaban fondearon en Huatulco; el pueblo fue saqueado; el templo, profanado; las imágenes y crucifijos, deshechos. La noche del Jueves Santo, Drake y sus compañeros salieron de la bahía. El temido pirata sabía que el galeón de Manila navegaba rumbo a Filipinas; se adentró en el mar y los vientos lo llevaron hacia la Alta California; el intenso frío lo obligó a regresar hacia el sur y después enfiló hacia las Molucas.
El 13 de octubre llegó a las islas Carolinas; en junio de 1580 dio vuelta al Cabo de Buena Esperanza y, en septiembre de ese mismo año, entró en Plymouth nuevamente con un botín extraordinario, que le valió de la reina Isabel el título de caballero. Los ataques de este pirata, navegante excepcional, generaron gran inquietud en la Nueva España y condujeron a los españoles a pensar seriamente en defender sus posesiones.
Otros piratas y corsarios famosos fueron: Thomas Cavendish, quien el 7 de agosto de 1587 entró en Huatulco y lo redujo a cenizas; en noviembre enfrentó y derrotó al galeón Santa Ana; dándole la vuelta a África del Sur regresó a Inglaterra, con un tesoro importante, el 20 de septiembre de 1588. Joris Van Speilbergen, quien al mando de una tercera expedición holandesa salió hacia el Pacífico en 1 614, los días 17 y 18 de julio de 1 615 derrotó a los españoles en El Callao; el 20 de septiembre se hallaba frente a las costas de Centroamérica, y el 11 de octubre se introdujo en la bahía de Acapulco; en este lugar cambió, por agua y provisiones, a 20 españoles capturados en Perú; el 26 de octubre, en aguas de Zacatula, sorprendió al galeón San Francisco, que venía de California hacia Acapulco; al año siguiente regresó a Holanda; murió en 1620.
George Anson, en septiembre de 1740, salió de Inglaterra; en febrero de 1742 llegó a las inmediaciones de Acapulco y con sus naves puso cerco a la bahía el 12 de marzo; en abril suspendió el bloqueo y se fue hacia Zihuatanejo; el 18 o 19 de mayo sus naves enfilaron hacia las Filipinas, y el 1 de julio de 1743 capturó al galeón Nuestra Señora de Covadonga, que llevaba $1 200 000.00; regresó a Inglaterra en junio de 1744; murió en 1762.
Después de Anson, fueron muy pocos los piratas que se infiltraron en el Pacífico y muchos menos los que llegaron a los mares de México.
Las grandes rutas comerciales
No obstante estos descalabros, España introducía en Europa importantes flujos de mercaderías importadas de Asia, cuya primera venta era en Manila; posteriormente, se cotizaban en la Feria de Acapulco; de aquí, pasaban a México rumbo a Jalapa, para exportarse, vía Veracruz, a Cádiz.
El trayecto transoceánico Manila–Acapulco y viceversa (ruta de la seda y las especias) fue una de las vías de comunicación de mayor importancia mundial durante los siglos XVI a XVIII, comparable con las grandes rutas comerciales que han existido en otras épocas, como la ruta del ámbar, hacia el Mar Báltico; como el camino del estaño, hacia Inglaterra, o el señalado por Marco Polo a través del Asia continental y Asia Menor; como la ruta del té por Transiberia o el océano Índico; o la de las especias, controlada por portugueses y holandeses. Y, en tiempos más modernos, como las rutas del petróleo desde Venezuela y el Caribe a Europa, a través del Atlántico, o desde el golfo Pérsico por el Mediterráneo, y a través del Pacífico a América del Norte, o bien, la del plátano (oro verde) desde América Central a EU, Canadá y Europa.
La ruta por el Pacífico rivalizó con el sistema de flotas y galeones que surtían al imperio español por el Atlántico, pero, sin duda, las dos rutas unieron a España de uno a otro extremo del mundo, logrando un activo comercio de grandes ganancias.
La Feria de Acapulco tuvo características internacionales, como las europeas, asiáticas y americanas: la de Panamá, Porto Bello y Jalapa. Llegó a atraer el comercio de Asia, al que confluían los mercaderes de la costa occidental de América del Sur, América Central, toda Nueva España y los comerciantes del archipiélago filipino. El comercio monopolizador de la Nueva España ratifica el que la Feria de Acapulco haya sido internacional.
Holanda e Inglaterra, que en la misma época se disputaban el predominio del comercio mundial, intentaron a toda costa romper con las corrientes interoceánicas de abastecimientos mercantiles, tanto en Europa–América, como en América–Asia, con el propósito de apoderarse del gran mercado americano.
Travesía y barcos
Desde 1593 hasta 1650, la Corona ordenó que el viaje lo realizaran dos navíos de 300 toneladas; se buscaba evitar peligrosas sobrecargas. Sin embargo, esta disposición no fue muy bien acogida por los comerciantes filipinos y novohispanos, que no estaban dispuestos a sufragar los gastos de mantenimiento y reparación de dos naves, ni tampoco el salario de dos tripulaciones y sus respectivas manutenciones en altamar. Cuando podían, haciendo caso omiso de las disposiciones reales –y esto sucedía en la mayoría de los viajes–, fletaban un solo navío, arriesgando todo en él con tal de abatir los costos. Debido a ello, por fin, en 1702, la Corona modificó sus ordenanzas –legalizando una práctica impuesta por los hechos– y autorizó la travesía de un solo navío de 500 toneladas.
A pesar de los riesgos, lo habitual eran los viajes completos y exitosos. Sólo entre 1580 y 1630 los viajes inconclusos superaron a los completos. En este periodo son de destacar las desgracias sufridas por los galeones San Antonio y San Francisco, en 1603 y 1609, y la pérdida total de dos naves en viaje a la Nueva España, en 1639.
A partir de 1640, la ruta fue estable y segura, no obstante que en la década de 1690 se registraron tres catástrofes: una nave naufragó cerca de las Islas Marianas, otra se incendio en el mar y una tercera se estrelló en las costas filipinas con pérdida total de carga, tripulantes y pasajeros.
En el Siglo XVIII se registró el naufragio del galeón Nuestra Señora del Pilar. Después, las pérdidas de navíos se atribuyen a las interminables disputas y guerras entre España e Inglaterra durante ese siglo.
Entre los barcos que navegaron la ruta del Pacífico están los siguientes: San Pedro, San Jerónimo, Nuestra Señora de la Esperanza y San Felipe, en la segunda mitad del Siglo XVI; Jesús, José y María, San Antonio, Santa Ana, San Francisco, Santa Rosa y Santo Cristo de Burgos, en el Siglo XVII; San Vicente Ferrer, Nuestra Señora de la Encarnación, y el Desengaño (alías “el Buen Fin”), Nuestra Señora de Begoña, La Sacra Familia, Nuestra Señora del Rosario, Nuestra Señora de Covadonga, El Filipino, La Santísima Trinidad, San José, San Pedro, San Carlos, Nuestra Señora de la Consolación, Nuestra Señora del Pilar, en el Siglo XVIII; San Antonio, Magallanes, María y Atocha, en las primeras dos décadas del Siglo XIX. (Algunos barcos hicieron la travesía en años correspondientes a siglos diferentes).
Los últimos viajes
En marzo de 1785, la Corona asestó un golpe mortal a la ruta transpacífica Acapulco–Manila, al constituirse la Compañía Real de Filipinas. Su creación se debió a la presión de los intereses metropolitanos por recuperar el mercado asiático para España. Esta compañía, integrada con capital mixto, trianguló el tráfico de mercancías entre Asia, América y España, imponiendo como sede a la propia Península Ibérica. Tuvo algunos inversionistas de la Nueva España, quienes suscribieron acciones en la casa de comercio con sede en Sevilla. Sin embargo, para la mayoría de los almaceneros de México fue un rudo golpe que puso fin a su exclusivismo en el comercio asiático, les creó una fuerte competencia y menguó irreversiblemente el intercambio por la ruta transpacífica. Por ello, entre 1788 y 1810 sólo dos galeones, San Antonio y Magallanes, se alternaron para realizar viajes a Acapulco cada dos o tres años.
La Guerra de Independencia de México puso punto final a la ruta del galeón del Pacífico. En diciembre de 1811, el galeón Magallanes llegó a Acapulco, pero la efervescencia bélica independentista impidió que se realizara la feria anual. En 1813, la Corona dio por terminada definitivamente la ruta transpacífica y, después de una larga invernada, sólo hasta 1815 el Magallanes pudo regresar a Manila. Este fue el último viaje de uno de los grandes veleros mercantes a los que, durante 250 años, en la Nueva España se les llamó Nao de China o galeón de Manila, y en las Islas Filipinas: galeón de Acapulco.
Después habría algunos viajes de menor importancia; se sabe de un postrer galeón que llegó a Acapulco en 1821, y de cuyo cargamento se apodero Agustín de Iturbide, con la explicación de utilizar los recursos ($527 000.00) para “gastos de campaña”.
Comentario final
El Galeón del Pacífico fue comercio, riquezas, sueños, aventuras, peligro, esperanzas, contacto con países milenarios y culturas exóticas, fuente de personajes y mitos fabulosos y el primer circuito comercial global de la historia humana.
Cada barco “cabalgó sobre la espalda del océano”, según la bella pintura literaria de Fernando Benítez, y en medio de tormentas o de mares en calma, bajo cielos de tonalidades infinitas: a veces amenazantes, a veces promisorias, dejó a la posteridad una leyenda sin tiempo y sin distancia. La Nao de China –“purgatorio marinero, barco fantasma, nave de locos, ambición de reyes, botín de piratas, falda de mujeres, mantel de Damasco, pañuelo de adioses, sufrimiento (y alegría) de humanos (soñadores), riqueza de naciones, ave del paraíso“– saltó la línea de la historia para entrar, y no salir jamás, al libro maravilloso de la magia. Cada página es hoy oportunidad privilegiada de reencuentro con una proeza construida ¡al menos! con determinación, talento, conocimiento, paciencia y emociones sin fin a lo largo de dos siglos y medio.
(MAB/ETA/CCL)