Edificio militar y actualmente museo histórico. Construido a partir de diciembre de 1615 y terminado el 4 de febrero de 1617, el acto inaugural se realizó el 15 de abril de 1617. En sus orígenes fue un castillo levantado sobre rocas, al fondo de la bahía de Acapulco; tuvo la forma de un pentágono irregular, de acuerdo con la propuesta que el ingeniero holandés Adrián Boot –quien había participado, entre otros, en los proyectos para la defensa de San Juan de Ulúa y en la realización de algunas obras hidráulicas para el desagüe del valle de México– presentó al virrey Diego Fernández de Córdoba, marqués de Guadalcázar, y que autorizara el rey Felipe III.
Se edificaron 5 baluartes: Rey, Príncipe, Duque, Marqués y Guadalcázar, unidos por cortinas o muros de piedra; sin embargo, los recintos interiores fueron construidos con materiales menos resistentes. Se le dio el nombre de San Diego en honor del santo patrón del virrey, (aunque también se atribuye a los frailes franciscanos fundadores del Convento de San Diego, en Acapulco, en 1607). La obra tuvo un costo de 113 400 ducados.
La fortaleza, no obstante sus muchos defectos arquitectónicos y los pocos arreglos que se le hicieron durante los primeros 160 años, resultó decisiva para que Acapulco consolidara y expandiera las actividades portuarias y de comercio que ahí se realizaban desde mediados del Siglo XVI. Su importancia fue tan significativa que el puerto se convirtió en parte del sistema de defensa que cubría el continente y que tenía como uno de sus principales enemigos a los piratas y corsarios europeos.
Salvo la toma del puerto por filibusteros holandeses en 1624 –hecho que duró apenas una semana y que consigna Alejandro Ochoa Portillo en su libro Historia del Fuerte de San Diego, publicado por la Universidad Autónoma de Guerrero–, Acapulco fue bastión inexpugnable por mar durante toda la época colonial. Sin embargo, lo que no pudieron los fusiles y los cañones enemigos lo hizo la naturaleza: un temblor de tierra de alta magnitud, ocurrido el 2 de abril de 1776, generó consecuencias devastadoras para el puerto. Vito Alessio Robles en su libro Acapulco en la historia y en la leyenda dice al respecto: “En la ciudad no quedó una sola casa en pie… Este terremoto no perdonó a la maciza fortaleza de San Diego… (a tal grado) que sus espesas murallas, sus muros de revestimiento y los polvorines se derrumbaron estrepitosamente”.
Los trabajos de reconstrucción fueron aprobados desde España en 1777, previo envío y estudio de la documentación respectiva; comenzaron el 16 de marzo de 1778 y concluyeron el 7 de julio de 1783. Tuvieron como base la planeación presentada por el ingeniero militar español Miguel de Constansó –comisionado por el virrey Antonio de Bucareli y Ursúa para que examinara los daños y emitiera un dictamen– y la dirección y decisiva opinión técnica del también ingeniero militar Ramón Panón.
Se respetaron, hasta donde fue posible, las partes no dañadas; se hicieron nuevos cimientos; se regularizó la forma pentagonal del castillo, y se levantaron 5 baluartes: San José, San Antonio, San Luis, Santa Bárbara y la Concepción, también regulares, agrupados alrededor de la plaza de armas. El costo de las obras alcanzó los $300 000.00.
Entrada al Fuerte de San Diego.
La nueva fortaleza (moderna y más funcional que la anterior) se caracterizó porque fue edificada toda con piedra, se la rodeó con un foso y, bajo sus muros y baluartes, se construyeron numerosos recintos abovedados; podía albergar hasta dos mil personas y en sus espacios podían guardarse y conservarse víveres, municiones y agua potable para todo un año; se mejoraron la calidad y la cantidad de sus cañones, y se le asignó un armero para tener en buenas condiciones de uso las piezas existentes.
Aunque entonces se le dio el nombre de San Carlos, en homenaje al monarca español reinante, se le siguió conociendo por su denominación anterior. Las modificaciones continuaron, aunque de manera intermitente, hasta por lo menos 1807; a partir de entonces los cambios fueron mínimos.
La existencia y operación del Fuerte de San Diego ha sido relevante para la historia nacional. No sólo sirvió para proteger a la población que vivía en el puerto y a la que año con año –generalmente entre diciembre y febrero– llegaba a la “feria más importante del mundo”, según la expresión de Humboldt, sino que fue puente para la comunicación y el intercambio comercial entre la Nueva España y otros países de América y de Europa con el lejano oriente.
Fue hasta la Guerra de Independencia cuando don José María Morelos y Pavón y su ejército realmente pusieron a prueba la eficacia defensiva del fuerte, al intentar tomarlo, sin que lo consiguieran, en febrero de 1811. Dos años más tarde, luego de una brillante campaña militar que dio a los insurgentes el control de casi todo el sur del país, emprendieron un nuevo ataque al puerto y su castillo; las acciones comenzaron el 6 de abril de 1813 y concluyeron el 20 de agosto del mismo año, al entregar la plaza el coronel realista Pedro Vélez, previa obtención de condiciones tan honrosas que llevarían al Siervo de la Nación a brindar por una España hermana, pero no dominadora de América.
Hoy día Acapulco tiene en el Fuerte de San Diego su único monumento colonial, que es parte esencial de la fisonomía porteña. Situado en la avenida Costera Miguel Alemán, en el perímetro del barrio histórico de Petaquillas, durante el Siglo XX fue cárcel, sede de reseñas internacionales de cine y lugar para recibir a personajes destacados de la política mundial.
En 1933 el presidente Abelardo Rodríguez lo declaró monumento nacional y desde el 24 de abril de 1986 es la casa del Museo Histórico de Acapulco.
(CCL/JGCL)