Casasús González, Joaquín Demetrio

Abogado, literato, diplomático, hijo político del maestro Ignacio Manuel Altamirano. Nació en Frontera, Tabasco, el 23 de diciembre de 1858; murió en Nueva York el 25 de febrero de 1916. De familia modesta. Realizó sus estudios preparatorios en el Instituto Científico y Literario de Mérida, Yucatán. Cursó la carrera de abogado en la Escuela Nacional de Jurisprudencia, en la Ciudad de México. Apenas recibido, desempeñó el cargo de secretario de Gobierno de su entidad natal. Fue banquero y brillante hombre de negocios. Dio cátedra en la Escuela de Ingenieros y más tarde en la de Jurisprudencia de México. Intervino en la comisión designada para formar el Código de Comercio, la Ley de Instituciones de Crédito y la expedición de la Ley Monetaria.

Su obra de jurisconsulto más notable es la que realizó al obtener el fallo favorable a México en el juicio arbitral con EU, en el caso de El Chamizal. Representó a México en varios congresos internacionales de carácter científico y dos veces como embajador en el vecino país del norte.

Fundador y sostenedor del Liceo Altamirano. Participó también en el Liceo Hidalgo. Hizo de estas participaciones elementos vivificadores de las letras nacionales y la Academia Mexicana, de la que fue miembro distinguido; aquí participó en la publicación del tomo VI de sus memorias. Aparte de sus numerosos libros sobre temas jurídicos y económicos, Casasús fue un humanista notable. Tradujo con pulcritud e imprimió en elegantes ediciones a algunos poetas latinos: Horacio, Virgilio, Catulo, Tibulo y Propersio. Publicó algunos de sus libros con el seudónimo de Efraín M. Lozano.

Es autor de Musa antigua (1904), Versos (1910), En honor de los muertos (1910), Cien sonetos (1912), El libro para ti y Cartas literarias. Escribió además obras de economía: Historia de la deuda contraída en Londres, Las instituciones de crédito en México, Los problemas monetarios y la Conferencia de Bruselas (se publicó en París, Francia) y La reforma monetaria en México.

Este destacado intelectual y jurista casó con Catalina, hija adoptiva del maestro Ignacio Manuel Altamirano, quien le dispensaba un gran trato como hijo político, así lo hace saber en la correspondencia que cruzaron ambos a lo largo de su vida, especialmente cuando Altamirano desempeñó sus servicios diplomáticos en Europa. Por ejemplo, en una carta que le envió el 28 de julio de 1891, desde París, le escribe entre otras cosas la siguiente: “Ya sabe usted cuánto lo quiero. Un hijo mío de la sangre engendrado y criado por mí, no tendría de mi parte más amor, ni más estimación que profeso a usted, sentimientos que usted ha sabido hasta aquí, inspirarme por sus virtudes, por sus talentos, por su afecto hacia mí, aún antes de unirse a mi adorada hija…” “… creó usted un hogar, que no forma más que uno con el mío y que contiene a los únicos dioses que yo adoro”.

A don Joaquín correspondió cuidar, proteger y orientar al resto de su familia después del sensible fallecimiento del ilustre intelectual tixtleco, ocurrido el 13 de noviembre de 1894, en San Remo, Italia. Escribió el dictado del testamento del moribundo y dio cumplimiento a sus postreras instrucciones. Al respecto señala: “Como el maestro era pobre y no tenía una fortuna que dejar a sus herederos no necesitó hacer mención alguna de sus bienes; como no tenía asuntos difíciles de familia que resolver, no le fue preciso hacer constar derechos que nadie habría de reclamar; como carecía de deudas por pagar, no le fue menester hacer mención de sus acreedores, pero en cambio, como sí tenía algo muy suyo de que disponer, me dio las instrucciones necesarias: “No quiero que me dejen en tierra extranjera; y como el medio más seguro para volver á la patria es la cremación de mi cadáver, después de que yo muera, imponga usted su voluntad y mi deseo y lleve a la patria mis cenizas”. Si Byron quiso castigar a Inglaterra, privándola de sus huesos, el maestro quiso premiar a la patria, devolviéndole sus cenizas, escribe Casasús, en el libro En honor de los muertos.

El 13 de febrero de 1906, desde Washington, el abogado Casasús se dirige a don Ángel de Campo (Micrós), ilustre literato, ex discípulo y amigo del maestro Altamirano; entre otros conceptos le dice los siguientes: “¿Yo qué puedo decir del maestro, su discípulo, su amigo, su hijo y su admirador de toda la vida?

“Lo que Uds. han dicho siempre, lo que la generación que lo vio nacer y la actual han repetido constantemente, lo que el porvenir tendrá que confirmar de una manera indudable: esto es, que fue un elocuente orador, y un gran poeta, y un eximio literato y un crítico juicioso y un erudito de lectura copiosísima y un patriota distinguido, y un guerrero esforzado y un maestro incomparable y un padre sin igual (sic).

“Él realizó entre nosotros el tipo del orador francés de la Revolución. Era por la inspiración un Mirabeau, por la energía un Dantón, por los arranques líricos un Saint–Just, por el furor de sus pasiones un Robespierre.

“Improvisaba unas veces y escribía otras antes de hablar; pero ya lanzara esas frases inimitables que no pueden jamás forzarse sobre el yunque ó impregnara sus discursos, por respeto a los atenienses, con el olor del aceite de su lámpara nocturna, siempre su palabra caliente excitaba y enardecía a su auditorio y le arrancaba como homenaje el aplauso entusiasta, que es la mejor recompensa que conquista el orador.

“Los que no lo oyeron nunca en la tribuna no pueden formar concepto acerca de él; porque ni puede juzgarse á un autor dramático leyendo sus dramas, ni puede uno tener idea de lo que es un orador declamando sus discursos.

“Como literato fue una de nuestras mejores glorias, porque a él se debió el renacimiento de nuestra literatura nacional en 1867; y en la cátedra, en el libro, en el periódico, en las academias y en la conversación no hizo otra cosa que infundir un amor vivo por las letras y constituirse en el supremo sacerdote de ellas”.

(JRS)